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jueves, 27 de febrero de 2014

Dos emes en realce (quinta entrega)

Mariola era demasiado lista como para no saber que siempre ganaría haciéndose la tonta, pero también lo era como para construir castillitos en el aire y, por supuesto, para haberse construido esas fantasías romanticonas y sentimentaloides en las que la secretaria se casa con el ingeniero (de los de entonces) o la enfermera con el médico (de los de entonces), ni siquiera esa tan socorrida de que un hombre descubriera en ella valores ocultos más allá de su aspecto y la calzara el zapato de cristal, haciéndola reina de su hogar y de su corazón. Si alguna vez, que lo dudo, tuvo la tentación de dejarse llevar para evitarlo estaba por un lado su salud y, por otro, más cruel, el espejo. Los tules ilusión no eran para ella, al menos no como para las otras. Cuando llegó la proposición, torpe y poco clara, de matrimonio no necesitó que nadie le hiciera cargos sobre su situación y su futuro, ni tuvo que imponerse a un instinto que rechazara a ese hombre bastante mayor que ella y que no le gustaba en absoluto, vamos que no tenía para ella ningún atractivo, en realidad, si bien lo miramos tampoco es que Manolo sintiera un “amour fou” precisamente por ella, claro que Mariola no lo sabía y, de ser otra, no hubiera necesitado mucho esfuerzo el novio para convencerla de que sí existía por que nadie se convence antes que quien quiere convencerse y engañarse. No era el caso. Ni el uno era capaz de tanta sutileza ni la otra se hubiera dejado engañar ni por el propio Tenorio. Obviamente no dio el sí por las buenas, alguna reserva tuvo, en parte no le parecía bien que la cosa le resultara tan fácil y en parte quiso darle tiempo para pensárselo, un par de amigas del grupo habían roto con sus pollos y hubieran sido para Manuel un mejor partido que ella así que dejó pasar unos días a ver qué pasaba, y no pasó nada, ni siquiera pareció darse cuenta. “Pareció”, pero era él muy poco avezado en asuntos de faldas para engañarla. Claro que se dio cuenta, a pesar de lo cual no se fue al olor de las sardinas carnales cual gato en celo ni al otro olor de caviares cual cazafortunas pues ambas estaban mejor dotadas en todos los sentidos que Mariola. Así fue como ella supo que su pretendiente tenía un tipo de ambición a la vez insaciable y modesta. Quizás aquella certeza, que tal vez le viniera de la sangre de mil generaciones de tratantes de ganado, acostumbrados a conocer la res y sus flacos con un simple golpe de vista, el paño y su calidad casi sin mirarlo y el cliente y sus debilidades con tan sólo oír el timbre de su voz, fue lo que le hizo decidirse no tanto a casarse, que esa decisión estaba tomada, sí a afrontar, clara y precisa, el asunto de los hijos. Tema que debería ser espinoso, tanto más cuanto que entre las cualidades de su pretendiente estaba la de saber tratar a los críos y disfrutar con ello. Debería haber sido espinoso pero la ambición insaciable y mísera de Manolo allanó el camino, tal y como ella sabía que ocurriría. Por eso cuando las visitas cruzaban miradas cómplices ante su ajuar encargado a toda prisa dándose a entender que “no sabía el novio el pastel que se iba a encontrar”, Mariola sonreía indiferente, casi riéndose de la maldad ruin de aquellas buenas amigas que tanto la querían y a quien había sentado como una patada en la boca del estómago que ella, precisamente ella, se fuera a casar antes que otras con novios añejos, por muy escaso partido que fuera el correspondiente. Mariola, en cambio, ni siquiera se daba cuenta de ello, salvo del asunto de lo de los niños, ni de los ramalazos verdosos de las caras de las visitas. Ajuar semejante fue difícil de ver desde tiempos casi inmemoriales. Hoy, aquellas chicas, provectas damas hogaño, no deben dejar de verse ridículas –lo reconozcan o no- al recordarse ante bordados y entredoses, realces y guipures, encajes e iníciales en realce, pero entonces y en una ciudad provinciana de medio pelo, decadente y encerrada, no lo eran o por lo menos no le parecía a nadie que lo fueran.
