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lunes, 28 de febrero de 2011

Adivinanza








Prueba de agudeza visual: ¿qué película estuve viendo el sábado?

viernes, 25 de febrero de 2011

Wakaharto

Pues sí, ayer ocurrió algo terrible –y no voy a hablar de lo que está pasando en Libia, demasiado espantoso para pasarlo por alto pero también para tratarlo aquí sin suficiente conocimiento de causa, así que enfoquemos lo “terrible” por otro lado, si se me permite-, lo terrible en mi caso es que ayer vi demasiada televisión. Normalmente estoy mis cosas y voy de mi depresión a mis asuntos sin que el mensaje televisivo me llegue, pero claro, débil es la carne, la grasa en mi caso, y ayer caí y no precisamente enamorado de la moda juvenil (chiste no apto para menores de 45-50). Uno detrás de otro me tragué literalmente tres telediarios y un programa de no sé como llamarlo pues va desde como se prepara un bogavante con trufas y gallinejas encebollado al famoseo de la peor especie pasando por infinitas variables de las desgracias que les pasan a los mortales de a pie. El caso es que lo único en que coincidieron tan laudables (ejem) programas fue en la noticia clave: Shakira y un tal Piqué (creo que es un futbolista, pero no estoy seguro por que a mí el fútbol me gusta sólo un poquito menos que la música que hace Shakira) se han dado la manita y les han hecho una foto. Decid todos conmigo OOOOOOHHHHHHH. La clave del asunto es que hay una pregunta ¿a quien le importa? Y olvidemos el himno gay que no viene a cuento: dos bichos humanos durante su etapa reproductora, aquella en que están celo perpetuo, hacen a la vista la parte que se puede hacer a la vista del ritual de apareamiento. ¿Qué hay de novedoso y/o interesante para el gran público? Se me podrá acusar de que si no me gusta la música de la una, y, ya que nos ponemos, tampoco sus movimientos pélvicos, ni el fútbol es lógico que no me interese. De acuerdo pero es que ayer casi al mismo nivel otra noticia bomba hizo temblar el mundo: Pe y Ja salen de compras. O sea Penélope Cruz, actriz de trayectoria errática y ojos de perdición de los hombres y su maridito Javier Bardem, peazo actor y comprometido seriamente con causas con las que se podrá o no estar de acuerdo pero por lo menos toma partido en la vida, vamos una pareja con cuyos trabajos he disfrutado y admiro ¡han salido de compras! Decid conmigo: AAAAAAAHHHHHH, y han comprado algo para el bebé, ahora decid conmigo pero con cara tierna como si se os fuera a caer la baba de un momento a otro AAAAAAHHHHHHH. O sea un par de bichos humanos salen de su caverna para abastecer a su cachorro. En ambos casos tendría más importancia si fueran linces u osos negros como son humanos resulta que no consigo verle el interés. Vamos ¿A quien le importa?
Vamos que he de clamar bien alto que esto más que harto y como esta de moda la palabreja la emplearé: estoy wakaharto de la bazofia en que nos estamos revolcando. Que estoy wakaharto de lo políticamente correcto, de ser políticamente correcto, de la censura a según quien conviene y de la autocensura que lo políticamente correcto nos está imponiendo, de los eufemismos y las veladuras que hacen que el pan no sea pan ni el culo, culo. De no haber podido llamar a los fumadores que encendían el cigarrillo en el ascenso drogadictos y de que ahora me estén montando el pollo que me están montando, de que no sea políticamente correcto que lo que se está haciendo con el tabaco se tenía que haber hecho hace años y así muchos de nosotros no habríamos perdido a parte de nuestra familia y a otros muchos no les estarían regateando tratamientos médicos por que para todo no llega y hay –hay, necesariamente, no abogo por lo contrario- que mantenerles conectados al oxígeno entre cigarrillo y cigarrillo –y sé de qué hablo-; y que eso que se está haciendo tarde, mal y nunca con el tabaco tendría que estar haciéndose con el alcohol.
Estoy wakaharto de no poder decir por que no es políticamente correcto que los carajillos mañaneros no son la mejor manera de entonarse para subirse a un andamio, que tampoco está en condiciones por que el contrato de la seguridad se firmó, más que probablemente, delante de una buena mesa y par de botellas de Ribera vacías; de que el alcohol no sólo mata con los accidentes que ya sabemos sino que es caldo de cultivo de mucho de lo que ha dado en llamarse “crímenes de violencia machista” o “violencia de género”. Que me gustaría a mí saber cuantos de esos hombres han ido directamente de cogerla en la taberna a acuchillar a su esposa –yo he conocido a unos cuantos que, afortunadamente, no lo consiguieron-.
Y ya que estoy pues sigo que para el caso que me van a hacer los responsables.
Que estoy wakaharto de que sólo se conciba la violencia de género y los malos tratos morales y emocionales en un sentido, cuando todos conocemos –aunque lo políticamente correcto sea mirar para otro lado y hacerse los tontos- más de uno y más de veinte casos de maltrato psíquico constante en sentido opuesto.
Que estoy wakaharto de no poder decir lo que es evidente por que no es políticamente correcto, por que lo políticamente correcto es falsear la evidencia y decirnos que el aire de una capital es sano cuando hasta el más lerdo ve que eso es más falso que un euro de esparto, pero lo políticamente correcto por parte de los ciudadanos es creérselo y actuar en consecuencia.
Que estoy wakaharto de no poder decir por que no es políticamente correcto que tanto los medios de comunicación como la política de este país no la deciden los ciudadanos en abstracto, no, la deciden un montón de señoras mayores malinformadas y manipuladas y hasta ocasionalmente transportadas donde convenga. La Maruja Ibérica Pata Negra, que tantos valores reúne, es quien con su voto mayoritario –viudas hay millones, viudos, bastantes menos- decide quien se queda en la poltrona y quien se va, que tipo de película se emite o no (lamentable ejemplo es Cine de barrio que se nutre de Joselito, Rocío Dúrcal, Marisol y Paco Martínez Soria y, como excepción, Antonio Molina, como si no hubiera en el cine español de esos años inmensas obras con el mérito añadido de la falta de medios. ¿Algún cinéfilo de menos de treinta conoce o recuerda películas como Surcos, Calle sin sol, Mi calle, La aldea maldita o Cielo negro. Eso sin contar con todo el acervo de películas nefastas pero con el atractivo que sus bandas sonoras, copleras, desde los treinta a los setenta. Es que ni el odiado Landismo aparece por que a la Maruja Ibérica Pata Negra le parece inapropiado tanta desnudez –eso me lo dijo a mí una con trayectoria de reservados en garitos y demás)
Que estoy wakaharto de que sea políticamente incorrecto señalar la incitación constante al golpismo y a la violencia ideológica desde los medios mediante diversas vías (Desde La Noria a NCIS con su exaltación de la tortura, por ejemplo). De que, también ayer, un futbolista, presumiera de haber sacado sus estudios copiando -¿Quién no ha copiado alguna vez?- y todo el entorno le riera la gracia en los medios de comunicación, convirtiéndole en modelo a imitar. Como tenemos una escolaridad tan brillante.
Que estoy wakaharto de que ocupe más espacio en la mente del ciudadano los conflictos entre la baronesa –ya sabéis cual- y su hijito del alma que las incomprensibles, para mí, negociaciones sobre cierta colección de arte en las que interviene dinero público.
Que estoy wakaharto de que todos nos hagamos los tontos y nos creamos que un ser humano, que no sea superviviente de Kripton, puede hacer tantas actividades en un solo día sin meterse algo y ya no hablo del deporte.
En resumen que estoy wakaharto de que la gente no mire lo que tiene delante sino que escuche lo que le dicen que tiene que ver. Un ejemplo de los que me hicieron saltar cual si me pincharan: Madrid no está todo lo limpio que debería, cierto, pero también lo es que unas zonas lo están más que otras. Mi barrio después de un largo martirio de siete años es de los que están razonablemente atendidos. Mañana y tarde para cinco o seis calles hay un barrendero dejándose el resuello. Sin embargo, se oye, “Es que aquí no viene nadie a limpiar”, hombre, si recogiera usted la mierda de su perro a lo mejor bastaba con barrer una calle de cien metros escasos dos veces al día. Pero no se mira, se escucha lo que se debe ver y así vimos ayer alabar la comida del Hospital Clínico, de donde yo no puedo decir más que alabanzas y loores, siendo imposible que la comida sea tan excelsa cuando se cocina a esos niveles. Con que sea comestible y adecuada ya podemos estar contentos, y fijaos hasta que punto de autocensura estamos llegando que ni yo mismo menciono quien dijo eso, lo que cuestionaría aun más el asunto.
Ahora viene cuando tengo que decidir si publicar esto y pedir disculpas a quienes se puedan sentir ofendidos pues no es en absoluto mi intención ofender, si lo fuera no me habría esforzado en ser tan moderado, o bien llevar al límite la autocensura y lo políticamente correcto y publicar una entrada sobre que ya han florecido las mimosas y los narcisos, que ya en los parques de mi ciudad aparecen frutales en flor. Creo que es mi deber de coherencia personal publicarlo a pesar de todo. Sentiré mucho ofender o que alguien se moleste por lo que digo, pero así lo veo y creo que quien lo piense un poquito de razón me dará aunque le moleste leerlo.
Por cierto: han florecido ya las acacias y las mimosas, y aquí allí manchas de margaritas sorprenden en el césped. Lo cortés no quita lo valiente.

