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martes, 28 de enero de 2014

¿Victoria de la Marea Blanca?

 Hoy se está diciendo en los medios que las Mareas Blancas han vencido a la Comunidad de Madrid, que se ha ganado el pulso contra la privatización infame, uno de cuyos objetivos, según confesión de uno de los pretendientes al reparto del pastel, era fomentar el turismo sanitario para beneficio privado con inversiones públicas. 
Un alto ejecutivo de la casa Bayer de toda la vida ha dicho que hacen los medicamentos para "quien los pueda pagar, no para indios pobres".
No hace un año un "ministro" japonés dijo que los ancianos tenían que darse prisa en morirse. 
Hay instituciones sanitario-benéficas internacionales de reconocida labor que atienden millones de enfermos y... no consumen calmantes. 
La Ley de Dependencia no sólo ha sido vaciada de contenido sino que a los pocos que les valía de algo se les está retirando y el "ministro" de "justicia" pretende aumentar desmedidamente el número de dependientes, o eso, o llenar clínicas portuguesas y francesas, obviamente privadas, él sabrá cual es su objetivo. Teniendo en cuenta su trayectoria con la obra de la M30 que salió más cara que el Canal de Panamá lo que pase por ese cerebro es un misterio insondable. 
Con estos datos ¿de verdad podemos creer que las alimañas van a soltar la presa? Prestas están para otro zarpazo, seguramente mortal esta vez. Quienes tienen la capacidad de continuar planteando la lucha no deberían permitir bajar la guardia. 
Ayer y hoy los medios no hacen sino tentarnos a confiar, incluso una "señora" que acudía a uno de los cuatro hospitales de gestión privada decía que en los de gestión pública sólo se ven los médicos en la puerta, no trabajando. Naturalmente era en una de las cadenas sucursales de Teleaguirre, la cólera de Dios, pero ahí estaba, sembrando. Me pregunto a qué hospitales irá esa pájara, qué gana o si sólo considera más "chic" ir a uno de gestión privada. 
Ojo, no confiarse, tienen preparado otro zarpazo, ¿después de las europeas?, ¿después de las municipales autonómicas? No lo sé, pero están ahí, las alimañas listas para acabar con el más débil. Confiar en ellas es como aquella fábula de la serpiente, de ellas sólo cabe esperar lo peor. Ante ellas, España más que ningún país debería saberlo, no cabe bajar la guardia o lo pagaremos muy caro. Al fin y al cabo son los nietos del señorito y el cacique.




viernes, 24 de enero de 2014

Dos emes en realce (tercera entrega)



