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jueves, 31 de julio de 2014

Las patrias chicas

En la última entrada mi buen amigo Uno me preguntó que cuantas patrias chicas tengo yo y es una magnífica pregunta. De tener tantas, no sé si no tengo ninguna o las tengo todas. Veamos, lo que tradicionalmente se considera patria chica, es decir el lugar en que se nace y se cría uno pues, nacer nacer, nací en la gloriosa Isla de San Fernando, último refugio del país con Napoleón jugando a Emperador. Los esteros, los habitantes y la coña marinera de la gente no sólo le pararon sino que nos dejaron la constitución del 12. En fin que motivos tengo para sentirme orgulloso de mi primera patria chica, tan solo que no la conozco, estuve allí los meses suficientes para enfermar y tuvimos que venirnos a Madrid.
Antes de hablar de Ministriles, del corte y del recorte demos unos pasos atrás. En mi genealogía via materna por lo visto era tradición que las jovencitas castizas y retrecheras, de las modistillas que iban a repartir luciendo palmito y trapío, casaran con mozos de la Mancha Profunda, de los de boina y blusón o como en el caso de mi abuelo, de buen pasar que se fumó antes de escuchar reir a mi abuela en el taller de costura. Perdonadme el casticismo pero es cuando una madrileña se ríe... es como cuando taconea sabiendo que lo hace: no hay quien se resista. Sí, sé que parece cosa antigua y que ya no se da pero sí se da, mucho más de lo que creemos. En fin, Uno, que mi madre nació en la calle Goiri y se recrió en la Calle Avila frente a la Calle José María de Castro en cuyo número 7, el famosísimo 7 acabó alojándose casi toda la familia menos mi abuelo. 
Por otro lado, mi padre se pierde en la galleguidad céltica, no me extrañaría llegar a Asterix, tierra que conozco de cuando fui allí a los cuatro años, o sea que conocerla tampoco la conozco, lo que no quita que haya mucho de mí más de campesino gallego aferrado al terruño, ciertas formas de ver el mundo, cierta lógica y sentido del humor propios. Como tras pasar unos años en la gélida calle Maudes, en el edifio ese del chaflán, acabamos viniendonos a La Latina pero a una zona llena de gallegos también tengo algo de su visión sobre natural, vamos que para mí es tan natural que aparezca una tuneladora como la Santa Compaña, sólo que me parece más tranquilizadora ésta. 
Finalmente uno de mis primos se casó en Ciudad Real y de repente descubrí un lado manchego -pisto aparte- como cierta forma práctica de abordar las cosas, cierta dureza (leed La Balada del Abuelo Palancas, de Felix Grande, por favor) y la capacidad de apreciar cierta forma de belleza peculiar. Todo eso llevo en los genes y se me levantan a la menor, pero es que un día fui a Sevilla y me declaré sevillano adoptivo siendo ya coplero de pro. 
¿Cual es mi patria chica? Pues seguramente depende del momento. A veces me salen unos "amos anda" que la Cibeles se queda escalofriá, otras unos ¿o no? que se me pone cara de cruceiro, de hecho quienes no conocen esta historia por mi aspecto y manera de ser me creen gallego, no digo más. 
Me fascina la amplitud seca de la Mancha, sus colores, y sobre todo su no sé qué, ese look mesetario con que tanto nos insultan las gentes de costa, de costa este generalmente. A mi cuello el Carmen Marinero, en mi mesilla La Paloma, a su lado la concha de peregrino y entre todo este batiburrillo en mi mesa, una Esperanza Macarena. Creo en las Meigas, por que haberlas haylas que las conozco, y fui exorcizado en un corralón manchego parecido a los que describe Almodóvar, cuando quiero me sale el andaluz de nacimiento y cuando me dejo llevar veo la ermita de San Isidro, la Plaza Mayor, o un simple bocata calamares y si me pilla con la guarda baja lloro como un magdaleno. Grito "Chencho" en Navidad, y Rosalía me encoge el alma, lloro con Lorca, como corresponde a cualqier inteligente pero también con Rafael de León. Si suena una jota manchega soy yo el primero en corearla. ¿Que de donde soy? Y yo que sé.
Si sé que quisiera ser de un sitio donde pudiera no saber que hay gentes que celebran los asesinatos de los niños en los bombardeos. De una patria donde eso nos helara la sangre y no acabáramos pasando por esa realidad como sobre las otras. Buscaba una imagen para ilustrar esto y encuentro un titular "palestinos celebran la muerte de toda una familia bajo las bombas" y uno ya no sabe donde mirar. 
Posiblemente la única patria chica de una persona hoy sea tan chica como el cadáver de un niño de Gaza o Israel reventado por las bombas, mientras otros, muchos, celebran su muerte, y otros, muchos más deciden ignorarla. Si hay patria chica que tenga algo de ética es esa.

domingo, 27 de julio de 2014

Venganzas históricas o una copla muy mala, pero cierta.