martes, 22 de febrero de 2011

Hoy

Halcones de la noche de Hooper. Abrid la imagen y dejaos llevar por ella. Así es este día para mí. Gracias.

sábado, 19 de febrero de 2011

36 años ya.

Hace un año hablé de una amiga que hoy hace años, 36, que murió. Ningún diecinueve de febrero me olvido de ella y este año, tampoco. Permitidme compartirlo de nuevo con vosotros.

miércoles, 16 de febrero de 2011

Maria Antonia Eme Punto. (Séptima entrega)

Un día apareció una gotera en la casa de renta antigua. Poco después volvimos a reunirnos todos en la comunión de la preciosa niña que salía a toda la familia. La gotera creció y el matrimonio acudió al casero que, naturalmente, se negó a arreglarla. Ellos también, la gotera creció, aquello se enredó y pidieron consejo al sobrino guapo que ya no jugaba al tenis en el Canal sino que ejercía de abogado y con consejos tales lograron acabar en la calle, objetivo del casero, con una niña de diez años, sin trabajo y sin nadie a quien acudir. Casi se oía a las hermanas y vecindonas el “¿Ves? Con lo bien que podía estar ella solita en su casa. Tan ricamente”, casi se veían las sonrisas sarcásticas y victoriosas. No hubo otra que abandonar las cinco tétricas calles en que la Mari se había criado y partir hacia el Lugar de la Mancha donde aguardaba la casa materna de Juanjo.

