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jueves, 31 de enero de 2013

De cisnes, mujeres y... pulpos

Llegué a esta casa con tres años hace cincuenta, no es de extrañar pues que en una vida hayan ido apareciendo rincones, recovecos y madrigueras en los que se refugian, esconden o guardan pequeñas cosas o grandes recuerdos. Digo todo esto a cuento de haber reiniciado mi labor reorganizativa de espacios líricos que diría un ex-profesor mío y de uno de esos reencuentros inesperados cargados no se sabe si de alegría por recuperar el objeto amado o de melancolía por el tiempo que sintetiza y te devuelve como una caricia y como una bofetada.
Corría el verano del 68, ay, Señor, ¡del 68! Para los niños de entonces los veranos eran largos, muy largos y lejanos, exóticos y libres. Para mí, urbanita y un tanto peculiar en gustos pues eso de matar gatos y cortar rabos a las largartijas nunca me emocionó lo más mínimo. Por aquello de cambiar de aires íbamos los tres meses a un remoto, remotísimo, pueblo del sur. Pasando el fin del mundo a mano izquierda. Cierto que hoy hubiera sabido disfrutar sus encantos desérticos, sus playas enormes, la soledad de las tierras aun no vejadas por el turismo. Hoy habría disfrutado de ello, entonces los techos de caña, la irregular llegada de la electricidad, sin televisión, apenas la radio se escuchaba a ratos y con las manos en la cintura de Adamo sonando en el tocadiscos de los adolescentes de la casa no eran en absoluto algo que me motivase lo más mínimo. Eran en gran parte los miedos infantiles lo que me hacía estar tan incómodo en aquel lugar dejado de la mano de Dios. Sobre mi proverbial miedo a la oscuridad había otros elementos que, inexplicablemente, me inquietaban sobremanera: uno era la gran cantidad de galgos vagabundos que recorrían la playa, me gustan los perros pero no cuando son más grandes que yo ni cuando aparecen por docenas; otro eran los niños del pueblo, ojos tristes, descalzos (lógico, pleno verano y en la playa) y con los mocos colgando, siempre; recuerdo especialmente a Frasquito, que a la hora de comer llamaba a la puerta –es un decir pues siempre estaba abierta- “vengo por los desperdicios”, era la peculiar recogida de basuras del pueblo. El tercer elemento que me mantenía en permanente estado de alerta eran los albinos. Nunca había visto a nadie albino pero allí abundaban los niños albinos. Unos albinos peculiares pues no eran de piel blanca sino muy bronceados lo que aun les daba un aspecto más inquietante. Hoy me parecen hasta seductores esos cabellos pero entonces me ponían atacaito de los nervios.
Yo era un niño raro que prefería los cuentos de princesas y hadas a las Hazañas Bélicas, y aún hoy cuando veo las reediciones lujosas de aquellos cuentos me arruinaría comprándolas. Mi idea de un castillo era el de La Bella Durmiente, no el torreón defensivo y medio derruido que presidía aquel pueblo y, por encima de todo, mi idea de lo civilizado pasaba por que hubiera luz todas las noches y por que cuando lloviera no pasara el agua entre las cañas.
Acostumbrado a que en casa éramos pocos aquella casa estaba habitada por ciento y la madre, primos que iban y venían, amigos, más primos, aquello era un caos para mi mente. Por otro lado tampoco tenía todavía el hábito de leer más que tebeos que allí no llegaban, además yo era el más torpe de todos los chicos, casi el tonto y lo cierto es que las compañías de mi edad en aquella época no me interesaban lo más mínimo; aún hoy esa generación, la mía, no deja de resultarme ajena y marciana. Me entendía mucho mejor con los adolescentes, esa generación que ahora tiene los sesenta y…, me sigue ocurriendo, soy alguien que tenía que haber nacido a finales de los cuarenta o a mediados de los setenta y nací en el 59. No es que me entienda mejor con los treintones pero por lo menos esa generación tiene una actitud vital menos amarrada que la mía. Sólo tenía como compañía mis soldaditos. No es cierto, también tenía otras compañías aunque no menos especiales. Los primeros Asterix publicados en España por ejemplo, que me llevaba de casa, claro, las inyecciones diarias, compañía poco grata pero sin duda presente, ah, y las diarreas que animaban mi vida como el circo romano la de la capital del imperio, y que no se me olviden las alergias variadas que hacían que todo aquello que supiera a algo (pescado “azul”, embutido) me produjeran una reacción cutánea espectacular. Durante las siestas, si había suerte, se cogía en la radio no recuerdo que emisora donde escuchaba “Un capitán de quince años” y luego… se dejaba de oír. Yo que era el rey de Radio Madrid por entonces, sin mi amada radio. Claro que tampoco necesitaba muchas más compañías, seamos sinceros. Los adolescentes tenían entrepiernas de las que ocuparse y con los chavales de mi edad ya dije que no hacía buenas migas. Siempre estaba solo pero jamás me aburría, quizás por que siempre he ido al margen de todo, he desarrollado una serie de técnicas para estar siempre liado con algo. Recuerdo especialmente aquel verano del 68 un juguete inesperado que vino a hacerme más llevadero el verano.
Los tebeos no llegaban al pueblo, ni en broma, pero las revistas de cotilleo sí, no sé como pero llegaban. Ahora que lo pienso alguien las debía encargar a la capital por que sí no, no me explico por que estaban allí. Tampoco había tantas, sólo Semana.
Todo esto viene a cuento por que el otro día en una de mis campañas organizativas encontré un sacapuntas. Vaya cosa ¿verdad? Pues sí, vaya cosa. Claro que no es un sacapuntas normal. Es un cisne blanco entre cuyas alas está el sacapuntas. Helo ahí:

Me lo compró mi madre en la única tienda del pueblo, uno de los pocos caprichos que allí me podía conceder y se convirtió en el único toque de civilización que veía alrededor. La de lagos y espejos que ha cruzado ese cisne en mi imaginación, la de princesas que han volado a sus lomos, la de bailarinas que le han contemplado mientras esperaban que el soldadito de plomo les dijera por ahí te pudras. Cuarenta y … años después sigue evocándome todo aquello siendo sin serlo más cisne, más real, más glamouroso que cualquier otro. Sin embargo, trae a mi mente otros recuerdos que no lo son tanto.
Lía Uyá representó a España en el festival de la Oti de 1974 con la canción Lapicero de madera. No he conseguido encontrarla pero la idea es que el olor del lapicero venía a ser como la magdalena de Proust, y algo así como mi estilizado cisne sacapuntas.
La casa donde pasábamos los veranos –creo recordar que ya he hablado de ella en alguna ocasión- tenía un “porche” con tejadillo de cañas sobre soportes de maderos, un bordillo encalado de la altura de una silla que a menudo funcionaba como banco, dos peldaños que daban directamente a la playa y el suelo de cemento.
Frente a la casa había una isla de rocas pardas, en realidad eran dos pero una de ellas apenas una roca un poco gorda. Por lo que decían los zánganos adolescentes que iban allí a menudo, a veces nadando, veces en botes, había buena pesca. En realidad los adolescentes de aquella casa tenían un duelo vulgar de “a ver quien la tiene más larga”, metafóricamente hablando claro, pues ambos primos se odiaban, sin paliativos. Como si fueran Caín y Caín, pero en primos hermanos. Lo cierto es que más de una vez volvieron con una buena carga de erizos de mar y un par de veces con meros algo más que grandes. El olor a mero todavía me revuelve el estómago y no ha habido régimen que haya conseguido que lo coma y el erizo de mar me parece un bicho decorativo pero una de esas cosas que me sugiere : “eso no se come”. A veces era peor.
A veces los chicos venían con pulpos, ¡que cosas verdad!, pues sí, venían con pulpos bastante grandecitos, más de un metro tranquilamente. Si por entonces hubiera conocido el art nouveau, hubiera podido encontrar algo de glamour en aquel bicho repugnante. Sin embargo, aparte de el asco, el recuerdo que tengo es otro que habla de la femineidad, la pulpeidad y la atónita mirada de un crío de nueve años ansioso de algo bello y, sobre todo, no doloroso ni brutal en medio de aquel secarral ajeno a mí hasta en sus más mínimos detalles.
Entre las Madres de familia de la tribu había una, andaluza, especialmente salerosa, del tipo esférico, siempre risueña. Cuando llegaba el pulpo, trofeo de macho vencedor, LA MADRE por excelencia del clan, se llevaba un gran disgusto, siempre se llevaba un gran disgusto y montaba un circo, pasara lo que pasara, desde que el hijo llegara tarde a que sobraran dos sardinas de la comida. Tras la función correspondiente, a la que nadie salvo yo prestaba atención alguna que no fuera la convencional para cubrir las necesidades de vedettismo de la protagonista, llegaba la Madre andaluza salerosa, agarraba al pulpo, le daba la vuelta del revés, o sea el interior hacia fuera, como un calcetín, lo cogía de lo que debía ser su estómago o algo parecido y lo golpeaba brutalmente contra el cemento del porche, una y mil veces, decían que para quitarle no sé qué, supongo que sería para ablandarlo. La imagen era brutal, feroz, despiadada, aquella mujer por lo demás encantadora era la encarnación de una furia del averno (si yo hubiera sabido que era eso) desencadenada; recuerdo el extraño sonido del animal, entre viscoso y duro, contra el suelo y a todo el mundo mirando.
El cisne que me compró mi madre resultaba ser el único rasgo con un cierto grado de belleza, glamour si queremos, y serenidad al que me pude agarrar aquel verano. Durante los setenta los cisnes se pusieron de moda en la decoración casera y, dentro de lo posible, me hice con unos pocos. Cuando me hice mayor, esa tontería de los dieciséis años me parecieron cursis, almibarados y definitivamente insoportables así que me deshice de ellos. De algún modo el sacapuntas escapó de la masacre pajarera. En cuanto a los pulpos, para mí, simplemente no existían sino como cosas sobre las que hacer documentales, tan es así que hace apenas un par de años que puedo comerlo, pues antes su textura me hacía vomitar directamente. Natalie Portman me devolvió el interés por el sinuoso capricho de la naturaleza que es el cisne, animal con muy mala uva, dicen; y la revisión de Hokusai me hizo ver al octópodo de otro modo. No puedo por menos que reírme cuando pienso que mi sacapuntas-cisne apareció justamente cuando estoy investigando sobre la iconografía del pulpo y la mujer.
Por que la mujer es el tercero de los elementos. Cuando oigo hablar generalizando, como si fuera un absoluto, de mujeres frágiles, débiles, sometidas, invisibles, recuerdo a aquella andaluza salerosa girando sobre sí misma para tomar impulso, la violencia del choque de los tentáculos del animal y la presteza en preparar el siguiente golpe y me limito a levantar la ceja y pensar como somos capaces de engañarnos los humanos.