Como ya os dije he decidido este verano meterme menos presión en lo que esté en mi mano así que como el blog lo está os daréis cuenta de soy algo menos exigente en mis palabras, salvo aviso previo. Cuando elgieron alcaldesa de Paris a una paisana de la más chica de mis patrias escribí algo así, que de puro malo me dio vergüenza. Al eliminar presión pues mira, tampoco está tan mal.


Con las bombas que tiran los fanfarrones
Se hacen las gaditanas alcaldesillas
Del París de la Francia, alcaldesillas
A pesar de grandeur y la Deneuve
Se hacen las gaditanas alcadesilas
Del París de la Francia, alcaldesillas
A pesar del Napo y de su historia
Se hacen las gaditanas alcaldesillas
Del París de la Francia, alcaldesillas
De La Isla a París, alcaldesilla
De Puerta Tierra a Versalles
Como la Eugenia, es alcaldesa
Del París de la Francia es alcaldesa
Con la grasia de Caí y su salero
Con la sal reluciente de los esteros
Es alcaldesa, con la grasia de Caí
Y su salero
A pesar de las bombas que nos tiraron
A la Isla bendita de San Fernando.
Es alcaldesa, niña, con su salero
Ni siquiera pasaron de los esteros
Del Paris de la Francia es alcaldesa
Ha jugado de nuevo la historia esa
De que París al cabo, quiera o no quiera,
A una española tiene como bandera.
Es alcaldesa, niña, es alcaldesa,
Con la grasia de Caí y su salero
Y la sal reluciente de los esteros.

domingo, 20 de julio de 2014

Verano, vacaciones, recuerdos, ilusiones, decepciones.