Durante bastante tiempo le perdimos la pista, hasta que un día sonó el teléfono y era ella. Casi organizamos una fiesta pero la cosa no era para tanto, ni mucho menos, llamaba para preguntar por mí, siempre pachucho, y acabó contándonos como su suegra estaba encamada en el primer piso de la casa, cuánto le iba costando subir y bajar las escaleras, pues tampoco podía cambiar sus hasta entonces siempre primorosos zapatos ortópédicos y corses; nos contó como Juanjo bebía mucho, como la niña pasaba casi todo el tiempo en el polideportivo jugando boleibol, también como Juanjo un tiempo atrás había empezado a drogarse en el bar de enfrente y de cómo una mañana la niña subió corriendo las escaleras para avisarla de que su padre le había dicho que fuera a decirla que en cuanto acabara de fumarse el cigarrillo iba a matarla, de cómo casi lo consigue al pillarla sin el corsé que armaba su cuerpecillo y de cómo todo aquello quedó en nada.

Pasaron unos años sin saber nada de ella, en mi casa ya no estaba mi madre, su amiga, descolgué y me alegré como siempre al oír su voz. Era y, sin embargo, no era su voz. Dudaba incluso de mi nombre al principio. Poco a poco me fue explicando que se había caído por las escaleras, “caído”, que por el golpe no recordaba nada de antes, que su hija, con las fotos antiguas y las historias que le había ido contando de todos nosotros, intentaba ir reconstruyendo lo que había sido su vida. Supongo que entre papeles, fotos, agendas viejas aparecimos, preguntó por mi madre. “Sabía que hoy me iba a enterar de algo malo” dijo al oírlo. Juanjo seguía bebiendo, la abuela se había muerto, Juanjo seguía drogándose. Quedó en volver a llamar. No lo ha hecho más.

A Maria Antonia M. hay que dejarla aquí, aturdida, sin, pasado, con una hija aun adolescente bellísima; atrapadas ambas con un amargado, borracho, drogadicto y seguramente rabioso, que amenazaba con matarla y que, posiblemente, a estas alturas ya lo haya conseguido de una u otra manera, si no algo peor. Entonces estas noticias no salían en los periódicos.

Y a uno se le queda el amargor profundo de una interrogante ¿esta es la respuesta de todos los porqués que Maria Antonia M. se hacía junto al brasero en las tardes frías rodeada de paredes grises?

Maria Antonia Eme Punto. (Sexta entrega)

A partir de aquí la historia se fragmenta y ya la voy conociendo a retazos sueltos pues las fuentes –las hermanas, por ejemplo- habían roto con ella y por tanto, como tantas veces, los buenos historiadores han de trabajar con materiales secundarios o terciarios al mismo tiempo que con la única fuente directa de que disponen, en este caso Maria Antonia M. que, como cualquier enamorada, no era de fiar y menos aún cuando no pensaba en admitir errores, fallos o simples imperfecciones. Era mucha Mari, La Mari.

Por terceras personas supimos de una anécdota que dice mucho de nuestra Mari. En cierta ocasión escuchó a dos vecinas de las de toda la vida, sí, justo esas vecinas con las que siempre conviene estar a bien por que si hoy te apuñalan mañana pueden ser quienes llamen a los bomberos o eviten que te desangres. Aquel día tocaba puñalada. “Mira tú, la patizamba, casarse a sus años (serían treinta y pocos)”, “Y anda que pa casarse con un cojo”. Entonces mi Maria Antonia M. dejó salir a su Pacorra y saliendo al rellano soltó: “Será cojo, pero de la polla no cojea, como otros”. Francisquita ya tenía poco que hacer con ella, estaba claro.

Un día despidieron a Juanjo, según ella por que los jefes eran unos golfos, los demás decían le pillaron borracho varias veces haciendo el reparto. El caso es que ahora dependían de la pensión de Don Luis. No sé como consiguieron colocar a Juanjo en una portería mientras sus dolores de pierna empeoraban, en estas estaban cuando Maria Antonia M. decidió dar su penúltimo salto mortal: tener un hijo.