domingo, 27 de enero de 2013

Domingo

En realidad esta entrada es el reflejo de las experiencias vividas hace unos cuantos años, ahora no dejan encender hogueras en casi ninguna parte.
Imagen tomada del blog de J.J. Comas R.
Desde luego el domingo no es mi día predilecto ni mucho menos. Lo cierto es que las mañanas domingueras tienen muy mal arreglo. Si se opta por salir de la ciudad, malo: atascos de salida, los pueblecitos tan monos en la foto –e incluso en día laborable son los fines de semana una debacle de búsqueda de aparcamiento, tabernas llenas, (eso incluye un porcentaje no cuantificado de borrachos deambulando y al volante algunos incluso desde el sábado a las cinco) y, si hay un producto típico (Dios nos asista), colas para comprar el pan, las morcillas o las chuletitas de cordero. Si lo que se pretende es comer en plena naturaleza esa parada es la primera escala. Luego hay que buscar un trozo de campo donde asentar los reales, lo que viene a ser como encontrar aparcamiento. Conseguida esta proeza nos pondremos a comer por que entre una cosa y otra ya pasa de la una, eso sí, entre los humos de las hogueras “para la paella” y los balones que cruzan el aire como meteoritos. Este tipo de mañana dominguera suele incluir niños y suegra o suegros, pero esa es otra historia. Entre el pan rústico, las morcillas, las chuletitas más las tortillas de patatas con pimientos y las “cocretas” de la abuela, se come directamente como un gorrino en un charco pero, eso sí, con cierta angustia por que hay que irse pronto para no pillar la caravana de entrada. En una familia idílica esto suele ser la causa de la decimoquinta bronca matrimonial del día, así que ni comento lo que puede ser en una familia normal. Además en vano. Un axioma infalible es: por muy pronto que inicies el regreso el atasco ha llegado antes. Siempre. Resumiendo: se llega a casa a las diez de la noche con los niños histéricos, el matrimonio peleado (o sea, igual que cuando salieron pero corregido y aumentado), las morcillas en la garganta y las cocretas exactamente en el otro extremo del tubo digestivo, oliendo al humo de las hogueras y teniendo que levantarte a las seis.
Si por el contrario se opta por comer en un restaurante, la cosa varía, pero poco. En lugar de esperar las colas para las morcillas, las chuletitas y el pan, se esperan para las morcillas, las chuletitas y los mantecados u otro dulce típico –riquísimo, no seré yo quien lo niegue pero sólo apto para estómagos recios, con refuerzo de placas metálicas-. Luego hay guardar cola para pillar mesa para comer. En esa comida suelen ocurrir varios fenómenos simultáneos: se come una comida grasienta, se bebe de más y se acaba discutiendo, por este orden, con el cuñado, los suegros y la pareja si se va en familia; si se va con amigos, con esos grupos de parejas y los niños en los que la mitad son amigos y la otra mitad enemigos mortales estos fenómenos convergen en un cierto nivel que acerca al crimen o al divorcio. Una cosa no varía: “volvernos pronto para no pillar caravana” y con el mismo resultado, pero con agravantes. Consisten éstas en que siempre –y digo siempre- hay uno o varios amigos que “conocen un sitio” con una cerveza -o unos churros, o una cerveza con churros-, que están soberbios; y, claro, ¿Cómo no parar a tomarse una caña? Total: que, además de la caravana, se hace un número indeterminado de paradas para las cañas, dos o tres más para que las chicas las expulsen y cinco o seis para que los niños de unos u otros que se han engullido los mantecados como si no hubieran comido en tres meses (si la madre de uno de ellos es la cuñada de tu mujer, no faltará el comentario: “no me extrañaría” susurrado por tu santa) vomiten, a menudo en la tapicería de tu coche. Resumiendo, llegas a casa a las once, repitiendo la grasaza de la comida, los niños enfermos, tu pareja que no te habla por aquel comentario en la comida y, si lo hace es para culparte de no haber prestado atención más que al puto fútbol , de que los niños vomiten y de estar borracho, cosa ligeramente cierta por que si no, no osarías culparla por haber comprado los mantecados, por el escote y por hacerte parar ¡seis veces, seis! para mear. Claro que esa discusión se acaba para entrar en el debate –eterno de si treinta y siete grados es o no fiebre-. Abreviando: que acabas el domingo en urgencias, con el aparato digestivo colmatado gracias al cordero, los mantecados y la cerveza, con un inicio de rescacón y pensando que te tienes que levantar a las seis.

miércoles, 23 de enero de 2013

Japón y yo

Mis relaciones con Japón se iniciaron muy tempranamente, de hecho fue con una serie de dibujos animados titulada Hashimoto-san (1959-63) aunque aquí se emitió unos pocos años después, un delicioso ratoncito capaz de machacar a cuanto gato se le pusiera por delante, tenía su esposa y dos hijos, todos vestidos a la manera japonesa y vivían en una clásica casa japonesa. Acababan los episodios con toda la familia como si estuviera en un escenario y con Hashimoto diciendo: “Dice un plovelbio japonés […] Sayonara” y hacían una profunda reverencia. Estoy hablando de cuando yo tenía unos siete años, como mucho. Durante años mi querencia anduvo difusa pues, como tantos, no distinguía bien Japón de China, luego fue el descubrimiento de las geishas y su explosión de colorido y de delicadeza. Finalmente fue un artículo publicado en YA por el Dr. Vallejo Nágera sobre la figura de Mishima resumiendo un libro suyo titulado “Mishima o el placer de morir”, ilustrado con las famosísimas fotografías que hizo Tamotsu Yato del escritor en fundoshi posando en un dojo con una katana. A esas alturas yo ya estaba perdido. Llegado el momento en la universidad, dado que no me dejaban meter el diente en la pintura española, reservada a vacas sagradas varias y no a tesinas de licenciatura, me volví a encontrar con el artículo, que había aprovechado para un trabajo en la carrera y aquello acabó convirtiéndose en una tesis doctoral de mil páginas y bastantes publicaciones. O por mejor decir, acabó por convertirse en lo que llenó mi vida durante más de la mitad de mi vida. Aún hoy, por más que intento alejarme de él, siempre acabo delante de una novela japonesa, un poema o admirando una de sus pinturas en tinta.
Tengo la desgracia de interesarme por la cultura en su conjunto, no sólo por los netsukes, el Palacio Katsura o Hokusai. La cultura de un país y de un momento son totalidades indivisibles y no se puede entender la parte sin el todo. Digo desgracia por que eso implica un mayor conocimiento y no siempre el conocimiento sea algo positivo. Sobre todo si no pierdes tu sentido crítico y tienes bien asentados tus principios éticos.
Ah, la ética. Eso fue lo primero que me enganchó de Japón, valores estrictos, que se cumplen a cualquier precio, el valor de la palabra dada, del vínculo personal. Valores que son la médula de la cultura japonesa. Todo ha cambiado en el Imperio, todo, de ser un país voluntariamente aislado, a ser una potencia del Eje, a ser un motor de la economía mundial, todo cambiaba menos esa médula esencial. Incluso en la literatura más actual, vemos, en más o menos primer plano, la vigencia de aquellos valores, en combate con la ausencia de los mismos que occidente le regaló con derrota en la Guerra del Pacífico.