Hubo boda. Evidente. El vestido hoy sería un modelo vintage de lo que –in illo tempore- era la más rabiosa moda, incluso demasiado moderno para el gusto del lugar, Mariola siempre ha entendido de modas y demás. De hecho, cabría decir que se adelantó unas temporadas, recto, sobrio, sin más concesiones a la tradición barroca que llenaba a las pequeñas burguesas como ella de floripondios y apreturas que el velo aparatoso, sí, pero simple. El tul ilusión que “no tiene caída, pero da volumen” era la única concesión pues hasta los zapatos de tacón bajo y cuadrado eran revolucionarios en su entorno. Creo haber dicho ya que Mariola no tiene un pelo de tonta y menos en estos temas. Con un cuerpo como el suyo cualquier otra opción habría resaltado precisamente lo que la más elemental coquetería quiere disimular. ¿Por qué me extiendo tanto en el vestido de Mariola? En parte por qué soy un cotillo, de acuerdo, pero mayor medida por qué ante las viejas fotografías en blanco y negro de tan solemne momento ella aparece tal y como era y sigue siendo pese a los casi cincuenta años que han pasado. Discreta, sobria y dejándose ver en un segundo plano. Si eso fue el día de la boda cuando lo único que sobra en las fotos es el novio nos dice mucho de la actitud vital de esa muchacha que se casaba convencida y sin los dos grandes lastres de todo matrimonio: la ilusión y la pasión. Se casaba dispuesta a afrontar lo que se suponía que era la vida correcta de una niña burguesita del momento. Sus labores, su casa, su marido y poco más. Era evidente que se tendría que ocupar de hacerles la ropita a los sobrinos, a su hermana, ayudar a sus padres cuando fuera necesario, al fin y al cabo ella no iba a tener hijos. Una vida planeada, estable, una horma en la que no tenía que hacer ningún esfuerzo por encajar, en el fondo era seguir el caudal del río donde había nadado toda su vida.
A la boda acudió la segunda fila de lo mejorcito de la ciudad por parte de la novia y, por supuesto, toda su familia. Por parte del novio fue diferente. De hecho, de la familia directa o indirecta, no se presentó nadie a pesar de que, metódico como siempre, había enviado las invitaciones una tarde de jueves a todos a la vez rogando confirmación de asistencia. Eso fue lo que dijo ante la consternación de sus suegros al comprobar que nadie de la familia venía. Su madrina fue la mujer del jefe de departamento de su anterior destino, una oronda señora con peineta de plástico y flores en el vestido de la que Manuel no recuerda el nombre. Decíamos que por parte del novio no acudió nadie de la familia pero eso no quiere decir que no tuviera invitados propios, propios y variopintos, todo hay que decirlo. De hecho llegaron de todas partes del país sus antiguos jefes y sus señoras, al menos cinco confesores de sus diferentes destinos, unos cuantos compañeros que habían subido deprisa, otros pocos con carreras prometedoras, tres o cuatro apellidos ilustres del subsecretariado general del país, sus compañeros actuales, el confesor actual que seguía pronosticándole la eterna condenación y que a duras penas le absolvió para que pudiera comulgar en su boda –siempre lo hacía pero se hacía de rogar-, la patrona de su pensión y algún que otro “compromiso”. En pocas ocasiones se ha podido usar ese término con mayor precisión. Mientras que a la boda de Mariola se iba por que “pobrecilla”, a la de Manuel no fue nadie que no fuera “por compromiso”.
Algo nuevo, algo viejo, algo prestado y algo azul. Se cumplieron las tradiciones, algo nuevo, el vestido y el descubrimiento de cierta actitud ante el poder de Manuel, algo viejo, los pendientes de perlas de la abuela y el olor a naftalina de los invitados de Manuel, algo azul, la liga y las camisas –azul muy oscuro, demasiado oscuro, según convenía a la época- de los asistentes más agasajados por Manuel, y algo prestado, los guantes que no se puso y ella. Ella en el, hasta entonces, desconocido mundo de su novio-marido.