Habréis observado que últimamente las entradas se vienen distanciando un poco más de lo habitual. No, no pienso dejar el blog, ni siquiera tomarme unas vacaciones estivales. Lo que si voy a hacer es durante un tiempo no presionarme para tener que poner una entrada cada cuatro días como venía haciendo o lo intentaba al menos. Espero que tan solo lo que dura el verano. Si todo va bien recuperaré el ritmo pasado este tiempo en otro tiempo tan estimulante para mí. Ahora veo a casi todo el mundo preparar sus vacaciones con ilusión y expectativas como un espectáculo ajeno que me esfuerzo en comprender pero que no logro hacerlo. Sé que yo viví todo eso: el equipaje, la perspectiva de reencontrar amigos, amores, de romper la monotonía, incluso eso de comprarte un bañador nuevo diferente aunque el del año anterior estuviera nuevo. Sé que todo aquello ocurrió, lo recuerdo, pero no consigo comprender esta pequeña voragine que fue la mía de preparativos y  alegrías. Debo haberme hecho viejo, infinitamente viejeo a mis cincuenta y cinco cabales. No salgo de vacaciones, no me veo con fuerzas, ni físicas ni mentales. Supongo que han sido demasiadas desilusiones, demasiadas perspectivas rotas, demasiado vacío para no agotar al más pintado. No, seguro que machotes que han tenido más pero aun les quedan ganas. A mí, no.
Hoy me he confirmado en lo que yo ya me imaginaba. Caminaba por Preciados cuando apareció otro especimen de enlutada: luto cerrado y media tupida, nada de frivolidades.
Mi experiencia con los lutos no es para contar aquí, ni siquiera para contarla salvo para quien haya vivido algo parecido, baste decir que sólo la tenue línea de no tener dinero para criadas y demás impedía que mi casa fuera algo peor que la de Bernarda a la hora de los lutos. Las odio. Las odio a muerte, mi instinto es la de inflarlas a sopapos para que tengan por que taparse la cara. El látigo de nueve colas se me queda corto. Ya lo sé, ¿a mí que me importa? Nada, nada absolutamente. Como si las parte un rayo. ¿Que son muy libres? Habría que verlo, ver lo que van sembrando con su soberbia de Mater Dolorosa, habría que ver qué exigen desde el pedestal en que se creen subidas con sus lutos. Diréis que en las ciudades ya no se ven salvo entre "minorías étnicas", pues no: se ven y no precisamente limitadas a las minorías étnicas. Si no exigen nada, sí, son muy libres, y, por tanto ¿a mí que coño me importa si van de luto o de verde pistacho? Tras el primer arrebato flagelante me paré a preguntar que narices me pasa. La respuesta está en la imagen que encabeza la entrada.
Como ya habréis reconocido es de "Up", una de las mejores películas de animación y de obligado cumplimiento para quien intenta salir de un pozo, manual debería ser de autoayuda salvo por lo que es la anécdota del aventurero. El protagonista se empeña en arrastrar su casa con todos sus recuerdos a un remoto lugar donde prometió llevar a su mujer y nunca pudo hacerlo. Cargando así con todo su pasado, cuando ya no vale para nada, cuando ya no le ayuda.
Buda decía que si te encuentras un río y haces una barca para cruzarlo, cuando lo has cruzado ¿sigues cargando con la barca?
Pues últimamente el peso de mi pasado está siendo demasiado para mis fuerzas, cosas que aparecen recuerdos indeseaddos, comentarios, películas. Soy historiador y entiendo mucho más el pasado que el presente, no sé de qué va el actual juego de relaciones, de poder, de lenguaje. ¿De qué va el ser humano hoy? No puedo entenderlo, por eso amo el pasado, pero el caso es que así, sin darme cuenta ha ido ocurriendo algo curioso. Cuando alguien quiere liberarse de un objeto o libro, o cualquier cosa, me lo da: "Toma, que yo sé que tú no lo vas a tirar como mis nietos", "Toma, aquí aprendí a leer", "Toma las fotos que guardaba tu tío solterón que nadie sabe de quien son, que a ti te gustan". Cierto, y todas esas cosas van componiendo puzzles tan sórdidos y crueles como los de los pasados de cualquier vida, sólo que soy yo quien carga con ellos. Pasados secretos que abren las puertas de los secretos presentes y que he de callar, añoranzas, amores. Ya no es la casa de mi pasado la que arrastro, son decenas de casas que hay que manejar con cuidado para no herir, que hay que cuidar por que me fueron encomendadas para que no se perdieran. Esto tan abstracto tiene una doble vertiente, por un lado la puramente verbal o incluso escrita, por otro la material. La caja donde alguien guardaba los botones, el alfiler de boda de no sé quien, las fotografías de comunión de desconocidos, felicitaciones fechadas en los años diez, unos guantes de boda. Poco a poco invaden la casa, el espacio y el que queda libre se impregna de las historias que acompañan a esos objetos, los guantes que se prestaron con el tocado y no devolvieron el tocado, la evocación de las calles de los remitentes de los años diez, la pregunta de si sobrevivieron a la guerra, de a quien iban dirigidos. Acaban ocupando tu, mí, espacio, mi, si queremos, alma y la sofocan incapaz de combatir el presente con tan pesada armadura -estoy deliberadamente evitando los más sangrantes-, un guerrero sofocado por su peto y sin espada.
Hace poco ha nacido una niña en mi edificio. Esto en una comunidad más de geriátrico que de otra cosa es más que un acontecimiento. Su madre es la nieta de una vecina que llegó a este edificio siendo ya vieja y vivió creo que hasta pasado el siglo, hace años que murió la mujer. Pues resulta que junto al lujo de la bebita dormida, de esa alegría de la llegada de un niño, de repente resulta que levanto la vista y a quien veo es a la bisabuela, por cierto, una bruja de las de escoba, pues debo ser el único que recuerda sus rasgos y los reconoce en la mamá encantadora de la pequeña.
Cargo con demasiados pasados, hago demasiadas referencias a lo que dijo la gente que conocí y ya no están, la música más moderna que oigo es "La televisión pronto llegará" y hoy a punto he estado de comprar "Arriba y abajo" en DVD.
Un cuento de Cortázar se titula creo recordar "Casa tomada", a Cortázar siempre me cuesta seguirle, en realidad, aunque me he leído todos sus cuentos no he conseguido que me interese en absoluto, demasiado moderno para mí, sin duda. Pero hoy me pregunto si en "Casa tomada" no está hablando precisamente de esto. De un pasado, de unos pasados propios y ajenos que no dejan sitio para un presente abierto.

martes, 15 de julio de 2014

Pedro Sánchez o La vida es puro teatro (La función debe continuar)