Sin embargo, en esa misma profundidad de la esencia japonesa siempre había detectado yo una cierta dureza emocional digna de admirar en muchas ocasiones. Por ejemplo: cuando alguien cometía un error, en el peor de los casos se suicidaba o le hacían suicidarse. No hablamos de crímenes sino de errores. Otro ejemplo: no se cuestionaban las decisiones de los mayores y se les trataba con el mayor respeto por muy canallas que fueran o muy equivocados que estuviesen. El peso del confucianismo es enorme en la cultura japonesa y la anulación del individuo frente al grupo, la preeminencia del interés del Imperio frente al interés del individuo, (China el interés prioritario entre familia e Imperio, moralmente hablando, era siempre el de la familia) son rasgos propios de Japón. La opción japonesa es pues de una dureza emocional espantosa, pero tenía una salida digna: si las deudas (la relación del individuo japonés y el mundo se basa en el concepto deuda, para con los padres, los antepasados, los gobernantes, el Emperador y hasta con cualquiera que tenga la más leve relación con él) entraban en conflicto se cumplía con una y para demostrar las buenas intenciones, se suicidaba uno y salvaba el honor, y en muchas ocasiones, el patrimonio familiar, todo hay que decirlo.
En Japón la estética es el colmo de la exquisitez en cualquiera de sus manifestaciones. Es una especie de veneno adictivo, sin embargo, esa estética puede cegarnos, hablo por experiencia, y no ver qué hay detrás. El ejemplo clásico es el sable japonés, los diversos tipos de sable japonés. Se puede uno pasar horas y horas perdido en la contemplación de la pureza y elegancia de la curvatura de su hoja, en el sutilísimo juego de texturas del acero, los leves matices que diferencian sus partes, el sorprendente dibujo de su línea de templado. La hoja del sable se un prodigio de la escultura moderna, mil años antes de la escultura moderna. La metalistería alcanza en el sable alturas inconcebibles no sólo en el prodigioso proceso de la forja de la hoja sino en las guarniciones que la “visten”, riqueza de aleaciones, temas iconográficos, filigranas difíciles de creer, armonía suma en el conjunto que, sin embargo, casi pierde importancia cuando se coge en la mano la empuñadura del sable. Míticamente se dice que tienen vida propia y cuando se ha sostenido un buen sable japonés es muy difícil no creerlo: ligero, demasiado ligero para ser obra de mano humana, se desliza por aire como obra de la naturaleza para hacerlo, es fácil dejarse llevar y sentir su vibración vital que no siempre controlas. Su belleza puede, y a menudo lo hace, lograr que olvidemos que todo ese derroche tiene un único fin: decapitar.

La estética japonesa es exquisita y extremadamente delicada. Embriagadora en cualquiera de sus manifestaciones, no sólo en las artes habituales sino en las más pequeñas cosas como el mero arte de envolver. Poner unas flores más o menos corrientes en un jarrón, o servir el té, o más interesante aun, el don de pasar desapercibido, el shibumi. El peso de la estética es abrumador por lo menos a los ojos occidentales. Literariamente es evidente desde el origen de la literatura hasta nuestros días, es más en literatura se destila y confunde como otra aleación con el sublime arte de sugerir, entonces alcanzamos cotas inimaginables. Con Lafcadio Hearn creo que esa es la clave del alma japonesa. En Japón –y sé que simplifico salvajemente- todo está envuelto y sugerido de una forma bellísima. Hay un relato que lo expresa mejor de lo que pudiera hacerlo yo. Era de larga tradición cortesana los concursos o juegos basados en improvisar poemas, pensemos que son poemas extremadamente cortos (aunque por entonces aún no se había creado el ahora imprescindible haiku), pasatiempo cortesano por excelencia, obviamente. Cuentan que en cierta ocasión al llegarle el turno al Emperador compuso un poema alusivo y halagador para uno de sus ministros, una obra bellísima con un casi inapreciable error: el tiempo del verbo iba en pasado. Realmente ese poema no era sino una orden de suicidio que el ministro cumplió al instante.
Si volvemos por un momento, sin dejar de mantener la fascinación estética a distancia, a los principios filosóficos del Imperio nos volveremos a encontrar con el brutal peso del Confucianismo y el neoconfucianismo. Esta importancia vital para la estructura mental japonesa produce frecuentemente lo que algunos autores llaman una “moral sin amor”, contraria al espíritu budista, otro de los grandes pilares de su cultura. Moral sin amor, pero moral, siendo básico para ella la veneración a los antepasados y la deuda contraída con ellos por el hecho de nacer, como tuvo que aclarar para los vencedores del 45 la maravillosa Ruth Benedict. El conflicto es viejo, ya en los primeros cincuenta, el escueto y duro director Yasuhiro Ozu lo abordaba en su inigualable “Tokyo Monogatari” (1953) pues la cultura tradicional del poder absoluto del anciano estaba chocando con las nuevas formas de vida, a pesar de lo cual sigue recibiendo el máximo respeto, al menos exteriormente.

El interfecto
Esto, claro hasta el día 21 de enero del 2013 en un tal Taro Asô que ocupa el puesto de Ministro de Finanzas dijo “que las personas mayores deben “darse prisa y morir” para dejar de ser una carga para el Estado, que debe pagar su atención médica”, refiriéndose a quienes no pueden alimentarse por sí mismos como “gente del tubo”. El guayabo en cuestión tiene setenta y dos años. He aquí una referencia más concreta aunque a estas alturas y lo habéis leído todos: http://www.lavanguardia.com/internacional/20130122/54362240617/ministro-finanzas-japones-ancianos-darse-prisa-morir.html

En Japón a esta situación se la define como “se le ve la cola de zorro”, por que los zorros convertidos en hermosísimas mujeres eran descubiertos por que se les veía la cola por debajo del kimono. Bien, a él ya se le ha visto la cola de zorro, no sólo se ha enfrentado al más básico de los principios de todas las culturas y especialmente la suya sino al primero de los derechos humanos. El paso siguiente ¿Cuál es? ¿decidir a qué edad hay que morirse? ¿acabar con los enfermos? ¿el exterminio de quienes no sean neoliberales? En otros viejos buenos tiempos a este ser ya se le había obligado a suicidarse si era, como parece serlo, de los que carecen de honor para hacerlo de motu propio. Pero el hecho de que a estas alturas (20 h. 04 minutos del día 23) aun no haya sido cesado fulminantemente está dejando ver la cola del zorro del gobierno japonés, que aunque no pase por su mejor momento sigue siendo uno de los más poderosos del mundo. Que ni el Vaticano, ni, que yo sepa, ningún gobierno haya tomado algún tipo de medida, vuelve a dejar que se vea la cola de zorro, pero ya no del gobierno de un país. Ojalá. No sé como rematar esta entrada, sinceramente, los matices, las consecuencias, la ofensa profunda a todo el género humano, es de tal calibre que hasta a mí me faltan palabras.