viernes, 21 de febrero de 2014

Una cita por que sí.

Cuando, gracias a los chubascos del atardecer de finales de verano, resbalan por la superficie de las hojas del loto unas perlas líquidas y, bruscamente, la brisa estimula los oídos con el susurro de los carrizos, ya se anuncia el paso de los amarantos a los otoñales crisantemos. Y después, cuando las hojas de los arces son vencidas por las lloviznas, es señal de que se aproxima el final del año, la época de acercarse a contar los brotes del ciruelo, visibles hacia el solsticio de invierno, que habrán de florecer poco después. Es la época de más frío, cuando a veces hay que taparse la nariz por el abono con que se alimentan los árboles  más viejos y se aprecian las frutas encarnadas, del tamaño de una perla, de la nandina y del yabukoji, especialmente hermosas sobre un fondo de nieve. Es entonces cuando más se valoran esos placeres sencillos que trae el invierno: una taza de té verde muy caliente, la contemplación de flores como el narciso y el adonis, dispuestas en la estantería de cualquier cuarto de estudio. Después, sin darse uno cuenta, estas flores empiezan a marchitarse. Es la señal de que ya estamos en el equinoccio de primavera, el tiempo de separar las raíces de los crisantemos y de enterrar las semillas. Para un aficionado a la jardinería, son los días del año que más rápido vuelan. Por muy ocupado que uno esté en recibir y despedir a cientos de flores que se abren y luego se marchitan, los ojos no dejarán de alegrarse en algún momento viendo las copas de los árboles henchidas de fresco verdor y, poco después, de ensombrecerse ante la llegada de la temporada de lluvias, a comienzos del verano. Las mañanas, marcadas por la caída de las ciruelas maduras ceden el paso a las tardes cuando las hojas del árbol de la seda se recogen para dormir. Y, en medio, el sol ardiente de pleno día enciende la flor del granado, pero abate y derriba la las flores de la trompetilla. Y, cuando todo debería estar en calma, las voces de los grillos alborotan las tinieblas, como hebras ruidosas agazapadas detrás de las plantas acuáticas perfumadas por el rocío de la noche.
Verdaderamente, el paso de las cuatro estaciones no es otra cosa que la sucesión de las páginas de una antología de poesía japonesa.
Nagai Kafu “Geishas rivales” 1917
La reflexión-descripción del devenir de un jardin y la veneración a las flores es algo propio de todas las formas de la cultura japonesa, por tanto perdernos en ella cuando estamos leyendo una novela japonesa no es especialmente extraño ni en absoluto novedosso. Aquí el autor, sin embargo, de un giro inesperado. Nagai Kafu era un hombre que, según propias palabras, sólo conoció el mundo de las cortesanas, geishas en su Japón natal y ya sabemos lo que implica cortesanas en occidente. Quizás sea por eso por lo que inicia el párrafo siguiente con un cínico "la vida imita al arte" a la japonesa que no deja claro si es una burla a los tópicos literarios -teoría por la que me inclino- o una expresión más de adrmiración dado el gusto de la cultura japonesa por domeñar casi salvajemente -caso bonsais- las formas de la naturaleza. En cualquier caso un verdadero deleite.

domingo, 16 de febrero de 2014

"Gente en sitios" y otras goyerías.

