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viernes, 24 de enero de 2014

Dos emes en realce (tercera entrega)



Hubo un día, ya adolescente, que su abuelo materno tuvo una larga conversación con el tras una de las palizas paternas entre caprichosas y semialcohólicas cuyas causas nunca quedaban claras y que eran el pan nuestro de cada día en lo que quedaba de los hogares de los cuarenta. Manolo a menudo habla de aquella charla que vino a resumirse en que con su padre las cosas siempre serían así pues así habían sido con su abuelo desde el suicidio del bisabuelo; que él vería si se quedaba o se iba pero que si se iba tenía que ser ahora, cuando aun no se había pasado a mayores y todavía podía labrarse una vida fuera del valle.
-Pero, tenlo presente, si te vas no vuelvas por mal que te vaya todo. No vuelvas jamás a menos que puedas tirarles el dinero a la cara a todos. Si no, mejor dejarse morir bajo un puente.
Así fue como Manolo, la otra eme bordada en realce, salió del pazo en ruinas para no volver hasta pasados más de treinta años, con unos pocos duros en el bolsillo que le dio su abuelo, la clásica maleta de madera y un bachillerato prendido con alfileres que se caían a una velocidad alarmante. Por entonces, entre varicelas y catarros, Mariola aprendía sus primeras letras.
Nunca fue buena estudiante y tampoco se la exigía ni se esperaba más de ella, pero se lo pasaba bien en el colegio cuando podía ir, claro. A menudo, después de una de sus enfermedades su madre decidía que le vendría bien un cambio de aires y la enviaba con alguna de sus tías que nunca tuvieron claro si la mandaba a sus casas para que se recuperara o para hacer de criadita barata. Cuando no era así y pasaba la convalecencia con los suyos, su alcoba al caer la tarde se llenaba de muchachas cargadas de libros camino de regreso a casa. Pronto, ella y las demás, fueron dejando a medio acabar los estudios, alguna hubo que llegó a maestra para no ejercer jamás, y las visitas a la eternamente convaleciente Mariola se fueron convirtiendo en tardes de costura y, muy poco después, de ajuares. Tantos juegos de sábanas para Pepi, tantas mantelerías para Luci, sin prisa pero sin pausa lo propio para Andrea, su hermana que se eternizaba en un noviazgo poco entusiasta desde los trece años con Fernando, estudiante a la sazón de Derecho e hijo de los dueños de la mejor joyería de la ciudad. Por compromiso (o burla quizás), de vez en cuando, alguna de las chicas decía “podíamos ir haciendo el de Mariola” pero era ella la primera en reírse y dar largas al asunto. Por eso cuando llegó el momento hubo que encargar y comprar a toda prisa la mitad de las cosas.
Cuando Manolo dejó la casa familiar aun faltaba mucho para toda la historia de los ajuares. La maleta de madera era un equipaje demasiado ligero para emprender una vida y más aún con los estudios mal asimilados de puro prendidos con alfileres aunque los buenos oficios del párroco hubieran conseguido que los cuatro y medio fueran seises, los seises, ochos y los escasos sietes, sobresalientes. No sé si en la recia maleta o en su cabeza con orejeras bien orientadas llevaba también algunas cosas como el olfato para detectar quien mandaba donde, saber cómo y qué podía sacar de ese alguien, el servilismo vulgar ante el poder por mínimo que fuera y un sentido innato de superioridad de clase que le permitía –y permite- aislarse cómodamente manteniendo infinidad de relaciones sociales que basaba oscilando entre el servilismo a la condescendencia con una peculiar y envidiable habilidad.
No suele hablar mucho de casi nada que no sea convencional, conveniente y previsible y por previsible quiero decir que domina como pocos el arte de saber lo que se espera de alguien de su edad y condición y cada palabra se ajusta a lo que se supone que debe pensar y decir alguien como él. Más si en general habla poco aun menos lo hace de aquellos primeros años lejos del terruño por lo que las fuentes, tan necesarias para el historiador serio, son escasas, unas pocas pinceladas inconexas y deslavazadas que no permiten rigor alguno. Pocas cosas se pueden afirmar pues de ese tiempo, tan pocas como que entró en un ministerio a temprana edad y que fue recorriendo el país de destino en destino, fugaces referencias geográficas que poco aportan al conocimiento del personaje, ni siquiera sus gustos pues en nunca comenta la belleza de tal o cual paisaje o ciudad lo que deja al observador perplejo dudando si lo hace para no ofender o por absoluta incapacidad de percibirla.
Si nos encontráramos a Manuel unos años después, pocos antes de conocer a Mariola y ya cercano a la treintena, nos costaría reconocerle. No se ha convertido en el hombretón que prometía, el último estirón ha sido escaso en altura que no en amplitud de hombros. No sería eso lo que nos haría pasar a su lado sin saludarle sino el, por mejor decir, los sutiles pero rotundos cambios en sus rasgos que no sólo han cobrado la firmeza del adulto sino que también una ambigüedad expresiva que resulta desconcertante incluso en perfecta quietud. Los ojos son mansos, dulces, inteligentes pero sin la curiosidad juvenil que le conocíamos, inspiran sin duda confianza, o lo harían si sus labios finos no hubieran adquirido un peculiar rictus autoritario. Si a la confianza de los ojos traicionan destellos de ira contenida, al despotismo de su boca contradice la sonrisa apacible, casi permanente que se borra en las situaciones convenientes, por ejemplo: cuanto está solo.