Una sugerencia

domingo, 20 de enero de 2013

Hoy cumplo 54 años

Hoy cumplo 54 años y he recibido un primer regalo: me han rajado dos ruedas del coche, hace veinte días me rajaron las otras dos. Ha sido conmovedor.
Hoy cumplo 54 años y hay una parte de mi familia que tiene la costumbre de morirse a esta edad justa. Menos mal que de los de mi generación todos han sobrevivido a esta edad. Uf.
Hoy cumplo 54 años y apenas aparento 53. Soy como Dorian Gray, pero sin retrato.
Hoy cumplo 54 años y no voy a soplar velitas por que me he puesto a dieta radical para recuperar mi apolínea silueta después de las navidades, además, lo mismo no tengo fuelle.
Hoy cumplo 54 años y me he regalado "Las aventuras de Tadeo Jones", una peli muy adulta.
Hoy cumplo 54 años y apenas me he dado cuenta de que los he vivido, eso lo decimos todos al llegar a cualquier edad. Lo malo es que la vida tiene dos ritmos: el cronológico implacable y el de las fases que uno debe cubrir. El de las cosas que deben llegar y no llegan, las experiencias que debes vivir y no vives, los ciclos que debes cerrar y no cierras por que ni los has abierto. Esperas que llegue lo que tiene que llegar para hacerte adulto y como no llega no terminas de sentirte adulto. Un eterno adolescente que no quiere ser Peter Pan por que es un ente insufrible pero que no se considera completamente adulto, diga el calendario lo que le salga de las grapas.
Hoy cumplo 54 años y soy de esas personas que pueden celebrar dos cumpleaños anuales, el primero y el que conmemora que te escapaste por un pelo, aunque no estés seguro si eso fue lo mejor, en vista de las perspectivas.
Hoy cumplo 54 años y me alegro de cumplirlos. "Si no envejeciera me moriría", dijo Mark Twain.
Hoy cumplo 54 años y es San Sebastián y, tengo entendido, que también es la fecha dedicada Thor, dios del trueno. Tamborradas y truenos, está claro que lo mío es ser ruidoso.
Hoy cumplo 54 años y Carlos III cumpliría unos cuantos más. 
Hoy cumplo 54 años y nada de cuanto pensé lograr me rodea. Mi chispazo de luz entre dos tinieblas está vacío, sin ni siquiera buenos recuerdos. Quiero pensar que "todavía".
¡¡¡¡¡Hoy cumplo 54 años, coño!!!!!, con lo que me ha costado llegar a cumplirlos. Ya era hora.

miércoles, 16 de enero de 2013

Letanía de Madrid (homenaje a Ramón) y 6

Madrid es: que sean necesarios los bomberos para descolgar a La Paloma.


Madrid es: morir en los puentes.

Madrid es: ovejas sueltas en Alcalá.

Madrid es: el prometido e inexistente monumento a los bomberos muertos en Saldos Arias.

Madrid es: vagones reventados.

Madrid es: la consciencia del bombardeo.

Madrid es: vivir entre dos destrucciones.

Madrid es: portales siniestros y portales egregios juntos e igualmente inadvertidos.

Madrid es: olvido.

Madrid es: una mercería en La Prospe.

Madrid es: que casi ningún madrileño reconozca a la Virgen de Atocha.

Madrid es: que en la ofrenda floral a La Almudena haya que dejar las flores en un contenedor.

Madrid es: que nadie conozca el himno oficial.

Madrid es: una caña de cerveza.

Madrid es: incomprendidos bocadillos de calamares en Casa Rua, El Brillante, La Campana.


Madrid es: una manifestación.

Madrid es: parejas de monjas en torno a Mayor.

Madrid es: que las flores sólo alegren la ciudad en Difuntos.

Madrid es: un tío en Alcalá (ni es tío ni es ná)

Madrid es: el Tío la Lista, La Loca la Buhardilla, el Calborota La Vecindad, la Fiera Corrupia

Madrid es: una mujer calcinada en su silla de ruedas.

Madrid es: un bebé abandonado en un contenedor.

Madrid es: que no exista Alvarado.

Madrid es: una tortilla de escabeche.

Madrid es: el ratoncito Pérez en durmiendo en la calle del Arenal

 
Madrid es: rojo inglés.


Madrid es: una vieja puta llena de putas viejas

Madrid es: Flor Alta, Válgame Dios, Rompelanzas, Cedillo del Condado, El Pez, Don Pedro, Las Aguas, Elfo, Melancólicos, De los Ciegos, Ternera, Pelayo, La Palma, Dulcinea, Españoleto, Miguel Servet, Greco, Ave María, El Oso, Lealtad, Amnistía, Espejo, Independencia, León, Tintoreros, Hileras, Priora, Delicias, Esperanza, Humanitarias, Codo, Rollo, Leganitos, Santiago el Verde, Ventorrillo, Santa Ana, Princesa, Seminario de Nobles, Clavel, Miraelrío Alta, Sombrerete.

Madrid es: La Chata en Rosales, Galdós en el Retiro, Valle en Recoletos y un barrendero en Benavente.

Madrid es: un recuerdo.

Madrid es: Maravillas, San Miguel, La Cebada, Tudescos.

Madrid es: un mercadillo sorpresivo cada día.

Madrid es: la agonía de una eterna despedida.

Madrid es: la bandera arcoiris en un tejado de la plaza mayor.