Hubo un día, ya adolescente, que su abuelo materno tuvo una larga conversación con el tras una de las palizas paternas entre caprichosas y semialcohólicas cuyas causas nunca quedaban claras y que eran el pan nuestro de cada día en lo que quedaba de los hogares de los cuarenta. Manolo a menudo habla de aquella charla que vino a resumirse en que con su padre las cosas siempre serían así pues así habían sido con su abuelo desde el suicidio del bisabuelo; que él vería si se quedaba o se iba pero que si se iba tenía que ser ahora, cuando aun no se había pasado a mayores y todavía podía labrarse una vida fuera del valle.
-Pero, tenlo presente, si te vas no vuelvas por mal que te vaya todo. No vuelvas jamás a menos que puedas tirarles el dinero a la cara a todos. Si no, mejor dejarse morir bajo un puente.
Así fue como Manolo, la otra eme bordada en realce, salió del pazo en ruinas para no volver hasta pasados más de treinta años, con unos pocos duros en el bolsillo que le dio su abuelo, la clásica maleta de madera y un bachillerato prendido con alfileres que se caían a una velocidad alarmante. Por entonces, entre varicelas y catarros, Mariola aprendía sus primeras letras.
Nunca fue buena estudiante y tampoco se la exigía ni se esperaba más de ella, pero se lo pasaba bien en el colegio cuando podía ir, claro. A menudo, después de una de sus enfermedades su madre decidía que le vendría bien un cambio de aires y la enviaba con alguna de sus tías que nunca tuvieron claro si la mandaba a sus casas para que se recuperara o para hacer de criadita barata. Cuando no era así y pasaba la convalecencia con los suyos, su alcoba al caer la tarde se llenaba de muchachas cargadas de libros camino de regreso a casa. Pronto, ella y las demás, fueron dejando a medio acabar los estudios, alguna hubo que llegó a maestra para no ejercer jamás, y las visitas a la eternamente convaleciente Mariola se fueron convirtiendo en tardes de costura y, muy poco después, de ajuares. Tantos juegos de sábanas para Pepi, tantas mantelerías para Luci, sin prisa pero sin pausa lo propio para Andrea, su hermana que se eternizaba en un noviazgo poco entusiasta desde los trece años con Fernando, estudiante a la sazón de Derecho e hijo de los dueños de la mejor joyería de la ciudad. Por compromiso (o burla quizás), de vez en cuando, alguna de las chicas decía “podíamos ir haciendo el de Mariola” pero era ella la primera en reírse y dar largas al asunto. Por eso cuando llegó el momento hubo que encargar y comprar a toda prisa la mitad de las cosas.
Cuando Manolo dejó la casa familiar aun faltaba mucho para toda la historia de los ajuares. La maleta de madera era un equipaje demasiado ligero para emprender una vida y más aún con los estudios mal asimilados de puro prendidos con alfileres aunque los buenos oficios del párroco hubieran conseguido que los cuatro y medio fueran seises, los seises, ochos y los escasos sietes, sobresalientes. No sé si en la recia maleta o en su cabeza con orejeras bien orientadas llevaba también algunas cosas como el olfato para detectar quien mandaba donde, saber cómo y qué podía sacar de ese alguien, el servilismo vulgar ante el poder por mínimo que fuera y un sentido innato de superioridad de clase que le permitía –y permite- aislarse cómodamente manteniendo infinidad de relaciones sociales que basaba oscilando entre el servilismo a la condescendencia con una peculiar y envidiable habilidad.
No suele hablar mucho de casi nada que no sea convencional, conveniente y previsible y por previsible quiero decir que domina como pocos el arte de saber lo que se espera de alguien de su edad y condición y cada palabra se ajusta a lo que se supone que debe pensar y decir alguien como él. Más si en general habla poco aun menos lo hace de aquellos primeros años lejos del terruño por lo que las fuentes, tan necesarias para el historiador serio, son escasas, unas pocas pinceladas inconexas y deslavazadas que no permiten rigor alguno. Pocas cosas se pueden afirmar pues de ese tiempo, tan pocas como que entró en un ministerio a temprana edad y que fue recorriendo el país de destino en destino, fugaces referencias geográficas que poco aportan al conocimiento del personaje, ni siquiera sus gustos pues en nunca comenta la belleza de tal o cual paisaje o ciudad lo que deja al observador perplejo dudando si lo hace para no ofender o por absoluta incapacidad de percibirla.
