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sábado, 31 de julio de 2010

Costumbres gastronómicas II


Noveno tipo: los prófugos. Son esos seres que cuando alguien dice “A comer” recuerdan que tienen que ducharse, ir a por tabaco o bajar a tomarse una cerveza en la esquina.
Décimo tipo y con nivel de irritación extremadamente algo: los catacaldos. Tienen que probar lo que hay en todos los platos y en todas las copas. Te guste o no, ellos meten mano.
Undecimo tipo: los repetitivos. En cada comida que compartes cuentan las mismas cosas y los mismos chistes que si hace treinta y cinco años tenían cierta gracia a estas alturas ya… han perdido bastante.
Duodécimo: los aguafiestas. Especialistas en cenas y comidas de celebración, muy concentrados en fiestas navideñas. Recuerdan al tío segundo de la prima de la suegra de la concuñada que murió en 1915, por ejemplo, o te dicen el día de tu boda “Si tu bisabuelo estuviera aquí”. Siempre acompañada la frasecita con algún que otro puchero. Pero de esta especie habremos de hablar cuando entremos en el apartado “Familias” (que esa es otra)
Décimo tercero: los digamos “lentos”, por no decir pesados. Son aquellos que cuando están terminando el primer plato de la comida la gente normal ya anda preparando la cena. Nivel de irritación: al borde del síndrome de China.
Décimo cuarto: los “Hay confianza”. Frase que repiten constantemente y en la que se escudan para las mayores barbaridades, desde meter el puño en la sopa a hacerte comer el filete en el mismo plato que la sopa, que previamente han rebañado con una miga de pan habitualmente cogida de los destripapanes.
Décimo quinto: los frugales. Gente que con dos cucharadas de caldo dejan de comer y dicen “no, si yo nunca como más”. Lo que a las gentes de comer cuando menos un plato nos hace quedar como gañanes, sobre todo si lo rematan diciendo “no, yo no como hidratos de carbono”.
Décimo sexto: los distraídos. Miran constantemente a todas partes menos a sus compañeros de mesa. Variedad de este grupo son los “dependientes”, siempre pendientes y pensando en voz alta en por que o por que no se está retrasando zutanito o menganito o por que no ha venido aunque haya avisado. Otra variedad es la que se podría llamar televisiva: están pendientes de la televisión aunque esté apagada. Mención aparte merecen los enamorados de quienes solo diré ¡¡¡¡¡Socorroooooo!!!!!
Supongo que aquí no se acaban los tipos pero de momento aquí lo dejo no sin antes responder a esa pregunta que os estáis formulando: ¿a qué tipo pertenecerá éste? Pues a un tipo escasísimo y que sólo he encontrado en mi familia de sangre: los desmigadores. Cuando acabamos de comer nuestro sitio en el mantel y en el suelo está siempre, pero siempre, lleno de migas de pan, aunque apenas lo hayamos probado. Es un don.