Madrid es: una sonrisa inesperada de una desconocida.

Madrid es: puñaladas por unos plátanos gratis.

Madrid es: un grito en la procesión de La Paloma “Que viva el cuerpo de los bomberos”

Madrid es: un tanatorio de lujo en medio de una verbena.

Madrid es: una guerra civil larvada entre merengues y colchoneros.

Madrid es: moratón y chichón debajo de la rodilla por el golpe en un bolardo mientras miras lo alto de algún edificio (aportado por el Deme)

Madrid es: escuchar “en Madrid no pasa nada y si pasa, se le saluda”

lunes, 14 de enero de 2013

Ana Lizarán

Me acabo de enterar del fallecimiento de Ana Lizarán, ocurrido el viernes, creo. No la vi actuar en muchas ocasiones pero siempre me pareció una actriz soberbia pues marcaba con su presencia la escena donde estaba. Nunca la vi actuar en teatro pero admirando su inolvidable interpretación en "Actrices", por ejemplo, imagino que verla en un escenario debía ser una experiencia memorable. Se ha ido joven, con mucho por decir. Una vez más comprobar como nos van dejando solos aquellos a quienes admiramos y desde la cercanía-lejanía de conocerles sólo por su trabajo, amamos. Adiós, sra Lizarán.
Con la despedida de esta magnífica actriz se acabaron las despedidas en este blog. Razones: no soporto personalmente en este momento más peso, hablar de mis queridos cómicos cuando se van es enredar aún más en el dolor de su pérdida y no está la Magdalena para tafetanes. 

sábado, 12 de enero de 2013

Invierno

Empieza ahora el periodo que más detesto del año, ese invierno eterno que en Madrid puede acabar en junio. Ese frío implacable enmascarado con un sol radiante, ese viento serrano que se filtra y da igual la ropa que lleves, ese prolongarse como si nunca fuera a acabar. Casi llevamos un mes de invierno pero es ahora cuando realmente empieza, las fiestas, con su ajetreo y demás, logran distraernos de su crueldad, pero ahora tenemos por lo menos tres meses de gelidez, de hostilidad y tristeza. Eso si no tenemos la negra y le da por llover, que entonces, apaga y vámonos.
Como siempre la belleza es el único bálsamo para las heridas, las anuales, las recientes y, sobre todo, para las viejas, muy viejas, que uno cree cicatrizadas y se reabren una y otra vez a la menor ocasión. A veces esas heridas llevan literalmente más de media vida sangrando y supurando, resistentes a tratamientos y pócimas.
Entonces encuentras una imagen como ésta, siglo XIX claramente, de la que no sabes nada, que quizás no tenga nada para pasar a la historia, pero te pierdes unos minutos en ella con una sonrisa, la galantería, el juego de seducción, la armonia de rosas en el vestido, el virtuosismo del pincel. Cuando te encuentras de nuevo y vuelves a tu mundo el anestésico ha hecho efecto y puedes seguir adelante, engañándote pensando que, esta vez, ha cerrado la viejísima herida para siempre.

martes, 8 de enero de 2013

Epílogo navideño: de actitudes, citas y traiciones.

Bueno, pues el Espíritu de la Navidad Presente tiene todo un año para recuperarse de la resaca, del empacho, del exceso de colesterol, de los kilos de más y de las decepciones. Así que en esta última entrada navideña hasta dentro de once meses quiero hablaros de corazón a corazón. Así, en castizo: a calzón quitado. Sé que cuando llega diciembre me desmeleno y parece que me vuelvo medio pirado, que Papá Noel ha vomitado todos los adornos en mi casa y que empiezo a decir cosas poco habituales en mí, esas cosas que lleva uno encerradas y que decide soltar de vez en cuando. Ahora, en estos extraños días de niebla que transcurren entre Reyes y San Sebastián toca volver al orden, la rutina y a poner las cosas en su sitio. Entre las muchas cosas que hay que poner en su sitio, además de las figuras de los ocho Nacimientos y tres árboles que tengo montados en casa, es la idea de la Navidad, mejor dicho, la perspectiva desde que la miro el resto del año sin que quite en absoluto mi pasión por ella. Para eso y para demostrar que no soy un chiflado navideño sin interrupción quiero recoger aquí el mismo texto que recogí en mi primera incursión navideña del año pasado, sólo que con una ligera variante.
Susan Sto, nieta de la Muerte en los libros de Mundodisco en versión cercana Tim Barton. Todo un personaje.
Para ponernos en antecedentes la nieta de la muerte en los libros de Mundodisco del gran Terry Pratchett trabaja de institutriz y responde así a la pregunta de la niña –Twyla- sobre si existe Papá Puerco, equivalente obviamente a Papá Noel.
-“Allí donde la gente sea obtusa y absurda… y allá donde tengan, aun siguiendo los criterios más generosos, la capacidad de atención de un pollito en medio de un huracán y la capacidad indagadora de una cucaracha con una sola pata… y allá donde la gente sea estúpidamente crédula, está patéticamente apegada a las certezas que aprenden de niños y, en general domine tanto las realidades del universo como una ostra domina el montañismo…sí, Twyla, Papa Puerco existe”
De debajo de las mantas no vino más que silencio, pero ella notó que su tono de voz había funcionado, las palabras no habían tenido ningún significado. Aquello, como podría haber dicho su abuelo, era la esencia de la humanidad”.
Sin embargo, en el mismo libro, “Papá Puerco”, el propio personaje de la Muerte, por cierto gran amante de los gatos y con más vida dentro que la mayoría de los demás personajes, dice una frase que, para mí y desde hace muchos años es la esencia misma del Espíritu navideño: “Los humanos necesitan la fantasía para ser humanos. Para ser el punto donde el ángel que cae se encuentra con el simio que se alza”. Después de años intentando expresarlo en estas dos citas se resume mi manera de vivir la Navidad: un acto de voluntad para mantenerme agarrado a este mundo y para conservar la ínfima y absurda luz que quedó en la caja de Pandora.