 La rosa mustia del PSOE ha elegido a su nuevo líder. Que conmovedor, primarias o casi para elegir a un "Presidenciable", en esta foto le vemos ya retratado como tal. Los asesores de imagen cada vez se quiebran menos la cabeza o es que el elector traga con carros y carretas. Viéndo la foto no hay nada que la diferencie de las de un Kennedy en campaña. Lamenteibol.
Y no es que me importe, digo, no es que tenga yo nada en contra de este rapaz. Líbreme San Ciprián de tener prejuicios contra él. Cousiñas si que tengo, sí, pero nada importante. He usado estas frasese en tono galaico por que estoy como el clásico gallego -al fin y al cabo la mitad de mí lo es- que no sabe si subir o bajar la escalera. A ver, uno es de Madrid,  mire usted, y uno, que se traga informativos a peroladas no había oído ni una palabra salida de la boca de este presidenciable hasta hace unos meses. Que sí, que trabajaría mucho dentro del partido, dentro de la CAM aguirrista. Que vale, pero que no apareció -como el conejo de la chistera o de la pamela- hasta el momento justo dando un quiebro de recortardor y dejando con tres palmos de narices a Madina, uno de los pocos españoles a quien el PP no puede llamar proetarra, pero con un evidente apoyo del APARATO OFICIAL, lamentablemente la gestión de Rubalcaba estos años no es un buen respaldo para nadie. El APARATO que parece apoyar a Sánchez parece ser el andaluz, tradicional feudo del partido. Bien, lógico, coherente, mina de votos, etc. pero hay un algo que como a cualquier casi nacido en Ministriles me huele a "puchero enfermo", a nueva oligarquía caciquil en las autonomías incluso dentro de estos partidos que se supone "progresistas".
Repito que nada tengo contra el personaje y apenas le he oído hablar -eso sí que lo tengo, como madrileño me hubiera gustado oír a alguien de la oposición, él, por ejemplo, defenderme de los ataques y vejaciones a las que nos sometió y somete Aguirre y su delfín, no he de quejarme que aquí aquel refrán de "otro vendrá que bueno me hará" siempre se cumple y Dios sabe que plaga bíblica nos espera tras ellos-, pero en realidad esta entrada no va de Pedro Sánchez sino de teatro.
La vida es puro teatro, dijo alguien, la función debe continuar, dijo otro alguien y sobre todo alguien escribió una bella melodia (de Broadway, por supuesto) que "no hay negocio como el negocio del espectáculo"; y como uno ha visto muchas pelis, ha leído muchas novelas y mucho teatro, he leído tanto que me he leído a Maquiavelo -que tiene su mérito- e incluso algunas cosillas de Confucio -que tiene bastante más mérito-. Como uno tuvo la desgracia de haber vivido la era teatcher -profeta del neoliberalismo más asesino y destructivo incluso viniendo de un país como Inglaterra donde algunos de los héroes nacionales son un pirata y un destripador- pues se sabe la función y como estoy lleno de mala intención os voy a contar la pieza.
Tras el intento frustrado por el sueño de las Azores del Aznar, con la llegada del Registrador se puso en marcha a toda velocidad un proceseo destinado a desmontar el estado, que no quede piedra sobre piedra ni contrato firmado que se cobre. Las órdenes son taxativas y puede que lleguen del Reichstag o del club ese misterioso, o de los siete sabios de Alejandría, o de esas estructuras fantasmales sin ópera llamadas "Mercados" o lo que seríua aun más aterrador: de Confucio y sus principios. Pero vengan de donde vengan hay que cumplirlas, por eso la rosa mustia, en realidad, no lucha por lograr el poder, quiere que el trabajo sucio lo acabe quien está verdaderamente interesado en él o si no, tendría que hacerlo ella. Por eso no se presenta batalla seria y este presidenciable no es sino el comparsa del fracaso PSOE de las próximas elecciones, luego se abrirá un nuevo proceso que dará paso a un candidato que sí presentará batalla, eso si a esas alturas no ha habido un decretazo eliminando eso del voto tan del siglo pasado. Aventuro que será candidata, signo de igualdad y progresía, se presentará como redentora del Estado al que con sus silencios están ayudando a desmontar y nos concederán las migajas acordadas previamente. Nosotros, plebe cada vez con menos capacidad de reacción y de pensamiento, según los informes educativo-pedagógicos, diremos "Oh, gracias" y volveremos a comulgar con las ruedas de molino de un más que falso progresismo ya que el de verdad, el del pensamiento, el de la visión social del Estado y el de los derechos mínimos de un ser humano por un lado y del humano trabajador -cobrar un sueldo, tener un horario, frivolidades como estas-, no lo encarna hoy por hoy nadie. Y esa maravillosamente trabajada falta de formación entre las generaciones cuyos papás no los pueden sacar a estudiar a Yankilandia o Suiza o donde corresponda, garantiza que no se vaya a encarnar en nadie que no sea fácilmente descalificable, recalificable o comprable.
No sé si me entienden, no sé si me explico.

miércoles, 9 de julio de 2014

La última cita (cuento)

Como sabéis estoy dando un somero repaso por cajones, armarios y demás, de aqui que estén saliendo textos un tanto "añejos", este es de antes del noventa y cinco pero no sabría decir más sobre su fecha. Es algo más largo de lo que suelo pero no he querido corregirlo para no perder la fuerza de uno con veinte años menos. 