Últimamente no hablo mucho de cine y, he de confesarlo, es una de mis grandes pasiones (confesables), en parte por que lo que veo o no vale la pena –y entiendo que empieza a valer la pena cuando no sé qué va a pasar en la siguiente escena- y en parte por que  consumo más cine clásico, antiguo y en blanco y negro, que novedades. Ahora eso está demodé como esta palabra “demodé” dice tanto de sí misma que no sé como se deja perder aunque no sea castellano pero, la cosa es que ahora parece que si no está de rabiosa actualidad no tiene valor alguno, como si la rabiosa actualidad no fuera más que un vil plagio mal hecho de actualidades añejas. Más como yo siempre he sido “vintage” por nacimiento y crianza, como el vino, que me dejen de Meg Ryan transgénica destrozando el papel (Norma Shearer) y el guión de “Mujeres”, que me dejen de Uma Thurman fusilando y añadiendo violencia desenfrenada a “La Novia vestía de negro” interpretada por Jean Moreau en su “Kill bill”. Claro, por ser vintage de nacimiento suelo ser el bicho raro y lo raro es que todavía no me he acostumbrado.
El caso es que la semana pasada estuvo de rabiosa actualidad el cine hispano, patrio o español, como queráis llamarlo, quizás por eso o por que la publicidad radiofónica me machacó las pocas neuronas que me van quedando el caso es que me compré (yo compró películas por dos causas: por ética y por ignorancia. La ética no me permite robar derechos y la ignorancia no me permite acallar la ética pues no sé bajarlas) Me compré, decía, “Gente en sitios” de Cavestany. Es una película desconcertante lo que ya es un punto a su favor y, contra lo que dicen, muy realista, de un realismo peculiar que dentro de diez años no lo será quizás pero que hoy, desde lo que se está viviendo, supone una lectura de la realidad pasada por tamices poéticos y quizás con un toque surrealista muy por debajo del surrealismo que tiene en los genes esta sociedad. Se estructura en pequeños relatos, muy breves, casi como haikus fílmicos aunque no sea esa su intención, pero sí su brevedad. Relatos de gente normal, como la mayoría de nosotros, a la que le ocurre o hace cosas que, en principio están fuera de esa anormalidad aceptada que llamamos normalidad, o no. Por ejemplo: el relato protagonizado por Maribel Verdú y Tristan Ulloa refleja una determinada actitud que es en sí misma absurda, tanto como la contraria que en el mismo relato se plantea y ambas son extremadamente realistas. El relato que tiene lugar delante de las Ventas es estremecedor y dudo que hace quince años se hubiera entendido y espero que no se entienda dentro de diez pero hoy es un verdadero pronunciamiento sobre la condición del españolito medio. Vale la pena ver la película pero sin pestañear, la veo llena de matices y de sutilezas, en absoluto delirantes aunque pueda parecerlo. Un detalle para acabar: el diálogo de la señora del collarín lo tuve yo hace un mes con una amiga, exactamente igual y de entrada digo que es lo más descabellado de la película.
Entrando en el apartado de goyerías diversas que tanto han dado que hablar sólo quiero hacer una reflexión: el cine español debe ser de una calidad extraordinaria para que los gobiernos lo consideren enemigo público número uno, y el teatro, no digamos. Sólo ante los enemigos jurados se mantiene esa actitud de persecución, acoso y descrédito que mantienen los gobiernos españoles ante nuestro cine.

domingo, 9 de febrero de 2014

Dos emes en realce (cuarta entrega)