 

Así vivo o intento vivir yo la Navidad y ahora, al cerrar el ciclo navideño anual, casi fuera de tiempo, cierro el paréntesis. Este año, sin embargo, es un espacio cruel.

Como en todas las vidas las expectativas siempre son defraudadas por lo que desde demasiado joven aprendí a no tenerlas. O a tenerlas en la mínima expresión. Este año, este mes y medio de la Inmaculada a hoy, día 8 de enero del 2013, sólo tenía una mínima expectativa: que alguien, llamase a mi puerta, se sentara una hora a charlar conmigo y se tomara un café. Alguien cercano afectiva y geográficamente, sí parte de la familia pero de esos casos raros de personas a las que si no fueran de tu familia también apreciarías. Podía haber sido al revés, un telefonazo y un “sube a tomar un café”. Como los vampiros yo he aprendido en carne propia que más vale que te echen una vida de menos que un segundo de más y nunca comprometo ni a que me visiten ni a que me inviten. Por lo visto esperar que alguien me quiera lo suficiente –y no hablo de amor romántico- como para dedicarme una hora en Navidades es pedir demasiado.

Era la única expectativa que tenía, la única “ilusión”, era el único daño que nadie me podía hacer –enfermedades aparte-, lo único que podía traicionar mi cariño por esas personas. Pues esa ha sido la Traición de esta Navidad. Una puñalada al desgaire, ni siquiera intencionada, un acto tan simple como la indiferencia que se siente cuando te cruzas por la calle con un desconocido. Una vez más el amor que pongo en alguien me ha vuelto a ser escupido a la cara, y eran los últimos que me quedaban. Lo bueno es que a ese juego sabemos jugar todos, aunque perdamos, lo malo es que volveré a querer a alguien y a confiar en él/ella y todo se repetirá inexorablemente.

viernes, 4 de enero de 2013

Ocho viñetas navideñas

Como Espíritu de la Navidad Presente que soy os debo una explicación y esta explicación que os debo os la … digo, no. A ver no. Es que Berlanga y Plácido como gran cuento de Navidad hispano me pueden. Decía que como Espíritu de la Navidad Presente (ya dopado a base de Almax y Lexatines, Prozacs y Poleos-menta) forma parte de mi naturaleza, como el acebo o el muérdago, el humor. Si uno no sabe reírse en estas fechas ya me diréis cuando puede hacerlo. Ah, y la belleza, o, en estos casos, la creación artística que refleja la vida. Lo dicho: pasad y conocedme mejor. Aunque sea a través de estas viñetas inequívocamente americanas que han cocacolonizado la Navidad.



-Jo, jo, jo. Mirad estos angelitos jo, jo, jo, jo. Tan dulces, tan tiernos. Sin embargo, sus cartas no me han llegado y eso que las he comprobado todas… dos veces. Las que sí llegaron fueron las de sus padres. Me pregunto para que querría el padre una prueba de ADN y la madre una botella de ajenjo. Míralos, se han quedado dormiditos esperándome. ¡Que barbaridad! Como huelen a alcohol, les habrán puesto una inyección, pobrecitos. Les dejaré un bastón de caramelo más para compensar.
En plena posguerra que para USA supuso un esplendor de crecimiento económico, o así lo quisieron hacer ver, el gran pintor aunque más conocido como ilustrador Rockwell nos ofrece esta imagen de una dependienda de unos grandes almacenes después de la última jornada antes de Navidad, una obra maestra -que viendo como están hoy las pobres dependientas es totalmente realista- pero, al mismo tiempo un canto al más rabioso consumismo capitalista.
Igualmente de Rockwell, del año 48, es esta imagen que no dice lo que está pensando el recién llegado que viene a ser ¡¡¡¡¡SOCORRO!!!!!
Jonh Falter, 1952, casi sin comentarios.
De nuevo Rockwell. La familia entera se asoma a la ventana y estalla de alegría: ¿vienen los abuelos?, ¿ha llegado Santa?, ¿el tío desaparecido en Corea ha aparecido sano y salvo? No: Papá se ha comprado un Bentley. ¿Hay algo más navideño?
No sé de quien es ni el año pero la moda nos pone en la segunda mitad de los cincuenta, se titula "La fiesta de la gaseosa". Al fondo los adultos celebrando la Navidad, en primer término los jovencitos celebrando su Navidad, el del centro deja caer los ojos sobre el aparentemente recatado escote de la jovencita, sonríe no sabemos si por el escote, la jovencita o el rozamiento trasero que tan feliz parece hacer al muchacho de la izquierda. Ah, seguramente habrá una navidad para dentro de unos nueve meses más tarde, antes de que el chico descubra qué le hacía más feliz.
Del año 48 también es esta idílica escena navideña, con la que todos hemos soñado. Miremos bien la imagen e intentemos ver que piensan sus "felices" protagonistas.
Madre: Sí, con una pulsera quieres acallar tu conciencia por que te beneficias a la secretaria, a la telefonista y a la chica del supermercado. Si no fuera por que yo me ventilo a tu socio Jimmy, te ibas a enterar.
Padre: Ha picado, se cree que me cepillo a la secretaria, nunca sospechará que es a Jimmy a quien me cepillo.
Hija: ¿Y con esta baratija como pago yo el aborto? A ver si Jimmy se hace cargo del asunto, que para eso es el padre, creo.
Hijo: Jo, que bien, asi, a lo mejor, si dejo jugar al socio de papá con el tren me deja de tocar el culo.

Angus McBrbe, 1975. Con lo que se demuestra que lo importante de la Navidad es estar con quien quieres y... como quieras.

miércoles, 2 de enero de 2013

Una incómoda reflexión navideña

Hay sin duda al menos dos opciones para enfrentarse a la Navidad con “cierta edad”. Supongo que ninguna de ellas es del todo positiva, estoy seguro que en ambas se manifiesta la profunda inmadurez del animal humano. Una, la más extendida y con mejor predicamento, la que hasta resulta de “buen tono”, es la de minimizar e incluso rechazar frontalmente todas y cada una de las manifestaciones navideñas, lo que podríamos llamar “reacción Scrooge”. La otra es celebrar cada una de esas tradiciones apasionadamente. Para que esta opción no resulte absurda y hasta ridícula a los ojos de la gente de orden conviene tener una excusa: los niños son perfectos para este menester, pero no suponen la única posibilidad. Ser un dedicado belenista también es aceptable, pero pocas excusas más resultan válidas. Vamos, que o eres un patriarca con hijos o nietos o sobrinos en su defecto o eres un artista con poderío y espacio o eres un patán ridículo a quien se mira por encima del hombro, con una sonrisa condescendiente y no sin cierta lástima. A esta segunda opción la llamaremos “salvar los muebles”.