Costumbres gastronómicas I

Hay dos momentos claves en la vida cotidiana del bicho humano que se repiten todos los días incluso varias veces: el momento del sueño, acto más o menos íntimo, y el de comer, acto social en muchas ocasiones, de hecho casi siempre. Observando a la gente comer he descubierto una serie de costumbres que suelen sazonar y “amenizar” las comidas de casi todos. Cada uno sin duda tiene sus peculiaridades pero hay algunos que merecen consideración aparte:
Primer y más irritante, para mi gobierno lo llamo el “viajao”: habla constantemente de otras comidas. Cosas del tipo, “esto no es nada, cuando estuvimos en Navalmarqués del Marquesado de la Duquesa comimos una fabada que eso era cosa fina, hecha en fuego de sarmiento ¿eh? Nada de gas ni demás”. El caso es que estamos en un italiano comiendo canelones y que si quisiéramos comer fabada no habríamos ido al italiano. Es propio de quienes quieren hacer ver que son muy corridos, lo sean o no. Hombres o mujeres. Lo peor es que esta manía se contagia y al cabo de dos minutos tienes a todos los comensales hablando de los mariscos que se comieron en Finisterre, los pescaitos de Málaga o lo que es todavía más insufrible y ha de decirse con la nariz encogida como si cualquier otra comida fuese una … eso: “marisco del Duero” o sea: morcillas. En fin que al final ya no sabe uno si se ha comido un centollo en el Pirineo, unas morcillas en las islas Cies o una merluza recién pescada en Socuéllamos.
Segundo tipo: los ordenados. Cierto que esta especie es afortunadamente muy escasa pues de no serlo abundarían los crímenes. Son aquellas personas que consideran que el plato es un caos y se dedican a poner orden: por un lado el arroz, por otro el marisco, por otro el pollo y cuando acaban su labor de archivo, sin duda digna de mejor causa, se lo comen tan ricamente. Conocí yo a un espécimen de estos comiendo ensaladilla rusa: la extendía por todo el plato hasta alcanzar un nivel homogéneo y luego la cuadriculaba con el tenedor como si fuera una excavación arqueológica. Son raros de narices pero he de decir en su favor que no se meten con nadie, van a lo suyo, metódicos y eficaces, y dejan a los demás en paz. Cosa muy de agradecer, teniendo en cuenta los ejemplares que siguen.
Tercer tipo los “Detectives”: suelen ser señoras y se caracterizan por no saber qué comer o por no tener hambre con lo que deciden hacer tiempo y se dedican a preguntar al camarero-víctima: oiga, esto de merluza a la romana, ¿es fresca? (No, señora, la recogimos esta mañana de la basura del vertedero de la esquina). O, los espaguetis con gambas ¿Qué llevan? (faisán, jabalí asado a la Obelix y chorizos de mi pueblo) Seguro que las gambas son congeladas. No, mire, traigame una ensalada mixta ¿lleva lechuga? Entonces no que me da gases. Y ¿dice que la merluza es fresca? Mejor me trae un escalope ¿usan huevo en el rebozado? Entonces no. Lo del pollo asado con guarnición ¿Qué guarnición trae? Y así ad infinitum para acabar pidiendo la merluza dejando claro que está segura que es pescadilla congelada.
Cuarto tipo “las guardianas de la salud”: es un tipo exclusivamente femenino, específicamente amas de casa, que amenizan las comidas con comentarios del tipo: “A saber si se han lavado las manos”, “El plato no está muy limpio”, “Pescado no, que tiene anisakis”, “Ternera ni hablar, acuérdate de las vacas locas”, “Esta ensalada sabe a aceite de frenos”, “Seguro que no han limpiado los callos en condiciones”. Estas frases son continuas y vienen acompañadas de una expresión de asco infinito que llega a darte la impresión de que te van a vomitar encima. De manera que cuando llega la comida eres tú quien tiene ganas de vomitar y la comes a duras penas y rezando para no caer envenenado allí mismo. Existe, empero, una sub-especie que denominaré “guardianes de TU salud”: en este caso da igual que sean hombres o mujeres pues su común denominador es la mala leche. Sólo se delatan cuando uno de los comensales tiene algún tipo de problema (en mi caso los X kilos de más) y se manifiestan diciendo cosas como “Uf, eso engorda muchísimo”, “di que sí, que por un día, por cierto ¿has cogido peso?”, pero también “eso sube la tensión”, si hay algún hipertenso, o “¿Vas a comer eso con el azúcar que tiene?”, si ese es el problema del afectado.
Quinto tipo “guardianes de la economía”: suele ser exclusivamente femenino pues la variedad masculina suele ser escasa como veremos. Son el tipo de mujeres que cuando se están comiendo hígados de alondra confitados a las finas hierbas aromatizas con perfume de rosas del Cairo en los jardines de Versalles te sueltan: “¿Cuánto cobran por esto? Ganas de tirar el dinero, en casa con una sopa de pollo Maggi habíamos comido tan a gusto”. Esta especie o tipo se manifiesta de dos formas: la que hemos mencionado cuando come fuera de casa y otra semejante pero sutilmente diferente cuando lo hace en casa, suelen ponerte el plato delante diciendo como una coletilla amenazante “Ha pesado siete euros”. En cuanto al tipo masculino suele ser el anti-guardian de la economía y te suelta de vez en cuando “come, come, que está to pagao” cuando no “este lomo me lo han traído de Valdezamacueco Denmedio a tanto el kilo, come que es cosa fina”.
Sexto tipo: inapetentes, miran la comida como si fuera Allien, tanto que si les miras mucho es fácil que lo que has comido salga como Allien, de tu tripa. La expresión de asco es tal que logran levantar el estómago; eso cuando se limitan a la expresión y lo lo sazonan con cosas como “tiene aspecto de vomitao”, “¿Por qué esto es verde? Que asco”
Séptimo tipo: adelgazantes sin convicción ni necesidad: comen como cerdos/as pero el café… con sacarina.
Octavo tipo: los destripapanes, sacan la miga del pan y la dejan a un lado por que “eso es lo que engorda”.