Si nos encontráramos a Manuel unos años después, pocos antes de conocer a Mariola y ya cercano a la treintena, nos costaría reconocerle. No se ha convertido en el hombretón que prometía, el último estirón ha sido escaso en altura que no en amplitud de hombros. No sería eso lo que nos haría pasar a su lado sin saludarle sino el, por mejor decir, los sutiles pero rotundos cambios en sus rasgos que no sólo han cobrado la firmeza del adulto sino que también una ambigüedad expresiva que resulta desconcertante incluso en perfecta quietud. Los ojos son mansos, dulces, inteligentes pero sin la curiosidad juvenil que le conocíamos, inspiran sin duda confianza, o lo harían si sus labios finos no hubieran adquirido un peculiar rictus autoritario. Si a la confianza de los ojos traicionan destellos de ira contenida, al despotismo de su boca contradice la sonrisa apacible, casi permanente que se borra en las situaciones convenientes, por ejemplo: cuanto está solo.
Para terminar con su aspecto diremos que Manuel era estas alturas un joven atildadísimo, siempre perfecto, sin una arruga ni una mota de polvo en la americana. Si se me permite un comentario personal diré que era casi imposible imaginarle en pijama a menos que fuera de raso o seda y aun así las neuronas le pondrían por su cuenta una sobria corbata.
Sin embargo, los años habían dejado otras cosas además de las transformaciones visibles. Por ejemplo, que por fin su padre se había volado la cabeza con una escopeta de caza en mitad del monte como era previsible y de agradecer pues así se enteró medio pueblo sin que nadie se llevase un susto de muerte. Recibió la noticia en el otro extremo del país y ni siquiera intentó llegar entierro. Murió apaciblemente su abuelo, recibió la noticia destinado a apenas seis horas de tren de los cincuenta pero tampoco hizo nada por acudir a despedirle. Como tampoco movió un dedo para ir a las bodas de sus hermanas. De hecho, nuestro hombre ni siquiera contestaba a telegramas, cartas urgentes o invitaciones, no de un modo especial al menos. Le bastaba la carta semanal del jueves cuya tarde dedicaba a la correspondencia sin fallar una, aunque lo parezca no era tarea baladí pues en cada uno de sus breves destinos oficiales había trabado diversas amistades. Curiosamente, nadie de su edad había pasado a engrosar la lista de quienes recibían sus atenciones de los jueves por la tarde, todos los miembros de tan selecto grupo eran mayores y… mejor situados, ah, casi se me pasaba por alto que tampoco encontraríamos en sus cuidadas cartas de caligrafía perfecta y lamentable ortografía ninguna mujer, excepción hecha de sus hermanas y un par de venerables y casi ancianas viudas de algún difunto jefe directo suyo que conservaban aun buenos contactos y recibían cartas mensuales de aquel joven tan atento.
Observémosle “in illo tempore”, un jueves por la tarde a la vuelta del trabajo en la habitación de la pensión, sentado a la pequeña mesa, envuelto en un batín, aun con la corbata perfectamente anudada comprobando a quien toca responder y a quien escribir sin esperar respuesta. Letra picuda, armoniosa y legible, un gozo de ver con sus renglones perfectos –escribía sobre un papel recio donde había rotulado poderosas rayas negras que se dejaban ver a través de casi cualquier papel-, sus márgenes –literalmente- trazados con tiralíneas, su firma artificiosa y clara con un trazo final que medio tachaba elegantemente el nombre, esos sobres modélicos con los sellos perfectamente encuadrados. Lo dicho: un verdadero placer estético… con faltas de ortografía.
El resto de su tiempo libre solía salir a divertirse con compañeros de trabajo y edad, no sé como pues no le gusta el cine, ni el teatro, ni leer, bebe por compromiso con una moderación excesiva y los toros y el fútbol eran y son para él poco más que algo para participar en las conversaciones de los compañeros del trabajo. Lo que sí sabemos a ciencia cierta es que pasaba mucho tiempo en la iglesia, no sólo en las misas de domingos y días de precepto, sino también muchas horas sentado solo en los bancos meditando. Allá donde iba buscaba un director espiritual, casi siempre el capellán del centro oficial donde iba destinado, con quien confesaba de dos a tres veces por semana escrupulosamente.
Así las cosas le destinaron durante un par de años a la oscura y opaca ciudad castellana donde Mariola ya había abandonado los estudios y se dedicaba a reponerse una y otra vez, en el tiempo que le quedaba libre seguía el eterno juego de ajuares y ya iban empezando a aparecer canastillas con primores para los retoños de las amigas más lanzadas. Una ciudad más para Manolo que se apresuró a presentarse al capellán y hacer con él una confesión general de su vida de soltero casi treintón; seguramente algo más le confesó a este sacerdote que no había dicho a los otros o simplemente le pilló en un mal día. El caso es que le negó la absolución y le aseguró que estaba condenado si no había una seria enmienda en su vida. Cuando se lo oí contar me parecía estar en otro siglo pero no, era el XX e iban a empezar los sesenta o ya habían empezado. No me resultó difícil, sin embargo, imaginar el impacto en aquel hombre de casta de suicidas de semejante afirmación pues aun muchos años después se perturbaba profundamente al comentarlo palideciendo y bajando la voz hasta el susurro.