Decisión poco aconsejable que hizo que todos se llevaran las manos a la cabeza. Aquellas caderas no podrían sostener el feto, ni abrirse para el parto, aquella espalda no soportaría su peso, aquellos megadeformes tarsos y metatarsos se debilitarían aun más sin contar con la edad de la madre. Pero, como ya hemos visto pocas cosas, si alguna había, eran capaces de detener a Maria Antonia M. Su médico de siempre comprendiendo el dengue ese del reloj biológico y, desde luego, muchas más cosas que los demás, le admitió la barbarie con las premisas de parto por cesárea –entonces no se hacían tan frívolamente como ahora- y de que le sería imposible amamantar a la criatura. En estas estábamos cuando Don Luis dejó de leer el Espasa, vamos que el hombre pasó a mejor vida y con él se llevó la pensión lo que permitió a las hermanas y demás decir y pensar “¿ves?”, sobre todo cuando a Juanjo le volvieron a despedir también por la misma causa, en el mejor de los casos. Malas lenguas hablaban de cosas más serias pero lo hacían bajito por que no pude enterarme del todo, pero “juego” y “robo” fueron palabras que se susurraron demasiado. La niña nació preciosa y según lo previsto, la familia la llenó de juguetitos y gilipolleces variadas pero escamoteando cuidadosamente nada con que comprar, por ejemplo, la leche o los pañales. La maternidad no apagó el brillo de Maria Antonia M., todo lo contrario, todos sus porqués estaban resueltos, pero tampoco su rabia creciente que se expresaba en un lenguaje digno de mejor pluma que esta pero que resumiré como mortal de necesidad.

Pronto la familia, según lo prometido, fue desapareciendo, y Juanjo, trampeando con empleos que le duraban más bien poco, y Mari pintando vaqueros de plástico a diez céntimos la pieza iban sacando a la niña adelante. Aumentaron los dolores del pie de Maria Antonia M. Hubo que operar y ya no hubo para ella clínica privada sino macrohospital de la seguridad social. Al médico, perdón, traumatólogo, que la atendió tuve el disgusto de conocerle, era de esa calidad humana que considera que para él entrar en un quirófano debería haber un practicable en el techo y bajar envuelto en una capa de lentejuelas rojas al ritmo de la Marcha de Pompa y Circunstancia o de La Cabalgata de las Valkirias, según la prisa que tuviera en rajar, desgraciar el hueso y coser, obviamente acabó en un cargo político.

Maria Antonia Eme Punto. (Quinta entrega)

Hubo más tardes, hubo más reuniones en el centro ante la cada vez más inquieta familia que comenzó a encontrarse con que nadie descolgaba el teléfono por las tardes y que cuando, casualmente, iban a esas horas la puerta estaba cerrada. Las dos hermanas, Madres al fin y al cabo, barruntaban algo, un peligro, o algo peor: una pérdida de control. Y ya puestas a pensar: alguien tendría que ocuparse de su padre, era apenas un matiz en el fondo pero había que completar la frase. Sus cuñados bastante tenían con capear las preocupaciones de sus santas esposas y, en el caso de Abigail, con el estudio de la Biblia, como para prestar atención y Don Luis ni siquiera se olió lo que podía pasar. Lo que no era probable que pasara, lo que para todos era imposible que pasara, lo que no les pasa a personas como ella, por eso ellas habían estado tan tranquilas, por que esas cosas no les pasan a estos niños o niñas, pero que, ¡ah designios de los dioses infernales!, pasó.

No era hermoso y rubio como la cerveza ni mucho menos. Era un cojo, esto dicho en según que bocas es uno de los peores insultos que coloca al insultado siete u ocho escalones por debajo en la escala zoológica. Era un cojo y se llamaba Juanjo. He de reconocer un par de cosas, por un lado que era un cojo –repito el término por que en el entorno era el concepto dominante que oscurecía todo lo demás- que no lo parecía, si se estaba quietecito, claro. Era alto y delgado, con bigote progre –cierto tipo de bigote era signo de progresía en los años previos al 75- pálido y moreno, un hombre más o lo hubiera sido si no fuera cojo. Lo otro que he de reconocer es que no era un cojo simple, no era un hombre que tuviera una lesión en una pierna y Santas Pascuas, una de esas lesiones que se arreglan aunque dejen recuerdo. Era un niño de la polio, esto implicaba, largas estancias en hospitales no siempre en la ciudad o la provincia del niño, hablo de años, no de semanas, implicaba marginación y deformación, rencor y mucho, mucho dolor. Era de algún Lugar de la Mancha y cuando por fin salió de uno de sus larguísimos ingresos nada había en ese lugar que le llamara, no conocía prácticamente a la familia, salió casi analfabeto, con una rodilla destrozada por una evitable y mal tratada infección y a una ciudad desconocida –sólo conocía el Paseo de la Habana y el Bernabeu por que a veces, en plan Gran Caridad, habían llevado a algunos muchachos –los menos deformes, los más presentables que colocaban bien visibles para el No-do (“el mundo entero al alcance de los españoles” pero no el Bernabeu para los chavales contrahechos)- a ver algún partido. De algún modo se había colocado con una motillo repartiendo material para protésicos dentales y no le iba mal. Intentaba ser simpático pero se le derramaba la amargura por los ojos y por la sonrisa. Los niños de la polio rara vez la pueden contener llegados a adultos.