miércoles, 28 de julio de 2010

Familia china.







Bueno, pues esta era mi familia predilecta o lo que es lo mismo: el que la tiene la tiene. Por cierto que viendo fotos el otro día me di cuenta de que me parecía al hijo chino, que tiene pinta de ser un Bart Simpson en oriental

viernes, 23 de julio de 2010

Cautiva en Arabia


He terminado de leer el libro-biografía “Cautiva en Arabia” de Cristina Morató. Escuché a su autora hablar en la radio sobre la biografiada (la Condesa Marga D’Andurain), casi poniéndola como referencia para la mujer moderna, liberada y tal. Interesante. Además la señora en cuestión recorrió parte de Oriente Medio y tuvo una serie de vicisitudes que hacen su historia atractiva en gran parte como antecesora de las mujeres modernas libres de prejuicios y limitaciones sociales. Más interesante. Siempre me han fascinado las biografías de mujeres célebres, entre otras cosas por que son más variadas y amenas que las de los hombres célebres, y más desconocidas. Así que fui y me dejé la pasta que cuesta el libro (tapa dura, tres cuadernillos de fotografías) y me dispuse a pasar un buen rato con una lectura distinta y amena, mi gozo en un pozo. En un profundo pozo. En una sima abismal. A punto estuvo el volumen de salir por la ventana en tres o cuatro ocasiones pero los euros que me había gastado me hicieron acabarlo. Cierto es que a partir de la mitad mejora pero…
Vamos a ver y empezando por el principio: la susodicha condesa no era tal. Bien, la referencia para la mujer moderna y su antecedente, para la autora –o lo que yo entendí que decía, que a lo mejor es que entendí mal-, es una vividora, caprichosa, impostora, contrabandista, antisemita, casi estafadora, amante del dinero ante todo, que trajo a mal traer a todo el que tuvo la desgracia de caer en su entorno. Los hombres con los que se relacionaba caían como chinches (uno se suicida, a otro le envenenan, a otro le apuñalan, a otro también le envenenan, su hijo mayor, a quien ignoró siempre por cierta discapacidad que la autora no deja clara, se hace matar a propósito en la guerra y al pequeño le dijo cuando mató a un hombre que ya era él mismo un hombre) y posiblemente fuera una traidora a su patria (Francia) siendo espía de Inglaterra. Eso sin contar con que dos de esos hombres fueron asesinados por ella y escapó impune. Señores, si esa es la referencia de la mujer moderna: cambiemos de planeta antes de que acaben con nosotros.
Pero, bueno, al fin y al cabo la historia tiene su aquel. Mejor dicho tendría su aquel si se hubiera escrito de otra manera. Para empezar, el tema no da para más de cien, ciento cincuenta páginas y hay trescientas y pico, trescientas sesenta y algo creo recordar. Las que sobran se pierden en descripciones de hoteles o de personajes sin mayor relevancia posterior que con una notita a pie de página más o menos amplia había sido suficiente. Pero no es solo eso. Determinados conceptos y hechos son repetidos varias veces a lo largo del libro, como si la autora no recordara si lo había contado o no, determinados conceptos que requerirían una aclaración en su primera aparición no la tienen hasta medio libro.
Estoy seguro que el fallo viene no de la autora sino de querer plantearlo exento en lugar de cómo parte de un fresco como previamente había hecho Cristina Morató con “Reinas de Africa”. No da para tanto el tema y, desde luego, dada la pléyade de mujeres que vivieron en aquella primera mitad del XX no debería afrontarse como antecedente de nada, que golfas hubo siempre, y menos aún plantearla como icono de libertad. Si yo tuviera que definir a la tal Marga diría que es una Escarlata O’Hara sin guerra civil que justifique sus actos delictivos.