Cada noche, Sergio, llega a casa, un piso amplio en un barrio frío, moderno, repleto de gentes que, como él, entran en lo que se considera triunfadores jóvenes. Carne de bancos y negocios, gimnasios y viajes de fin de semana a lugares gratos y, sobre todo, caros.
En el portal, la luz indiferente de los plafones baña el matorral verde de plástico torpe. El ascensor es pequeño pero se pretende disimular con un espejo ante el que, cada noche, coloca la corbata y el pelo con el mismo esmero que si fuera a salir en vez de entrar. Sonríe siempre en ese momento al notar, poco a poco, acelerarse las pulsaciones en las muñecas y las ingles. El sudor frío comienza a recorrerle la espalda y las manos hasta empapar la camisa de seda que se deja sentir ahora especialmente suave y sensual en los puños y los pezones, exacerbada la piel, como cuando los dedos de Isabel se deslizan entre los botones, buscándola.
La puerta del ascensor se abre con un tenue chasquido, ahora es cuando las rodillas empiezan a temblar, respira profundamente hasta sentirse abrir las costillas por el aire que huele a ambientador, aromas del bosque de pinos canadienses en sobrecitos de plástico. La moqueta es de un verde sucio, jugando con el tono opaco de la tela de las paredes y el blanco del rodapié y los interruptores.
La puerta de su casa, una más de la planta, es sólida, como todas, y de un color indefiniblemente oscuro a la eterna luz indirecta y demasiado débil de la escalera. El sonido de la llave al entrar en la cerradura es el punto sin retorno, ha de entrar en su casa, un piso amplio y caro, con todo aquello que se supone debe contener un habitáculo moderno. El pavor total, casi paralizante, se apodera de él, como cada noche, antes de cruzar el umbral. Un paso más y el golpe de la puerta al cerrarse tras él. Da ese paso.
Pone en marcha el compact casi inconscientemente; ni siquiera escucha la música, una distante composición japonesa que alguien le regaló, seguramente Isabel. Quizás algún día acabe por cogerle el gusto, de momento va acostumbrándose.
Sobre la mesilla de noche deja con el cotidiano cuidado el reloj, la billetera, el anillo y el sobre que saca cada noche de un cajón. Era un sobre corriente y blanco el día que empezó todo. Ahora está amarillento y un poco arrugado por el ir y venir diario del escritorio a la mesilla.
Estará ahí, junto al despertador electrónico que sonará a las siete de la mañana suceda lo que suceda, hasta que todo haya pasado una vez más. De la lámpara triste cuelga una medalla de esmalte blanca y azul, con una inicial curvilínea. Una ele, de Laura. Casi roza el ajado papel del sobre, ennobleciendo con su regusto empalagoso de bisutería de tenderete la anodina luz verde de los inestables dígitos del reloj. Llevó esa medallita en el bolsillo de sus vaqueros los ocho días del dieciséis al veinticuatro y después hasta el veintisiete de un mes de julio. Hace ya años, tenía dieciocho recién cumplidos. Laura, dieciséis.
En el cuarto de baño, el espejo, grande, ante el que se desnuda relajando poco a poco los músculos, asumiendo como liberación el pavor que, ahora, es ya tan suyo como el pelo o las uñas, le devuelve la imagen de un hombre adulto; tiene ahora la misma edad que el otro tenía entonces. Piensa un instante, breve, o quizás esta noche no podría soportarlo, en la mirada de aquellos ojos cuyo color no recuerda sobre aquel cuerpo.
El agua caliente salpica los baldosines rojizos formando con las gotas caprichosas figuras, un paisaje, un dragón o irregulares mariposas que se funden en el deslizarse de una lágrima pared abajo. Con Isabel juega a veces a interpretar imágenes en las nubes pero él siempre finge no ver más que algodón. Le resulta tan extraño compartir ese juego infantil con ella que prefiere escapar así y tomarla el pelo. Ahora estará llegando a casa del trabajo y dentro de un rato charlarán por teléfono, seguramente, como cada noche, saldrán a tomar una copa, quizás acabe esta noche también entre sus brazos. Para entonces ya habrá pasado todo. En el vaho de los azulejos el dedo traza una curvilínea y barroca ele.