El caso es que Maria Antonia M. se enamoró de Juanjo –a ella la conocí, a él apenas, por lo tanto no puedo afirmar lo mismo- con una pasión impensable en la soltera del brasero de apenas unas semanas antes. La vimos florecer, el luto desapareció, la risa estallaba a cada paso, la broma picante, La Mari se dejó envolver tanto por el primer amor como por creer haber encontrado las respuestas a los porqués. Del amor, las citas, las sospechas familiares, pasó, en otro de sus saltos de ninja, a los proyectos, a esos proyectos que ella tantas veces se había preguntado ¿Por qué yo no? La palabra “boda” no tardó en sonar y su sonido destruyó para siempre serenidad en aquella familia de bien. Don Luis quedó desbordado por el torrente de su niña, pero las hermanas pusieron la proa desesperadamente a tan descabellada idea, ¡casarse con un cojo! Había muchos argumentos contra él pero sobre todo estaba la madre de todos los argumentos, si se casaba perdería la magnífica pensión que le quedaría si seguía soltera. Aquellas mujeres tan decentes, ante la decisión de su hermana llegaron a proponerles el concubinato –hablamos del final del régimen, cuando la sola idea si no era delito le faltaba poco-. Pero ya era tarde para Maria Antonia M. y no estaba dispuesta a dejar las cosas a medias. “En tal caso, dijeron hermanas y cuñados, Abigail el muy cristiano incluido, sobrino guapo y sobrinas esculturales, no cuentes con nosotros para nada”. Y es que es lo que yo digo: nunca llegamos a valorar lo suficiente a la familia.

Eran los setenta y una tarde de sábado fuimos de boda, casáronse en el desaparecido Nebraska (los mejores perritos calientes de su tiempo que desgraciadamente no estaban en el menú), en un ambiente de velatorio que sólo rompía la novia reluciente con su vestido casi de muñeca, con sus zapatos ortopédicos blancos, con su velo y con su azahar y nunca fue más cierto que en estos temas los demás sobramos. Aquí es donde acaban las películas, aquí es donde se supone que está el final feliz.

Maria Antonia Eme Punto. (Cuarta entrega)

Sin embargo, ya dije que bajo la capa de educación burguesa de buena familia, la capa de Francisquita, latía un corazón de Pacorra, corazón volcánico que tenía dos aliados terribles, por un lado mucho tiempo libre –las tardes son interminables, ya lo eran entonces incluso con la señorita Francis y los últimos seriales de Guillermo Sautier Casaseca, incluso con Cesta y Puntos- y por otro un cerebro vivaracho que estaba cogiendo la mala costumbre de hacerse preguntas. Costumbre que la Santa, Asustada, Sobreprotectora, Despótica y Difunta Madre había logrado mantener a raya como el Principito a los baoabs, cortándola de raíz. Peligrosísima combinación que suele generar rebeldía. En el caso de Maria Antonia M. fue una rebeldía feroz e incontenible fruto de tanto tiempo sin dejarla brotar y se manifestó de la peor manera: ¿Por que yo no?, ¿Por qué yo no puedo tener un hombre?, ¿Por qué yo no puedo tener un hijo?, ¿Por qué yo no puedo irme a un cine?, ¿Por qué yo tengo que estar aquí para que todos estén tranquilos? Y así toda una serie de preguntas sin forma concreta pero que tenían una misma respuesta. Lo que no sabía Maria Antonia M. es que nunca nadie debería hacérselas si no se tiene el temple de Agustina de Aragón y los destos del caballo de Espartero. Muchas tardes silenciosas junto al brasero fueron calentando esa mente, dándole el punto exacto para dar el salto que fue, como no, una tarde fría de viento gélido que dejaba las cinco calles desiertas. Quizás si el teléfono hubiera sonado más a menudo, quizás si su padre prestara menos atención al Espasa, quizás si alguna de sus amigas se hubiera quedado soltera o viuda que para el caso da igual –entonces no había aun divorci-, quizás si el sobrino guapo al volver de los campos de tenis del Canal se hubiera parado unos minutos a visitarla nada habría ocurrido. En medio de tantos quizases en esa tarde gélida, oscura, larga y ventosa Maria Antonia M. desempolvó las pinturas de guerra que el luto había arrinconado, se puso aún más guapetona de lo que ya era y, aun con el luto encima, se echó a la calle. Ella, que sólo había ido sin compañía a hacer la compra y a los velatorios de los vecinos del mismo edificio, ella que hasta para ir a ver a una vieja amiga de su madre a media manzana de distancia había ido siempre acompañada. Hace falta mucho valor cuando ya no se tienen veinte años para salir al mundo sin saber andar, casi literalmente, por él dispuesta a cruzar tres de las cinco calles y, aun a riesgo de coger una pulmonía, llegar al centro de actividades para discapacitados. Su Santa, Asustada, Sobreprotectora, Despótica, Orgullosa y Difunta Madre jamás había permitido que ni siquiera se hablara de él delante de su niña. Eso era para cojos, no para señoritas como ella. Imagino que le temblarían las piernas y que en el camino se arrepentiría unas cuantas veces pero llegó. Hace falta mucho valor para algo semejante sabiendo que con esos diez o quince minutos de independencia se resquebrajaba la tranquilidad y el sosiego de los suyos, de quienes, al fin y al cabo, dependía. Vamos que Maria Antonia M. demostró aquella tarde, temblando de frío y de miedo, que los tenía muy, pero que muy bien puestos, si se me permite la expresión que no indica sino una profunda admiración. Todos sabemos como acaban los héroes.

lunes, 14 de febrero de 2011

San Valentin.

¿Creiáis que iba a dejar pasar una fecha como esta? No, hoy Maria Antonia M. abre un paréntesis y deja espacio a una historia de San Valentin, un San Valentín cotidiando y corriente, sin que el Empire State forme corazones con las luces de las ventanas, un San Valentín de un día de sol febrereño.