miércoles, 21 de julio de 2010

Imagenes para la nostalgia II






Para ti, Pe-jota, la familia esquimal. Cada familia si se ponían juntos en el orden adecuado formaban una escena, pero es en esta donde quedaba mejor dicha escena, la imagen queda más ordenada (de izquierda a derecha: padre, abuelo, abuela, hijo, madre e hija). Reconozco que me pongo sentimental que decía Estela Raval y sus cuatro duduás de fondo. Snifff.

martes, 20 de julio de 2010

Imagenes para la nostalgia.





El otro día mencioné la baraja infantil de Familias de siete paises. No sé, quizás me equivoque, pero me dio la impresión de que a alguno le gustaría volver a verla y a otros, los más jóvenes, no les vendrá mal conocer con qué jugábamos la generación de sus padres (aunque no lo reconozcan), además, si yo sufro con las nostalgias de armario ¡a sufrir tol mundo! Algún lagrimón asomará y, espero, alguna sonrisa también. Si tenéis hijos, sobrinos, nietos, aprovechad para comprarla y, aunque la nueva edición no es igual (material más pobre, menor calidad de impresión y sin margen como se ve) no dejan de ser imágenes queridas de nuestros primeros años. En fin, iré sacando las siete familias, pero para Theodore, el único que me ha dicho cual era su favorita, he aquí la familia Bantú. Observese la marcha del hijo, el culete respingón de la madre y el cuello duro del padre, aguerrido cazador de la jungla.
Espero arrancar más sonrisas que lagrimones.