La rutina en la vida de Mariola no se lo parecía pues aunque no era muchacha de risas ni de chascarrillos, ni siquiera de echarse a la calle con cualquier excusa de las que tantas ofrece el mundo de la aguja, ella se lo pasaba bien con las tareas de la casa, las labores sola o con el grupo de amigas, el cine ocasional, las estaciones en Semana Santa, la misa, el aperitivo de los domingos con papá y mamá y, como no, los guateques de domingo por la tarde donde lucían ella y sus amigas sus mejores, galas, armas ofensivas y, como era inevitable, defensivas –aquellos codos clavados en las costillas en las lentas-. Bueno, en realidad Mariola solía ser el equivalente femenino al gordo que se dedicaba a poner los discos, si la importaba o no, si le dolía la perspectiva de ir quedándose atrás como la costurera de trajes de cristianar, si añoraba o no esas charlas furtivas con un muchacho, esos besos robados o tan sólo saberse mirada al pasar por la calle camino de alguna visita, no lo sabía nadie. Es más, a nadie le preocupaba, Mariola era una de esas chicas que se van quedando en la cuneta de la vida, en la casa, con las tareas domésticas, cuidando a los sobrinos, luego a los padres y acaban tiradas en la residencia más barata que la familia pueda encontrar para dejarla esperando, eternamente esperando, sus visitas en vano. ¿Novio Mariola? Si alguien lo planteaba solía ser respondida por un coro de risas que era la propia Mariola quien iniciaba, seguramente como defensa. Era algo que estaba asumido, incluso los padres casi lo preferían, siempre es bueno tener alguien que cargue con los trabajos sucios cuando llegue la hora, así no les faltaría nunca quien les guisase y limpiase, ni a Andrea canguro cuando tuviera que ir a las fiestas de negocios del joyero, ni canguro ni modista gratis, que todo hay que mirarlo; y luego que ella no quedaba tan mal, el piso y la mitad del resto, más la pensión de horfandad. Vamos que era una chica con suerte, para ser tan “poquita cosa”, tan “feucha”, tan “delicada”, tan “buena chica” –que viene a ser lo peor que puede decirse de una amiga en un grupo de chicas-.
Habían empezado a tomarse algo más en serio el ajuar de su hermana y ya iban por el segundo juego de sábanas con un soberbio bordado de tres palmos de ancho en el embozo, cuando Fernando pareció tomarse en serio por fin los estudios y Andrea se tuvo que resignar a guardarle ausencias y a bordar efes en pañuelos de caballero, la pobre nunca ha sido demasiado hábil. Tan sólo se veían los domingos en los itinerantes guateques donde todas se preguntaban para qué tanto esfuerzo, sabiendo como sabían que las joyerías iban a pasar a él, tarde o temprano. Una de las que más censuraba el afán estudiantil era la más íntima de las amigas de Mariola, Inés, que andaba rabiando por que su chico, a pesar de ser funcionario, ni “comía la berza ni la dejaba comer” apareciendo los domingos con algún compañero destinado temporalmente para coquetear con una u otra según le conviniera hasta llegar las lentas, el escurrirse al balcón, para eso la buscaba y ella, entre irritada y derretida, se iba dejando llevar por él. Eso sí, en cuanto él desaparecía le brotaba la lengua más viperina del mundo poniendo a parir con muy poca clase, para el gusto de la discreta Mariola, a cualquier ser vivo o semivivo. El caso es que, como se veía venir, el pollo de Inés fue quien se presentó un domingo que tocaba el guateque en casa de Andrea y Mariola con nuestro Manolo.
Manuel hacía poco que había llegado y era lo que se podría clasificar como un partido de medio pelo, sin un gran porvenir pero con un trabajo para toda la vida, un poco mayor para las señoritas pero no tanto para lo que las viejas castellanas llaman “moza vieja”, demasiado joven para una solterona y demasiado pobre para una viuda de su clase. En realidad ni el uno ni la otra se hicieron mucho caso, ella ocupada en atender a sus invitados y él demasiado atento a la casa y el tronío que pudiera demostrar. Como saben bien quienes lo vivieron no siempre los padres anfitriones se iban al cine, es más, lo normal es que se quedaran ejerciendo de carabinas discretas y, si la casa era lo bastante grande, invisibles. Así Manuel, con su aspecto de joven formal y sus modales melifluos y adaptables, le entró por el ojo derecho al padre de Mariola y poco tardó en trabar con él una conversación ante un coñac. Su hija, mirando la escena desde el tocadiscos se compadeció de aquel joven pues sabía lo pesado que se puede poner un padre, cualquier padre, para los chicos, así que se levantó a rescatarle y llevarle junto a los veinteañeros.
Se podría decir que una cosa trajo la otra y que poco a poco el asunto acabó en boda pero, a fuer de ser sinceros, no fue exactamente así.