DOS ROSAS BLANCAS

Marceliano ha salido a pasear como le mandan los médicos, envuelto en su bufanda, su gabardina, su buen jersey con su gorrilla azul marino y ahora vuelve a casa. Los vecinos del barrio están acostumbrados a verle ir y venir del paseo, recoger el pan y recogerse en casa a mediodía. Hoy todos sonríen cuando, como todos los años, le ven de regreso con dos rosas blancas envueltas en celofán. Claro, hoy es el día de los enamorados, y a Luisa, la señora Luisa como él la llama siempre, no le iba a faltar su detalle, siempre el mismo desde que se jubiló Marceliano. Antes, va pensando el hombre, eran otros regalos, pequeñas joyas, algún detalle de lencería,  una figurita simpática, un pañuelo de seda, bombones –entonces no tenían glucosa- y algún que otro espectacular ramo de rosas. En abril Marceliano cumplirá ochenta años, es alto y espigado aunque algo encorvado, lleva un bastón más decorativo que otra cosa pues lo lleva bajo el sobaco; de los ochenta inviernos de su vida sesenta y uno los ha pasado junto a Luisa. Llegaron del pueblo recién casados, cuando llegó todo el mundo a Madrid y desde entonces viven en el barrio, cinco hijas criaron que les hicieron populares entre sus vecinos, guapas, simpáticas y honradas como un sol y hoy el matrimonio es casi una institución en el barrio. Todos les aprecian y saludan, todos les preguntan por el otro cuando por la tarde a la hora del paseo juntos por lo que sea uno no sale. Todos sonríen hoy al verle con sus dos rosas rojas de vuelta a casa. Sólo les extraña que el prudente Marceliano no vaya por la acera como siempre sino cruzando por la calzada sin atender ni a semáforos ni a tráfico alguno. Siempre, sigue dándole a su cabeza cana Marceliano, desde que empezó la moda de San Valentín, o quizás desde aquella película de Conchita Velasco, no ha habido catorce de febrero que no se haya presentado en casa con un regalo para ella. De ahí las sonrisas de los vecinos y de los tenderos. Hoy Marceliano va susurrando algo que nadie puede oír, por eso quizás evita la cercanía de la gente. No, no habido San Valentín que no haya llegado con un detalle, y no ha habido San Valentín que Luisa no haya montado en cólera. Que si “gastarte así el dinero”, que si “no habrá nada mejor que hacer con las perras”, que si “con lo que engordan los bombones”, “anda que con el gusto que tu tienes”, “eso: tira  el dinero en flores, para lo que duran”. Acaba llorando de ira y sin hablarle el resto del día. Un año, lo recuerda perfectamente, con toda premeditación y cabreo se presentó sin regalo y sus hijas fueron quienes dejaron de hablarle una semana después de una bronca a cinco voces: “dejarla así, con lo que te cuida”, “con lo ilusionada que estaba”, “desde luego papá, y mientras no enferme con la tensión como la tiene”, “ya te vale que son cuatro duros como quien dice”, “no se te olvidó el Marca, no”. Por eso hoy Marceliano va susurrando y por medio de la calle, nunca ha sido devoto de nada casi ni creyente, pero hoy va rezando y atravesando las calles sin mirar, pidiendo con toda el alma que un autobús se lo lleve por delante pues se ha quedado sin fuerzas para vivir otro día de San Valentín, otro día de los enamorados.

viernes, 11 de febrero de 2011

Maria Antonia Eme Punto. (Tercera entrega)