jueves, 15 de julio de 2010

Un ratito con La Concha II



Julio coge el pincel con poca pintura entre los dedos, su pulgar está muy combado por los años trabajando con herramientas de precisión, el índice parece no haber perdido aún el color amarillento del viejo y abandonado hábito de fumar a todas horas ni la imperceptible suciedad de la grasa de las máquinas que ha reparado en cien talleres distintos. Extiende el óleo, demasiado líquido, sobre un lienzo con imprimación tan tenue que transparenta la trama y el blanco de la tela a través del siena de la primera capa de pintura, y de la segunda, un ocre rosado que ha sido el primer boceto de un rostro y un cuello de mujer, una rápidas pinceladas redondeadas y negras esbozaron la cabellera, ahora, con el retrato casi acabado algunos de los primeros rizos quedan, residuales, esperando que la pintura de fondo les cubra.
Junto al caballete le mira sin verle una rancia fotografía, un objeto más, en la que se puede leer, escrito con la letra infantil que siempre tuvo su mujer, "Junio 1.942". Es otro retrato, el de ella, que está sirviendo, desde la pobreza de papel arqueado, amarillento y desleído, de modelo al que ha ido ocupando, trabajosamente, la superficie tersa y pretenciosa del lienzo. Treinta y nueve años más tarde ella murió, hace ya cinco años, y él ahora, pinta su retrato en una habitación, destartalada y llena de cosas mugrientas, entre olores a aguarrases y barnices superpuestos. Cuarenta y cinco años atrás aquel fotógrafo vecino, había hecho esa fotografía y él quiere encontrar el tono exacto que tenía la piel de Concha aquella tarde que no recuerda.
No puede recordar si sus ojos eran castaños o negros, nadie le sacará de dudas por que él no va a reconocer su olvido pero también por que no queda ya nadie que les conociera en 1.942, tampoco tuvieron hijos. Los tuvieron, uno, el primero, acabó uniéndoles a pesar de que él, negándose a cargar con el crío, facilitó que la chiquilla de dieciséis añitos que era entonces se metiera en la cama con un niño bien, con la intención de endosarle la barriga además de cobrarle un "módico precio" por las labores de alcahuete. Pero el pollo fue más listo que ellos y al final se vio soltera, en la calle y de siete meses. La acogió como a una puta arrepentida, como si él no tuviese nada que ver. El niño nació muerto mientras él paseaba el Rastro un domingo más. El segundo nació al acabar la guerra con él en la cárcel y ella yendo de despacho en oficina prestándose a cualquier cosa para sacarle de allí; murió dos años más tarde una noche en la que él había obligado a su compañera a dejar sola la cuna del niño comido por la fiebre para satisfacer sus necesidades viriles amenazándola con irse de putas. No sintió su muerte como tampoco se alegró de su nacimiento. Los niños eran engorros que abandonan a los padres cuando ya no pueden chuparles la sangre, ella le creyó entonces como siempre le creyó. Ahora, cuando tiene la gripe mira el teléfono esperando.
Un poco de carmín, apenas la punta del pincel, aclarado con ocre casi blanco para las mejillas, siempre había tenido chapetas de muñeca, por lo del soplo al corazón, pero él no las recuerda en los primeros años sino algo más tarde aunque no podría decir si aparecieron antes o después de la fotografía; igual le ocurre con el tono amoratado de los labios finos que recuerdas con exactitud documental, como una película con los colores chirriantes de los cincuenta. La línea de la barbilla, larga y redondeada, un poco demasiado separada de la boca, se le ha escapado por completo y retoca una y otra vez el óvalo, incansable, cuando parece haberlo conseguido y se separa un par de pasos, la imagen es la de una mujer extraña y deforme que nada tiene en común con el rostro apagado y modernista de la foto. Las capas de pintura, cada vez más finas, van dando a la mitad inferior de la cara un relieve táctil, recortado, que la diferencia del resto de la tela y cobra poco a poco el aspecto de una máscara o que cubriera el verdadero rostro cada vez más ajeno e inaprensible. Con otro pincel más grueso toma un poco de azul cobalto y lo aplica al vestido de cuello camisero. El se hubiera ido a Francia como su hermano Manolo y ahora tendría su buen dinero invertido en terrenos y casas no como ese inútil que ahora malvive de la pensión francesa en casa de su hija, una mala puta que se ha divorciado y vuelto a casar en Alicante. Pero cargado con ella ¿a donde iba? Por lo mismo no se hizo torero como le dijo Rafa, un diestro en cuya cuadrilla estuvo antes de la mili: "Tú, con un toro", mirándole con ojos entornados y huidizos. Lo mató un toro allá por el treinta y seis por no hacerle caso a él que esa tarde había pasado por delante de una funeraria.
-Pobrecito, pobrecito.
A cada pincelada la mujer del óleo se parece menos a la foto y aún menos al recuerdo. La piel transparente y casi nacarada es en el lienzo piel cerúlea de enferma agonizante y el cabello pobre y fino aparece tieso y ralo; el conjunto fracasa estrepitosamente una y otra vez. O quizá no, quizá es él quien mezcla imágenes y las superpone, que evoca texturas en penumbra y quiere pintarlas a pleno sol, que ha borrado de su recuerdo el rostro inarmónico, la boca demasiado pequeña, los ojos demasiado juntos y chiquirritines. Una nueva capa de ocre claro borra barbilla, boca, pómulos y el ojo izquierdo. Por muy raro que parezca, tantos años juntos y no se le ocurrió nunca hacerle un retrato y no por no atreverse, faltaría más, sino por que no se le pasó por la cabeza. Pinta bien, como pocos, lo sabe, no hay más que recordar aquel cuadro que figuraba el ataque de una manada de lobos a un aprisco en una noche nevada que le había quitado de las manos el fotógrafo de enfrente. Si, está seguro de pintar muy bien, lo sabe, es lógico, lo lleva en la sangre, como su primo que hubiera triunfado en Austria sino hubiera muerto tuberculoso a los veinticinco. Como él, había tenido esa mala potra que nunca les dejó salir de....di que es mejor no hablar, pero si no hubiera sido por esta puta suerte…
-Pobrecito, pobrecito.
De nuevo el rostro esbozado tiene cierto parecido, es casi idéntico al de la fotografía. Por un momento Julio se fija en otro lienzo, un florero de cristal negro con una docena de rosas rojas y piensa que están mejor que las originales de plástico barato que colocó en el nicho de Concha. Al mirar de nuevo, la cara no es la de ella, es otra mujer con el óvalo más perfecto, los ojos más grandes, es el rostro de otra mujer más guapa pero no el de Concha, cuyo color de pelo no recuerda con exactitud, como el de sus ojos; cuyo tono de voz se ha borrado para él como las líneas del óvalo que se le han escapado como el agua entre los dedos. Con el pincel entre el índice y el pulgar, demasiado combado hacia atrás, con la pintura algo más densa, intenta cubrir una vez más, el rostro, que no es el suyo, con el ocre rosado y pálido. Mientras lo hace, se le viene a la cabeza, sin saber porqué, es gesto agrio que le dedicó cuando la metieron en la ambulancia. Toma un poco más de pintura con la punta del pincel y la extiende en lo que tendría que ser la mejilla. Junio 1.942. La fotografía se desfleca en grises difuminados y la cara de Concha se fragmenta en mil detalles, tonos y expresiones que no puede recoger. De nuevo cubre con ocre rosado el óvalo afilado.
-Pobrecita, pobrecita.