En cierto sentido esta segunda posición ante las fiestas tiene un punto (o varios) de heroísmo, como todas aquellas que implican bajarse del tren que monta la mayoría y como hace tiempo que los héroes son una especie a extinguir, que priva el afán de camuflarse entre los demás y que cabalgamos entre lo peor del más radical individualismo y lo peor del pensamiento único, resulta que está segunda opción va mermando considerablemente. Sobre todo esto hay que añadir el hecho de que para tomar esta opción hay que esforzarse en varios sentidos.

Primero el de averiguar qué se piensa realmente, cosa que con los crecientes adoctrinamiento y adocenamiento es labor harto ardua, así que mucho mejor es dejarse llevar y no tener que pensar ni, menos aún, decidir. El sueño de todos los poderes: políticos, económicos, sociales y, ojo que en este tema son importantes, religiosos.

El segundo esfuerzo a realizar sería al mayormente físico, aunque no sólo, de “hacer”. Hacer compras, tiempo habrá de tratar la economía navideña, “pensar” (oh, cielos) en regalos, montar adornos, construir Nacimientos y demás. Cierto es que, una vez superado el natural instinto que nos empuja a la “Ley del Mínimo Esfuerzo” hay que enfrentarse al lado no físico de “hacer”: los fantasmas, lamentablemente no los de Scrooge. Todos hemos vivido Navidades, sobre todo las de nuestra infancia, para algunos todas fueron desgraciadas o siniestras incluso, para otros hubo de todo y para unos pocos afortunados fueron pequeños paréntesis de felicidad; del mismo modo a cada uno le despertaron diferentes espectros, a los unos recuerdos trágicos y a los otros, alegres pero teñidos de melancolía por que el tiempo no pasa en vano y nada es como entonces.

Aun reconociendo que este es el aspecto más difícil de afrontar no se puede dejar de lado el hecho físico de “hacer”, la pura acción. Estoy hablando de los pequeños gestos que “amueblan” la Navidad: llevar a los niños a Cortylandia (o similar), visitar a quien hace tiempo que no vemos, quizás en una residencia de ancianos, quizás enfermo, deprimido o en duelo. En esto de las visitas hay que ir con cuidado para no caer en una de las peores lacras de la humanidad, la caridad vacía y estúpida cuyo único fin es ganarse el cielo sin importar el suelo. No, a lo que yo me refiero es a visitar o llamar al menos a esas personas que realmente nos importan y que, por ir dejándolo o por que la geografía también impone sus leyes, no atendemos como nos gustaría. Hacerlo con personas a las que no se quiere no es más que otra forma de ofenderlas con tu lástima. Siguiendo con los pequeños gestos, escribir unas líneas, buscar unas imágenes en la red y enviarlas a tus allegado, descolgar el teléfono y charlar unos minutos por el puro placer de compartir, poner en la mesa un adorno (hablo siempre de cosas que no suponen un especial desembolso: cualquier cosa que haga esa mesa diferente, valdrá).

Bajar de los altillos las piezas del Nacimiento o del árbol –o de ambos-, improvisar los adornos sobre la marcha, guirnaldas de palomitas, pajaritas de papel, estrellas recortadas con papel de aluminio, un misterio silueteado y recortado. Hay, sin embargo, algo que es absolutamente necesario poner encima de la mesa a la hora de hacer y es, curiosamente, lo que muy rara vez ponemos: cariño, mimo, o simplemente atención. Vamos, que San José no esté mirando al tendido, la Virgen no parezca peleada con el Niño, tampoco es que haya que ser un artistazo. Claro, todo esto es esfuerzo, hay que “hacerlo” y sólo tiene sentido si se quiere sembrar recuerdos, pequeños momentos para quienes nos rodean y para nosotros mismos. Si te da igual, si esperas que sean otros quienes lo hagan, si sólo sientes un “cariño social” por los tuyos o si eres el eterno cabreado por que las cosas no son perfectas o, como tantos, por que un día descubriste el asunto de los Reyes Magos y no lo has superado, entonces no vale la pena que te tomes la molestia.

A esto me refería cuando decía al principio que las dos opciones quizás sean pruebas de inmadurez. Los unos por rebelarse negando ante el hecho de que los Reyes no se llaman Melchor, Gaspar y Baltasar, que las expectativas nunca se cumplen, que la magia no se hace sola y que son sus manos y su voluntad quienes la hacen. Los otros por querer revivir ilusiones y gozos quizás infantiles, por no asumir que para nosotros no pueden volver, por refugiarnos en las formas del dolor de las Navidades pasadas y perdidas, de la ausencia hasta del recuerdo de una Navidad especial, apacible, negándonos a admitir que no exista. Preparamos el escenario, intentamos recrear esa magia sin querer ver que, cuando se conoce el truco, la magia pierde mucho y que por muy bello que sea el decorado no hay función sin actores.

Ahora viene la gran pregunta ¿Cuál es lo que podríamos llamar “actitud adulta” ante estas fiestas? Cualquiera que sea propia, elegida sin dejarse llevar por corrientes de opinión, modas, enfados, ñoñeces o presiones. Ser Mr. Scrooge o El Espíritu de la Navidad Presente, pero por que realmente seas tú quien decida, no la pereza, el deseo de no “significarse”, la vanidad o la desidia.

Un último detalle: días hay muchos, Navidades son cinco días al año, y que, por eso, se graban más. Si viviéramos cien años sólo viviríamos 500 días de Navidades y algo más de 36500 días. Y no vamos a vivir cien años.

El Espíritu de la Navidad Presente (que ya vive a base de Lexantines)