viernes, 17 de enero de 2014

Java de los corruptos, digo, de las viudas, tonto estoy.

Se levanta el telón y se ve un escenario urbano con carteles de bancos, inmobiliarias y un rótulo grande que grite más que ponga: Ayuntamiento. Entran por derecha e izquierda los coros de chicas y boys, parte de arriba de ejecutivos/as y parte de abajo luciendo cachas como corresponde al género. Todos llevan carteras y sobres, la vedette lleva en lugar de plumas un plumero en la cabeza hecho de sobres y e-mails. Por supuesto bajará la escalera que saldrá del balcón del Ayuntamiento que está sujeto por andamios. El número será a dos voces, abajo la espera el boy con el culo más resaltado y enganchado en el tanga un precio en euros.

Ay que triste ser el primo
Que a un corrupto añora
Añora.
Por que se llevó el arrimo
Que daba hasta ahora
Ahora.
No hago más que blanquear
No me puedo consolar
Y es que pienso con tristeza
Que ya con presteza
No me va a pagar.
Ay
Por que se dejó trincar
Y estaba la luna
Luna.
Ay.
Aunque me dejó lo mío que es una fortuna
Una.
Una finca con recalificación
Preferentes sin pudor
Y por eso busco a un hombre
A quien luego nombre
Yo mi corruptor.
Ay corrómpame usted
Lo que a medias el otro dejó
Hágalo para que
No acabe imputado yo.
Se acabó mi luna de miel
Y se fue mi pasta con él
Ay corrómpame usted
Lo que a medias el otro dejó
Hágalo para que
No acabe imputado yo.
Defraudé
Y estoy sin pastón
Ay


domingo, 12 de enero de 2014

Enero

Espero que me hayáis echado de menos estos días que llevo de retraso, me hago esa ilusión. Entre las historias navideñas, cogerle el puto tranquillo al nuevo ordenador y su nuevo windows y cierta crisis personal consecuencia de la comida navideña, sin contar las habituales peplas de salud, que no son nada pero joden cantidad, no he podido prácticamente hacer nada, ni en el blog ni fuera de él. 
Comenzamos año con este Enero sombrío pero bello al menos en la alegoría de Gaspar Camps, un poco ligerica de ropa la veo yo a esta mozuela pa estar en los días más fríos y tristes del año. Enero, el mes sin ninguna flor ni cosecha. El mes de la puerta hacia el nuevo año y de despedida del viejo, el mes en que los días empiezan a crecer pero la gelidez de su alma nos impide verlo. Hoy en Madrid hace un día siniestro, triste y casi amenazador. Vamos que si la mozuela saliera de aquesta guisa por los madriles tal que hoy acababa con los pulmones malamente, y eso que frío, lo que se dice frío, no hace, es casi peor.