Perdonad la excesiva longitud

martes, 13 de julio de 2010

De banderas, dioses y fiestorros

Bueno pues he aquí una situación extraña ante la que no sé como reaccionar y mi mente de suyo tan andariega y metomentodo, trotaconventos, correveidile, enredadora y parlera, tan inquisitiva y hostigadora quédase perpleja, anonadada, estupefacta, pasmada, atónita, gilipollas en suma, ante esa nueva realidad. Cierto es que es bien distinta de cuanto la pobre había imaginado o soñado y ese es su drama.

España es ¡¡¡Fuenteovejuna!!! Todos a una. Ne pas posible, amposeibol, amosanda (en castizo). Es cierto: todo el reino, país, montón de gentes, crisol de culturas, grupo de autonomías, reinos de taifas, del secarral al vergel y del concejal al hombre honrado. De la princesa altiva a la que pesca en ruin barca, de la coplera al triunfito, de la intelectualidad a los devoradores de tele-esteban, todos, excepto algunos desalmados entre quienes me encuentro y a quienes el fútbol trae completamente sin cuidado, han vibrado ante el campeonato mundial.

Nada menos cercano a mí que el patriotismo barato, vulgar, tópico, adocenado y mal digerido. Nada más ajeno a mí que cualquier forma de exaltación ante un símbolo en un sentido o en otro pero…

Nada más cierto que ciertos grupos hace muuuuucho tiempo que han patrimonializado como propios símbolos que son comunes (curiosamente hacen lo mismo con las costas) y el resto de grupos ideológicos de este montón de gente que es España ha desarrollado aversión a esos símbolos (no estoy hablando de nacionalismos). Llevar una bandera española te hace sospechoso de ser de determinada ideología. El asunto viene de lejos, quizás por esa vieja costumbre de cambiar de bandera a cada cambio de régimen (también se hace con los cargos y algunas cabezas, casi literalmente)

Supongo que por ignorancia, estupidez o ingenuidad una de las utopías de mi mente era ver a las gentes de este país unidas ante algo. Esperaba, desde la más perfecta estulticia, que ese fenómeno cuasi cósmico ocurriría ante algo que pudiera tener influencia en las vidas de las gentes, algo que sirviera para mejorar al grupo y al individuo. Hubo una ocasión hace unos años y lo que hicimos fue lo de siempre: lanzarnos al cuello de la otra mitad con la esperanza de degollarla.
Ahora todos, insisto, todos menos los cuatro desalmados como yo, han formado un bloque granítico, una unidad de voluntad y deseo en lo universal apoyando a la Roja. Ha sido, sin embargo, hermoso incluso para los cuatro desalmados como yo verlo, casi, sólo casi, consigue que viera el partido (no llegué a tanto). En serio, incluso yo me alegré pensando la de pequeños comercios que iban a remontar vendiendo banderitas y demás, la de tascas que iban a aguantar mejor el embite de la crisis, y, sobre todo, que todos necesitábamos buenas noticias para compensar el machacamiento del bombardeo de crisis, políticos y concejales de urbanismo. Ha sido un gozo ver como en este Madrid iban apareciendo más y más banderitas en balcones y ventanas según la Roja pasaba las eliminatorias, incluso en balcones y ventanas cuyos dueños llevan muy otra bandera tatuada en el alma. Y es que como dijo alguien ayer en la radio “Es tan bonito ver la Cibeles con la bandera de la selección”. Y uno se queda perplejo y ojiplático, casi tanto como me quedé ayer asistiendo televisivamente al macrofiestorro a orillas del Manzanares, más que nada asombrado de que los túneles de debajo no se abrieran, al ver como la hasta hace poco bandera que te hacía sospechoso o colega pasaba a ser seguida ciega e indiscriminadamente. Pulpo incluido. Incluso se oyó en Moncloa una versión del Cara al Sol con letra laudatoria para los Dioses Rojos pero también el en otro tiempo célebre “Sí, sí, sí, Dolores a Madrid”, cambiando el Dolores por La Copa. En el fondo está bien, por fin se ha descubierto lo que tienen en común las gentes de este país, por eso creo que la verdadera bandera patria es la última de las que ilustran esta entrada. Todas ellas las he ido viendo estos días en que, por una vez, todos hemos sido “rojos”, por cierto ¿no echáis de menos una en concreto? No la vi. Por eso sé que es la bandera de la selección lo que se veneró.
Otro día hablamos de los toros, las banderas y Osborne.