Maria Antonia M. vivía de la pensión de Don Luis que como hija soltera e inválida, entonces se decía así, al faltar él recibiría casi íntegra. Una buena paga que le permitiría llegado el caso vivir con la misma holgura que hasta el momento. Pero las hojas muertas seguían cayendo en otoño y la radio ya no era entonces lo que había sido antes; los sobrinos habían crecido y no iban tan a menudo como de jovencitos, los niños de los vecinos ya no correteaban por la casa como cuando vivía su Santa, Asustada, Sobreprotectora y Difunta Madre y su padre comía, siestecita, y volvía a la Biblioteca Nacional para continuar con el Espasa, cenaba y se acostaba. Las tardes de invierno eran demasiado largas, oscuras y silenciosas y, sobre todo, frías, en esas cinco calles indecisas, un poco más allá había cines, cafeterías y hacía el otro lado tiendas, bares, bullicio, pero en esas cinco calles no había nada salvo mercados, ultramarinos, médicos y farmacias. Lo demás estaba demasiado lejos para una señorita ya entrando en años, sola. Nadie sabe de donde vienen las brisas gélidas de esas calles. Las conocí bien, demasiado bien. Una vieja colonia de chalets, (hoy el recuerdo de una mutilación artística más de la ciudad), sin calles, entre casa y casa pasillos con escaleras. Treinta años me pasé tres o cuatro horas frente a esas casas y jamás vi moverse una persiana, pasar a nadie por esas angostas escaleras ni apagarse la luz –día y noche, verano e invierno- de la ventana del primer chalet que tenía el visillo a medio descorrer y tampoco cruzó nunca nadie por delante. Más arriba, un viejo hospital abandonado parecía lanzar aún los gritos de los agonizantes. La casa de María Antonia M. tenía tres escalones para entrar en un túnel siniestro y corto, luego se abría un patio estrecho, gris y lleno de macetas y luz, donde esa brisa fría se arremolinaba para seguir luego su camino calle arriba. Las cinco o seis calles se cortan antes de abrirse a La Castellana, como un muro. Eran por entonces muros grises, opacos, sólo rotos por el verde chillón de las persianas o el amarillo de algún canario que destellaba al recibir un rayo de sol despistado. Hoy han demolido la colonia y en su lugar hay unos edificios horrendos pero rodeados de jardines que iluminan el barrio. Entonces no, entonces cuando Maria Antonia M. se sentaba por la tarde en su salita de estar, junto al brasero, buscando en su calor alivio a sus dolores, escuchando la radio que siempre prefirió a la televisión, mano sobre mano, por que ya no había ajuares que bordar, sólo veía paredes grises hasta que la mortecina luz de las farolas las desdibujaba y aparecían los rectángulos amarillos un momento, justo antes de bajar las persianas para que no se entrara el frío. El teléfono en el pasillo, negro, de pasta, apenas sonaba nunca. La llave en la puerta, la cena, la persiana, la serie de televisión, un poco más de radio mientras las brasas se apagaban y se calentaba la bolsa de agua caliente. Unas sábanas frías, un recuerdo a tiempos pasados, quizás un calmante. Luego el sueño y el despertar con el canario cantando. Iniciar la rutina alegre, activa, hasta la tarde, en que el frío volvía a caer sobre las cinco calles. La tranquilidad reinaba en la familia. Don Luis dormía como un leño seguro de que dejar a su hija bien protegida con su buena pensión y su alquiler de renta antigua que no se podía subir, los hermanos, hermanas, cuñados y sobrinos/sobrinas también lo hacían pensando que con esas premisas nunca tendrían que hacerse cargo de su hermana la inválida, que no les interrumpiría el curso de sus vidas con problemas, incluso la Mari vivía tranquila. De puertas afuera, bajo esas sábanas y eso embozos y a pesar de los moderados consejos de la Elena Francis esa tranquilidad de vez en cuando temblaba

martes, 8 de febrero de 2011

Maria Antonia Eme Punto. (Segunda entrega)

Maria Antonia M. comenzó así un largo rosario de operaciones, recuperaciones, más operaciones que, dado lo sensible de la zona, fueron deformando su cuerpo. Así entre el vecindario, gente de esa pasta espesa de la medianía madrileña del quiero y no puedo pero clavo el puñal donde duele, pasó de ser La Mari a ser La Patizamba. Corsés, calzados ortopédicos y demás instrumentos de tortura pseudomédica acabaron deformando por completo su cuerpo. Pequeña, de senos grandes, resaltados por el wonderbrá involuntario del corsé, caminando con las piernas levemente deformadas gracias a los zapatitos pero con cierta gracia que siempre conservó, La Mari dejó de ser una jovencita, una joven y se hizo mujer.
Maria Antonia M. era lenguaraz, procaz y mordaz. Carita redonda y la risa en los labios y en los ojos, picarona como pocas, y con las manos más bellas, cuidadas y hábiles que yo haya visto jamás. Pequeñas manos de dedos afinados y uñas diminutas, poco más que las de un bebé. Preciosas manos que lo mismo bordaban que te atizaban dos guantás bien calzadas que otra cosa no tendría Maria Antonia M. pero genio y mala uva cuantas queráis imaginar.
Maria Antonia M. vio casarse a sus amigas, vio casarse a sus hermanas, como la copla, y ella, bajo la mirada de halcón sobreprotectora de la Santa y Asustada Madre, ni siquiera estaba compuesta y sin novio asomada a la ventana. Dejaba ir su vida de visita en visita, de bordado en bordado, de “Cesta y puntos” en “Cesta y puntos”. Su cuñada era odiada a coro por toda la familia, sospecho que incluso por su marido, su cuñado se hizo de una secta ultraprotestante y se puso por nombre Abigail con lo que se distanciaron bastante de la familia. Vinieron los sobrinos, bellos ejemplares humanos, dignos de su estirpe y ella pegada a la radio intentando averiguar la letra de ciertas canciones que no se entendían bien, cambiando el agua al canario y ayudando en la casa.
Maria Antonia M. vio, como todos, que los buenos tiempos se iban cuando la Santa Asustada y Megaprotectora Madre enfermó y finalmente, un par de años después murió. Con un par se puso al frente de la casa, de su padre y de su vida en pocos meses. Con sus zapatos de coja, con sus andares, con sus caderas retrepadas y con esa lengua que Dios le dio era cosa de verla por el barrio haciendo la compra y en su casa manteniendo todo como debe ser –como se consideraba que debía ser entonces- sacó La Mari toda su energía concentrada. Retírose el bueno de D. Luis y diole la jubilación no sólo una muy buena pensión sino la muy loable meta de leerse el Espasa completo, yo a eso lo llamo optimismo.
Maria Antonia M. era reina y señora de aquella casa oscura con canarios en los balcones, con geranios bajo ellos y figuritas de damas y caballeros del XVIII, teteras con chinos pintados, luz entrando a raudales por la cocina donde más canarios cantaban hasta ensordecerla y siempre con alguien visitándola excepto, naturalmente, su cuñado Abigail. Era toda una mujer con energías para poner las peras al cuarto en el mercado a quien la llamaba coja, y casi para dejarla peor que ella si la otra se descuidaba un pelín. Era mucha Mari la Mari con su risa contagiosa, su humor subidito de tono y sus manos tan expresivas como sus ojos o un poquito menos.
Maria Antonia M., en cambio, nunca en los años que la conocí que fueron muchos, dejó traslucir en sus ojos, ni en sus manos ni en sus chistes, ni en sus risas, sus dolores. Los huesos de los pies se la iban retorciendo en aquellas botas malayas, la espalda se debilitaba en el corsé y los años iban pasando.
Maria Antonia M. tenía, ya lo he dicho unas manos preciosas, pequeñas y delicadas, aptas como mucho para la aguja y el bordado de ajuares ajenos. Esas manos agarraron las riendas de su vida y de la de su padre pero también el toro por los cuernos y eso fue más grave.