En realidad, el pollo a medio asar de Inés no llevó por casualidad a Manuel al guateque aquel domingo frío y lluvioso, aunque no lo supiera, por supuesto. Ante una barra de bar a la hora del café se habla de tantas cosas y se oyen tantas otras, de tras las celosías de los confesionarios se oyen tantas directrices, tantas amenazas y el pasado no se dedicaba sino a traer más. Por otro lado, había un algo indefinible, por así decirlo, un aroma. Sí, esa sensación era lo más parecido a lo que llevó a Manuel al guateque de las amigas de la medio novia del pollo, la tal Inés. Un perfume que venía de la mano de palabras como “joyería”, “pisos”, “Droguería La Mayor”, que flotaban en el aire de aquellas conversaciones insípidas, vacías, a menudo sin ser pronunciadas pero no por ellos menos contundentes en su evanescencia. Además, no tenía nada mejor que hacer aquel domingo de lluvia persistente.
Sería el ojo de sus antepasados para la compra venta de vacas, cerdos y demás ganado o sería el monótono sonido de la lluvia fría con el calor de la casa de Mariola, quizás fuera ese perfume que allí parecía cobrar cierta fisicidad ante los cuadros de buenos marcos, que de pintura no entendía pero antes de ser funcionario había trabajado unos meses en una tienda de marcos y eran caros, carísimos. Ante las porcelanas añejas, las alfombras. Pequeñas cosas que denotaban un antiguo “buen pasar”, sin lujos, sin excesos, un simple “buen pasar” burgués, asentado, que en los últimos siglos no había derrochado un céntimo y que había capeado con hábiles maniobras los zarandeos históricos. Un amigo suyo, castizo él, calificaba este tipo de vida como “Corchera Española”, siempre a flote. Sería el ojo de sus antepasados para la compra venta de vacas, seguramente, o quizás el instinto de primitivo y mal dotado para la supervivencia de aquel primigenio primate que derivó en la especie humana, o incluso el recuerdo de las palabras de su padre espiritual anunciándole la eternidad en el averno, el caso es que apenas vio a Mariola acercarse a rescatarle de su padre que, por cierto, estaba dándole mucho en que pensar, supo que ella era todo cuanto esperaba.
A ver como se podría decir: el eslabón débil de la cadena, el cachorro más indefenso de la manada, el problema de una casa bien. Eso sí, envuelta en buenas telas, con joyas discretas pero –lo sabía por el aroma- caras, es más, muy caras. En suma Mariola era la presa más fácil, la incasable, la enferma crónica –eso no había más que verlo pues acababa de salir de uno de sus arrechuchos-. Manuel sólo tuvo que dar un leve giro a su rutina y dedicarle un par de horas a quedar con ella y la carabina correspondiente, para descubrir su sonrisa encantadora, su docilidad que valora especialmente, claro que para entonces él ya estaba decidido a casarse, y lo antes posible, en unos cuantos meses, un año como mucho le destinarían a otro lado y, por difícil que pareciera, estando lejos no era imposible que apareciera otro como él o parecido, o eso es lo que él quería creer. La verdad ni siquiera tenía el valor de pensarla en la intimidad de su cama, atormentado por los deseos y las fantasías de un cuerpo vigoroso y sano pero con la maldición de la pena de suicidio. De algún modo pensaba que si dejaba pasar la ocasión no podría escapar de aquello, de la eterna condenación. ¿Se casó Manuel con Mariola por dinero? No exactamente ¿por ese pavor a sus fantasmas que, según su confesor se esfumarían en un matrimonio pues “antes casarse que abrasarse”? Pues tampoco exactamente.
Manolo decidió ennoviarse y pedir rápidamente la mano de Mariola por… el aroma. Sí, el mismo aroma que había percibido en las charlas tabernarias ante el café de la mañana. Desde luego sería fácil decir que se enamoró de tal o cual de las muchas virtudes que adornaban y adornan a Mariola, y aún más fácil que fue por dinero; algo menos que por miedo pero aun así sería menos complicado que hablar del aroma. Evidentemente, huelga decirlo, no era un aroma que se percibiese por la nariz, por cierto asaz poderosa, de Manuel sino el perfume de la misa de doce en la misma parroquia, de la rutina sin agobios de una casa puesta, bien puesta como correspondía a tal señor, del tapetito de ganchillo, de la libreta de ahorros, de las salidas de matrimonios, del comprar una joya por su cumpleaños, de visitar a la familia. ¿Enamorarse? Sinceramente dudo mucho que Manuel esté dotado para actividad tan desmesurada, como todos aquellos a quienes el miedo a sí mismos doblega toda la vida. Si aceptara esa posibilidad entre las cartas que le pueden corresponder en el juego de la vida, tendría que aceptar que no sería él quien controlara de quien se enamoraría y eso sería para su salvación y para su condición de persona respetable algo inaceptable. Él tenía que enamorarse convenientemente, y eso no es posible. Lo cierto es que creo que casi logró convencerse de que realmente amaba a Mariola, de que aquello era el enamoramiento romántico; hizo tales esfuerzos por hacerlo que creo que lo consiguió, o por lo menos que creyó haberlo conseguido, lo que no sé es por cuánto tiempo.