jueves, 8 de julio de 2010

Fragilidad

Cuando hace poco reordené mi armario encontré algo muy especial, tanto que he tardado un tiempo en digerirlo y en poder compartirlo. En el viaje a los tiempos pasados y llenos de fantasmas que es siempre abrir un armario o un cajón a veces uno se tropieza con un primer paso, con el principio de un camino que no debió tomar o que no tuvo más remedio que tomar, el primer movimiento de la sinfonía de un fracaso o el primer compás de una vida. Es el momento en que, sin saberlo, tu vida cambió de rumbo y tomó justo aquel que no debía, aquel que te llevó al naufragio personal o aquel que te abrió las puertas de algo grande. A veces no es exactamente ese instante lo que aparece sino los signos inequívocos de que te precipitas a él como quien se desliza ladera abajo hacia un pozo sin fondo.
La imagen que inicia esta entrada es la portada del libro en el que aprendí a leer, más o menos, ya sabéis “mi mamá me mima mucho” cuanto te soltaba cada bofetada que te borraba la cara al menor desliz, o “Pepe fuma en pipa”, cuando no habías visto una pipa en tu vida, o “mamá amasa la masa” cuando no tenía tiempo para reposterias ni masas, bastante con hacer una comida decente como para andarse con gollerías. En fin, esas cosillas que todos hemos tenido que decir y leer en nuestros primeros libros que se convierten así en la primera escuela de hipocresía de, por lo menos, mi generación. Encontrarlo, cuando ya lo creía perdido, fue un revolcón emocional, sobre todo cuando recuerdas en qué momento llegó a ti y las caras, las luces, los gestos de quienes te rodeaban. Yo confieso que lo miré con recelo pensando que la que se me venía encima no me apetecía nada. Tan a gusto que estaba yo.
La segunda me demostró que ya desde muy jovencito, unos doce o trece años mi camino me empujaba, violentamente a tierras orientales, a geishas y dramones tremendos. Ya conocía Madame Butterfly (no me digáis que no era un bicho raro para ser alguien en cuya casa no había tocadiscos y no oía más música que la de la radio en AM) y, claro, la pareja natural de una cuasi geisha sólo podía ser un marino. En realidad, la vena oriental ya se me veía venir desde unos años antes, siete u ocho cuando llegó a mis manos una baraja que hace poco se ha vuelto a reeditar “Familias de siete países” a saber: Tirolesa, India, Esquimal, Bantú, Arabe, Mexicana y, naturalmente, China. Jamás presté atención a las otras familias, jugaba para reunir la familia china y, claro, perdía siempre. Lo cierto es que siempre he perdido en todos los juegos, tanto de habilidad como de suerte. Quien nace patoso… y que nadie me diga aquello de “Desgraciado en el juego, afortunado en amores” que le sacudo virtualmente hablando. En fin, volviendo a lo nuestro, resulta inquietante ver como desde un principio tu destino te va dando pistas de tu vida, como desde la más tierna infancia (o la más perversa infancia pues hay que reconocer que hay niños muy cabroncetes, entre ellos: yo) hay presencias, preferencias claras. Es inquietante ver como una simple postal, que vaya usted a saber quien me regaló, y un viejo libro mal conservado (yo, que cuando acabo de leer un libro parece que ni se ha abierto) te pueden revolcar en un magma de sentimientos y desconciertos, de añoranzas y pesadumbres por un paraíso perdido que debió ser pero que ni en mis mejores recuerdos lo fue. Añorar una infancia que pudo haber sido y no fue, una geisha que pudo haber sido y no fue, una partida que se pudo ganar y… se perdió.
Lo peor es que aun tengo muchos armarios que reordenar.

viernes, 2 de julio de 2010

2 de Julio en Chueca.