Para terminar con su aspecto diremos que Manuel era estas alturas un joven atildadísimo, siempre perfecto, sin una arruga ni una mota de polvo en la americana. Si se me permite un comentario personal diré que era casi imposible imaginarle en pijama a menos que fuera de raso o seda y aun así las neuronas le pondrían por su cuenta una sobria corbata.
Sin embargo, los años habían dejado otras cosas además de las transformaciones visibles. Por ejemplo, que por fin su padre se había volado la cabeza con una escopeta de caza en mitad del monte como era previsible y de agradecer pues así se enteró medio pueblo sin que nadie se llevase un susto de muerte. Recibió la noticia en el otro extremo del país y ni siquiera intentó llegar entierro. Murió apaciblemente su abuelo, recibió la noticia destinado a apenas seis horas de tren de los cincuenta pero tampoco hizo nada por acudir a despedirle. Como tampoco movió un dedo para ir a las bodas de sus hermanas. De hecho, nuestro hombre ni siquiera contestaba a telegramas, cartas urgentes o invitaciones, no de un modo especial al menos. Le bastaba la carta semanal del jueves cuya tarde dedicaba a la correspondencia sin fallar una, aunque lo parezca no era tarea baladí pues en cada uno de sus breves destinos oficiales había trabado diversas amistades. Curiosamente, nadie de su edad había pasado a engrosar la lista de quienes recibían sus atenciones de los jueves por la tarde, todos los miembros de tan selecto grupo eran mayores y… mejor situados, ah, casi se me pasaba por alto que tampoco encontraríamos en sus cuidadas cartas de caligrafía perfecta y lamentable ortografía ninguna mujer, excepción hecha de sus hermanas y un par de venerables y casi ancianas viudas de algún difunto jefe directo suyo que conservaban aun buenos contactos y recibían cartas mensuales de aquel joven tan atento.
Observémosle “in illo tempore”, un jueves por la tarde a la vuelta del trabajo en la habitación de la pensión, sentado a la pequeña mesa, envuelto en un batín, aun con la corbata perfectamente anudada comprobando a quien toca responder y a quien escribir sin esperar respuesta. Letra picuda, armoniosa y legible, un gozo de ver con sus renglones perfectos –escribía sobre un papel recio donde había rotulado poderosas rayas negras que se dejaban ver a través de casi cualquier papel-, sus márgenes –literalmente- trazados con tiralíneas, su firma artificiosa y clara con un trazo final que medio tachaba elegantemente el nombre, esos sobres modélicos con los sellos perfectamente encuadrados. Lo dicho: un verdadero placer estético… con faltas de ortografía.
El resto de su tiempo libre solía salir a divertirse con compañeros de trabajo y edad, no sé como pues no le gusta el cine, ni el teatro, ni leer, bebe por compromiso con una moderación excesiva y los toros y el fútbol eran y son para él poco más que algo para participar en las conversaciones de los compañeros del trabajo. Lo que sí sabemos a ciencia cierta es que pasaba mucho tiempo en la iglesia, no sólo en las misas de domingos y días de precepto, sino también muchas horas sentado solo en los bancos meditando. Allá donde iba buscaba un director espiritual, casi siempre el capellán del centro oficial donde iba destinado, con quien confesaba de dos a tres veces por semana escrupulosamente.
Así las cosas le destinaron durante un par de años a la oscura y opaca ciudad castellana donde Mariola ya había abandonado los estudios y se dedicaba a reponerse una y otra vez, en el tiempo que le quedaba libre seguía el eterno juego de ajuares y ya iban empezando a aparecer canastillas con primores para los retoños de las amigas más lanzadas. Una ciudad más para Manolo que se apresuró a presentarse al capellán y hacer con él una confesión general de su vida de soltero casi treintón; seguramente algo más le confesó a este sacerdote que no había dicho a los otros o simplemente le pilló en un mal día. El caso es que le negó la absolución y le aseguró que estaba condenado si no había una seria enmienda en su vida. Cuando se lo oí contar me parecía estar en otro siglo pero no, era el XX e iban a empezar los sesenta o ya habían empezado. No me resultó difícil, sin embargo, imaginar el impacto en aquel hombre de casta de suicidas de semejante afirmación pues aun muchos años después se perturbaba profundamente al comentarlo palideciendo y bajando la voz hasta el susurro.

3 comentarios:

  1. No creo que ese pecado sea el gran secreto de nuestro hombre. Los curitas de asustaban por nada en aquellos tiempos.
    Espero que la siguiente entrega llegue pronto que te haces mas de rogar que la nueva temporada de Mad men.
    Un abrazo

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    Respuestas
    1. Es que no veas ni la movida que he tenido encima ni lo que me está costando "parir" a Manolo.

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  2. He tenido que retomar el final de la publicación anterior, a ver si la siguiente no se demora tanto, o tendrás que hacer un recopilatorio.

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