Está cansado, aunque no se ha cuenta hasta ahora, al ver la ele de la pared. También la escalera de la casa de Laura estaba llena de la inicial pintada a tiza, rotulador o grabada en el muro a golpe de navaja. Ya es casi un acto reflejo dibujar la ele cuando se encuentra ante una superficie virgen. Otros hacen pajaritas de papel o cuadraditos, Isabel, por ejemplo, firma y Laura hacía patos partiendo de unos donosos doses con los que llenaba las hojas de sus cuadernos en el instituto; otras veces eran margaritas diminutas las que poblaban sus apuntes. Por eso aquella tarde de entierro añoró algún modesto ramo avasallado por las grandilocuentes coronas de ayuntamientos, colegios etc., etc. Unas cuantas margaritas perdidas en aquella interminable pesadilla, aunque nadie las viera. Como a él tampoco le habían visto, uno más de los jóvenes que acudieron o no acudieron al cementerio. Como cada día se subleva, también entonces lo hizo, por el escaso valor de palabras y promesas. Uno más.
Sale de la ducha y se seca, desodorante, unas gotas de colonia y afeitado, preparándose para la cita diaria. Seguramente cenarán fuera, le han hablado muy bien de un restaurante coreano muy cerca de casa de Isabel. A Laura le habría gustado la comida oriental pero no le dieron tiempo a probarla, en el pueblo no había por entonces ni un chino. El verano pasado vio varios y también hamburgueserías y hasta un par de karaokes. Tenía dieciséis años aquel dieciséis de julio en el que quedaron a las once, después de la procesión de la Virgen del Carmen, donde siempre; una plazuela con cinco palmeras y tres bancos que ocupaban el grupo de amigos cada noche de verano.
Ya no se hace la colonia que usaba entonces, sólo hace diez años –ya hace diez años-, y apenas queda algo de lo que fue suyo, ni la colonia, ni las modas, ni la música, ni Laura; ni siquiera la casa de sus padres en el pueblo es la misma. Llama al restaurante y reserva mesa para dentro de dos horas, hay tiempo de sobra, lo que tiene que hacer, como cada noche, es cuestión de segundos.
Se sirve despacio una diminuta copa de moscatel. Compartieron, Laura y él, otra en lo más parecido a un beso que recuerda y siempre sonríe evocándolo al paladear el vino espeso y dulzón. La llave es el complemento cotidiano de ese sabor, la guarda en la caja de clips del escritorio.
Abre la puerta de la habitación y enciende la luz, un fogonazo sobre la pared despejada  donde cuelga la ampliación de la fotografía de carné que le dio laura. La original estaba, desde el primer día, en la billetera que le robaron hace seis años, incluso los ocho días en que el pueblo se lanzó a buscarla por los campos y los montes, estaba en el bolsillo de sus vaqueros, junto al colgante de esmalte azul y blanco que iba a regalarle esa noche del dieciséis de julio. No pudo hacerse con otra fotografía, no se atrevió a pedirla. Tuvo que hacer la ampliación y el resultado no es muy alentador, contornos nebulosos y la vivacidad de su mirada perdida para siempre.
Ante ella, una mesa con una ruleta de madera, que él mismo lijó hasta sangrar y barnizó mil veces, sobre la que descansan dos revólveres idénticos en la penumbrosa que sólo alumbra, cegadora, la imagen desleída, como la propia memoria, de su rostro. Se sienta y mira las armas, una de ellas es falsa, pero ya no sabe cual. En la otra hay una bala, una contra once. Versión libre de la vieja ruleta rusa a la que, cada noche, se enfrenta desde hace años, desde que quiso encontrar algo fijo donde asirse.
Suena el timbre de la puerta, nunca suena por que rara vez está en casa. No debe ocurrir eso ahora, hoy. No debería sonar el timbre y romper ese silencio en el que invoca y concentra cada día el recuerdo obsesivo y escurridizo de aquella mirada hoy deshilachada en un trabajo de laboratorio no demasiado bueno.
Cierra la puerta para aislar el timbre, siempre le ha parecido un error la persistencia del sonido. A la luz, en el peor de los casos, se la controla cerrando los ojos, pero para dejar fuera el ruido hay que cerrar puertas, ventanas, poner sistemas de insonorización o cerrar el cerebro al taladro persistente del sonido.
Cuando vuelve a sonar es el teléfono y ya apenas es para Sergio un eco lejano a pesar de su insistencia casi desesperada. Como cada noche se ha entregado al ejercicio exasperado de reconstruir aquellos días y acompañar, de una oscura manera, un instante a la  jovencita que desapareció un día del Carmen.