sábado, 5 de febrero de 2011

Maria Antonia Eme Punto. (Primera entrtega)

Maria Antonia M. era la pequeña de cuatro hermanos de buena familia, vamos de la familia de un señor con carrera después de guerra, o sea, buena familia para la época, buen sueldo y con ciertas pretensiones.
María Antonia M. tenía Santa Madre. Doña Paca. Gallega entrada en carnes, poderosa de risa franca y temperamento para acojonar al ejército napoleónico y poner firmes al prusiano. Lengua larga, sin pelos en la idem y con ese instinto para el chantaje emocional que tienen las madres.
Maria Antonia M. tenía padre, con minúsculas, al lado de la grandeza a lo alto y a lo ancho de Doña Paca el pobre don Luis tenía que ir con minúsculas y muy menudas. Callado y buena gente don Luis pasaba la vida del trabajo en un buen puesto en Telefónica a casa sin más distracción que los telediarios, las visitas y “Cesta y Puntos” (Nota:  “Cesta y Puntos: concurso que bajo la forma de un partido de baloncesto se enfrentaban dos colegios a base de preguntas, o sea un concurso para empollones y sinceramente insoportable que permaneció en pantalla del 65 al 71 presentado por una inolvidable voz, Daniel Vindel, que hacía lo que podía, como uno nunca fue empollón –digan lo que digan los demás- detestaba aquella exhibición de pedantería estudiantil-paternalista-televisiva.)
María Antonia M. tenía tres hermanos: Luis, el mayor, ingeniero que trabajaba en el Canal , Raquel que, como estamos en Madrid, era conocida como La Queli y Carmen, vivo retrato de su Santa Madre en abundancias carnales y risas opulentas. Los tres eran tres hermosos ejemplares humanos, cada uno en su estilo.
Maria Antonia M. vino cuando ya sus hermosos hermanos habían dejado de ser niños y no sé bien si fue un regalo para Doña Paca o lo que llamaba una amiga, el resbalón de la menopausia.
Maria Antonia M. era muy madrileña viviendo en la frontera sutil de Chamberí y Cuatro caminos, es decir entre el Madrid de Francisquita y el de La Pacorra, en esas cuatro o cinco calles que no se deciden a ser ni de un bando ni de otro. A un tiro de piedra de la aristocracia y al mismo tiro de piedra pero en el otro sentido del chabolismo.
Maria Antonia M. fue niña regalada y mimada, preciosa criatura que en su temperamento llevaba más bien a La Pacorra que a Francisquita con lo que era conocida en el mundo como La Mari.
Maria Antonia M. recordaba que un día al salir de casa luciendo sus trece años cubiertos de ropita cara, encajes y demás adornos y perifollos adecuados y decentes de niña de los cincuenta vio un barullo en la esquina y, como buena española, acudió corriendo a ver que pasaba y no sé si había sido un atropello o un accidente, el caso es vio un cadáver lleno de sangre. Se impresionó y a esa impresión achacó ella siempre lo que ocurrió. Volvió inmediatamente a casa ya enferma y pronto empezaron los preocupados padres a acudir a uno y otro médico y a otro, y a otro más. Yo de vestíos no entiendo pero el diagnóstico fue algo parecido a un tumor junto a la médula. Claro que lo emitió un traumatólogo que algunos conocíamos como “Er Carnicerito” por su afán a meter el bisturí a lo primero que se dejara.

jueves, 3 de febrero de 2011

Cosas de Madrid

Digo yo que si eso es un panecillo, ¿que entenderemos en esta tierra por hogaza? Claro eso solo puede ocurrir en una ciudad donde la plaza que está más a Occidente del casco antiguo se llama Plaza de Oriente y en la que los reyes tienen los monumentos más grandes cuanta menor es su importancia, que tiene un monumento al diablo y una Casa de Correos sede de la Autonomía conocida como Gobernación, y un Ayuntamiento conocido como Palacio de Correos o en plan chulesco "El Notre Dame de las Comunicaciones" -esto sólo en los años 20-. En fin que cuando hagamos la calle de la Hogaza en el rótulo aparecerá un colín.
Perdonad el localismo pero no me he podido resistir y así, de paso, quienes no conozcais esta ciudad os vais haciendo una idea para cuando lo hagáis.