Hoy he ido, tempranito con las calles recién regadas y los baretos aun llenos de gente que tomaba la última o la primera, que vaya usted a saber, a la Calle Hortaleza. Para quienes no conozcan esta ciudad Hortaleza está en pleno barrio de Chueca y, claro, está en fiestas. Según me acercaba las paredes florecían de arco iris, las aceras de pantalones pirata con piernas de gimnasio bien depiladas y abrazos entre osos o no osos, manos entrelazadas; las paredes lo hacían con carteles de hombres semidesnudos anunciando eventos y las calles con operarios montando escenarios, guirnaldas, entoldados, quioscos. En suma: alegría, vida y… sexo, en el mejor sentido del sexo, el de la libertad suprema de los cuerpos y la exaltación del placer. Me dediqué durante un rato, hasta que abrieran las tiendas, a uno de mis mayores placeres: el purísimo placer de callejear (bueno, no siempre tan purísimo). En Madrid es conveniente tener los ojos en todas partes: en el suelo para no caer en una zanja de obra, a los lados para que no te aplaste un camión saliendo de una obra, en los bolsillos por que… ya imaginais, pero también hay que mirar arriba. Madrid, a menudo sórdida y de apariencia ruinosa a ras de suelo, ofrece un espectáculo cambiante apenas se levanta la vista del piso bajo. Además para quienes nos gusta la historia y, sobre todo, la “petit histoire”, esos conocimientos inútiles que, sin embargo, nos forman más que los académicos, Madrid es una enciclopedia, muy especialmente del XIX y XX. Pues bien, iba yo de las guirnaldas a las buhardillas, de los besos de tornillo a los barriles de cervezas siendo descargados cuando me encontré con una de esas placas que dan ese dato tonto, sin importancia quizás pero hoy para mi sí la tuvo.

La placa decía que en esa casa había nacido el escritor Enrique Jardiel Poncela, o para mis adentros, El Divino Jardiel. Sita la casa y la placa en la calle Augusto Figueroa, perpendicular a la calle Fuencarral. No voy a entrar en la calidad o no de tan peculiar escritor, conferenciante y dramaturgo, sólo diré, y eso explicará algunas cosas de este blog, que él junto a García Lorca y el egregio Oscar Wilde fueron mis primeras lecturas de semiadulto. Siento pues hacía D. Enrique veneración y gratitud pero también cierto resquemor pues siendo personaje tan sumamente trasgresor en su vida y en su obra optó por una ideología elitista y clasista, sin entrar en la definición derechas-izquierdas, machista (eso sí, con mucha gracia, las cosas como son) y en el fondo en la línea de las que fueron caldo de cultivo de las ideologías totalitarias que vivió en su tiempo. Las ideas progresistas le rechazaron por ello y las conservadoras por trasgresor. Aristócrata por definición y creencia, no por rango, la imagen que se veía esta mañana ante su casa natal ponía las cosas en su sitio. Mujeriego y machista, la homosexualidad era en sus obras si no motivo de burla sí de cierta condescendencia tolerante, su homosexual por excelencia es un tal Perico Espasa, “La tourneé de Dios”, y es periodista. Teniendo en cuenta la opinión que le merecía la prensa no es precisamente halagador. Su ventaja: que esos criterios elitistas eran corrosivos contra todos/todas/todo no sólo con uno u otro colectivo. Junto a la placa que le recordaba dos guirnaldas de banderas arcoiris colocaban al aristócrata en su lugar, entre los mortales con opciones de todo tipo diferentes a la suya. Seguro que le hubiera molestado, no por homófobo sino por popular. Don Enrique, esto es la vida, España y Madrid hoy 2 de Julio de 2010.