Al principio era fácil, estaba todo reciente, en carne viva, pero una tarde de agosto cuatro años después, paseando delante de la casa pintada de amarillo donde había vivido Laura se dio cuenta de que ya no recordaba el color de sus ojos, de que sus padres ya no vivían en el pueblo y de que la casa, antes, era azul. Hasta entonces la muchacha había sido una presencia constante a pesar de todo, viajes, estudios, nuevos amigos a quienes nunca comentó que conocía a la chica de La Malcañada –todo el mundo sabía del caso, por lo trágico y por haberse convertido en serpiente de verano de aquel año, haciendo célebre el lugar donde la encontraron-. Pero a partir de aquella tarde Sergio comenzó a asistir a la huida de la memoria como a una procesión. Hoy comprobaba que la colonia que usaba entonces ya no se fabrica, mañana que las margaritas del jardín ya no están, que ya no queda ni el jardín. En su lugar, el aparcamiento de un hipermercado donde los turistas veraniegos compran ofertas de lleve tres y pague dos y de todo a ciento noventa y cinco, ciento setenta y cinco, doscientas cincuenta.
Pronto, de lo que había rodeado a Laura no quedaba nada, hasta el nombre de la calle han cambiado, hasta las letras del nicho –bronce sobre mármol- se fueron cayendo y las flores de las amigas tan sólo aparecen de vez en cuando. Para él los recuerdos eran la inicial de esmalte azul, la torpe fotografía de carné y unos pasos involuntarios que le llevaban a la casa amarilla de la calle Santa Quiteria –antes la casa azul de la calle Unificación-; todo lo demás tenía que confiarlo a su memoria, depositaria huidiza por demás.
Quiso atrapar sus recuerdos escribiéndolos pero si una noche llenaba cinco o seis folios con anotaciones, a los pocos días le parecían esbozos de una novela en la que Laura era una intrusa. Y cada día, sin amarras, su presencia se borraba y Sergio lo percibía como una huida que le iba dejando solo. No quería caer en esa soledad que presentía, por eso se entregó con un desenfreno que, de no ser hombre de pocas palabras y menos gestos, capaz de esconder todo dentro de sí, habrían tachado de enfermizo, a desentrañar recuerdos.
Así recuperó aquellos retazos que no hacía tanto tiempo había querido borrar. Insensiblemente los recuerdos anteriores a aquel día del Carmen se habían concentrado en los sentimientos, sensaciones, la alegría de ambos confundidos en las pandillas, la turbación del descubrimiento, la placidez de los ratos que iban robando para estar solos, el deseo de besarla –ahora ya no recuerda si llegó a hacerlo-, el miedo que le confesó tener al sexo. De aquella conversación, que vivieron como casi delictiva, sí que se acuerda perfectamente, quizás todo lo que vino después se lo tatuó en la zona del cerebro donde, dicen, reside la memoria.
El timbre ha dejado de sonar y así el paso siguiente es más fácil. Los detalles, siempre esos malditos detalles en los que no se fijó entonces, reaparecen al adentrarse en el recuerdo de aquellos últimos días.
Casi como un acto reflejo, con el conocido primer golpe de rabia, hace girar el plato por primera vez. Lo hará ocho veces, una por cada día de búsqueda. La mancha de la camisa de Javier a veces parecía la cabeza de un indio y otras un extraño animal alado, la camisa era verde claro y le faltaba el segundo botón.
Recuerda también con extraña claridad la sombra de una lagartija escabulléndose entre los cantos del lecho del río seco cuando oyeron que alguien gritaba algo. Es, sin embargo, incapaz de recordar qué palabras pronunciaba, ni siquiera quien era. Corrió con los demás hacia el hombre que seguía gritando, al abrir la boca dejaba ver el hueco de una muela.
Entre la tierra vio Sergio, antes de lograr entender que estaban diciendo todos aquellos hombres y muchachos, la mano derecha de Laura. Hace girar la ruleta por segunda vez.
Nadie supo que Sergio se alejaba y se sentaba en una piedra medio oculto por la genista sin apartar los ojos de aquel guiñol en el que se iba convirtiendo todo. Estaba allí, mirando sin parpadear cuando llegaron a levantar el cuerpo y cuando llegaron unos parientes de Laura, y cuando Javier cayó redondo al verla, pero no quedó nada de todo esto en su memoria. Lo sabe ahora y aparece en estos momentos por que alguien se lo ha contado, ha de enfrentarse también a esa memoria ajena y depurar lo que es suyo. Cada noche se infiltran imágenes dibujadas con pinceladas otros, casi insensiblemente, y cada noche ha de buscar las que él vio. Sin verlo mira fijamente el retrato de Laura mientras vuelve a girar la madera y los dos revólveres.
Recuerda que desde donde estaba pudo ver como descubrían el cuerpo, las heridas y las ropas desgarradas. Se le confunden la sangre en la cara, el sonido de la respiración fatigosa de un policía, el vientre desnudo y lacerado, el color de la ambulancia y la agonía insoportable de una oruga que, a sus pies, era arrastrada por las hormigas, Una mano se cayó de la camilla y dio en el suelo con el chasquido seco del cascarón de un escarabajo al romperse, alguien de la cruz roja colocó la mano sobre el pecho de la muchacha pero Sergio se recuerda a sí mismo obsesionado por su propio olor.