jueves, 2 de enero de 2014

Reflexión navideña

Esto es un juguete pero el de mi casa era exactamente igual.
Rainer Maria Rilke dijo algo que siempre me ha parecido aterrador: “La patria de un hombre es su infancia”. La verdad es que no sólo me ha parecido aterrador sino una solemne majadería. Sin embargo, estos días me estoy encontrando, o estoy viendo por primera vez después de tenerlos delante de las narices toda la vida, que la gente no llega a salir nunca del lugar, el ambiente, la clase social y hasta de pautas de comportamiento sociales de su infancia, hasta el punto de, prácticamente, negar la realidad o, peor aún, trabajar contra ella. El ejemplo navideño me viene de perlas pero, desgraciadamente no es el único: personas que hablan de lo bonitas que eran las navidades de su infancia, algunas sin nada que comer o con un arenque a palo seco, de lo bien que se lo pasaban y se quedan en eso,  en el lamento por el pasado perdido. Personas sanas (bueno, todo lo sano que está alguien hoy día, o sea, no mucho), con hijos y nietos sanos, alegres (No hace falta que sean nietos, no me remito a personas de “cierta edad”, es más genérico que todo eso) que no sólo se enclaustran pensando en lo rico que estaba el pollo del año 67 que asó su abuela, o en lo bien que lo pasaron la Nochebuena del 95, sino que sabotean con saña la actualidad. Un querido bloguero decía que en Madrid vivía exilado de su tierra, lo que resulta alarmante dada la edad y el tiempo que llevaba viviendo en Madrid. Deduzco pues que si la patria de un hombre es su infancia, su vida será un perpetuo exilio.
Podría llegar a entenderlo en las infancias felices, esas que aparecen en los cuentos, las películas o que incluso es posible que existan, sobre todo por la tendencia innata a idealizar el pasado, pero no en las infancias dominadas, y hablo de casos muy cercanos a mí, por las palizas, el hambre, el alcoholismo, la miseria y el desprecio. La inmensa mayoría de la gente cuando habla de “mi casa” se refiere a la de su infancia. El desgarro que supone, que me supone a mí, oír a mi gente decirlo no es expresable. Todo lo que haya logrado, el respeto, la seguridad, los hijos –o sea, yo- la misma propiedad material, nada es sentido como propio. “Mi casa”, es una jaculatoria letal para la realidad. Tu casa es esta, la otra donde te quitaste el hambre a bofetadas, donde te consideraban enferma mental, donde te daban un día sí y otro también palizas mortales, de donde tuviste que escapar, esa ni siquiera existe. Pero para ellos lo que no existe es esta casa, donde se les quiere, se les respeta, donde están sus hijos. Nada de eso tiene valor. A veces parece que ni existimos. Sé que no es una experiencia única –espero que no lo sea pues sería asunto grave- pero sí que es demoledora para el último eslabón de la cadena, o sea yo. En resumidas cuentas que va a resultar que es cierto, que la patria de un hombre es su infancia y el resto exilio.
Mi patria es pues un tiempo oscuro y frío. Tiempo de enfermedad y, sobre todo, de dolor. Miento. Lo que dominaba mi patria y queda como souvenir no deseado es el miedo. Miedo profundo, difuso y continuo.  Mi infancia transcurrió en una lucha por la supervivencia más estricta a causa de la enfermedad que me convirtió en una criatura frágil, enfermiza y aterrada ante los tratamientos dolorosos a los que nos sometían a las víctimas de la enfermedad. Cualquier cosa hasta al menos los ocho años podía llevárseme por delante de modo que, por miedo al contagio y para evitar enfriamientos, fue una patria solitaria. Un desierto frío, oscuro y doloroso. Junto a la cocina de carbón para no enfriarme, esperando al practicante (siempre esperando el dolor inminente) jugando con mis soldaditos, oyendo la radio que ponía mi madre, solo con ella. Anoche lo descubrí: esa es mi patria. Llegué a esta aceptación de la frase del poeta pensando en la causa de mi pasión peterpanesca por la Navidad. Era en estas fechas cuando entraba un poco de luz en mi patria. Cuando se ponía el belen, que veía muy poco pues estaba en el salón más frío aun, se oían villancicos, llegaban felicitaciones bonitas y un día, embozado hasta no poder moverme me llevaban a ver juguetes para la carta a los reyes. Uno de mis primeros recuerdos es un luminoso en la esquina Arenal-Sol en el que con bombillas habían hecho las siluetas de los tres reyes. Luego la mañana de Reyes, los regalos, y mis tíos y primo viniendo a comer, la única visita navideña que tenía. Solía acabar el día con fiebre y anginas, era demasiada frivolidad para que no lo pagara como he tenido que pagarlo todo: enfermando. Esa era la única luz que entraba en mi patria, supongo que por eso intento recrearla en la medida de mis posibilidades. Sólo hay una diferencia con los demás: yo no añoro ni el frío, ni la oscuridad, ni la ignorancia, mi exilio es un exilio dorado al que me han acompañado desde entonces dos viejos enemigos: el dolor y el miedo.