Otra vez las armas giran y, como cada noche, le estremece. Como cada noche lo achaca al frío de la habitación y a su malcubierta desnudez.
Gritos, rostros, flores, lágrimas, cámaras de televisión y él vagabundeando alrededor de todo aquello; comentarios, calles, lutos, frases, periodistas inundándolo todo, tiendas cerradas, banderas a media asta. Y él recorriendo sin destino esas calles desiertas del pueblo casi enloquecido por Laura, casi borracho de fama, volcado en el cementerio. Y él a contramano, sentándose en el pedestal de un monumento que hoy tampoco está. Sabe que también esos recuerdos se han ido diluyendo y que acabarán por esfumarse como los otros, como Laura. Golpea el mecanismo para hacerlo girar y abstraerse en ese constante retorno cada vez más lento, más próximo al final.
Le han dicho después que nadie le vio durante los tres días que pasaron desde que encontraron a Laura hasta a su entierro. Le han preguntado mil veces que hizo, donde estuvo, por que no fue al entierro y, salvo decir que sí estuvo allí, encaramado a una tapia semiderruída, nunca supo contestar. Tampoco el sabe nada de esos tres días. Los amigos, la familia, creyeron siempre que había ido a las fiestas del pueblo vecino, ajeno a todo, quizás sea cierto pero cree que no lo sabrá nunca. Una vez más hace girar la ruleta.
Cuando la familia, concepto ahora tan extraño a él, volvió del entierro le encontraron en la ducha y su ropa demasiado impregnada de tierra, barro y sudor- en la basura. Pasó mucho tiempo enjabonándose una y otra vez bajo el chorro caliente y, entonces por primera vez, trazando eles mayúsculas en los azulejos. Tenía miedo, eso si aparece claro en su memoria, a mirarse al espejo; esperaba encontrar a un extraño meditabundo, canoso, vencido. Pero, salvo una barba de muchos días, nada había cambiado. El pelo seguía negro; los ojos, brillantes; hasta era capaz de sonreír y el hoyuelo de la barbilla se le marcaba al hacerlo, como antes. Incapaz ya entonces de saber si había o no besado a la muchacha, buscaba en sus labios secos alguna huella que, contra toda lógica, quedara en ellos, suficiente para decirle si se había atrevido o no.
Sentía hambre y cansancio, pero nada más, nada de cuanto había temido durante la búsqueda, nada. Cogió la navaja de afeitar del abuelo y, a propósito, se cortó en la mejilla, ni siquiera le temblaba el pulso, casi gritó al comprobarse capaz de sentir algo, que no todo en él era lo que creía frialdad, indiferencia de peña. Vuelve el círculo de los revólveres a ponerse en movimiento mientras Sergio lo mira sin ver.
A principios de agosto volvieron a la ciudad, a casa, tenía que recuperar un par de asignaturas, lo hizo brillantemente. Y hasta entró en la universidad cuando ya desesperaba. Las nuevas gentes, el cambio de vida, le alejaron del recuerdo hasta que ya fue casi irrecuperable.
La constante presencia de Laura ya se había difuminado para aparecer tan sólo en fugaces destellos arbitrarios cuando Sergio se dio cuenta e intentó invocarla. Al principio fue un combate vano, apenas esbozos acudían hasta que cierta noche salió solo de casa, buscando, se sentó en una acera solitaria y dejó que el miedo a no recuperarla le invadiera. La mano en un acto reflejo ha empujado la ruleta y su sonido tenue es casi insoportable en el silencio de la habitación.
Casi resignado a esa soledad abisal su pensamiento recorrió caminos distintos y, por primera vez, se preguntó qué debió sentir ella esas horas en las que fue violada, humillada, golpeada y asesinada por un hombre que, como él ahora, tenía veintiocho años, un aterrador cuerpo adulto, como él ahora. Un coche se subió a la acera entonces y, sin reducir la marcha, a toda velocidad, continuaba avanzando hacia él. Inmóvil con los ojos fijos en los faros recuperó un instante a Laura, en el miedo al ver venir a aquel hombre con el arma, el mismo terror que él estaba sintiendo atado a la calle. Un volantazo, un golpe en la farola, un hombre que sale del coche y Sergio, pasos lentos en la noche alejándose calle abajo, con el regusto a Laura recuperada.
Supo entonces que sólo en el pavor espantoso de la muerte inminente podía encontrarla y ese encuentro no tardó mucho en convertirse en una cita diaria con aquel juego que inventó, once posibilidades de vivir y una sola bala. La vida que ama y el miedo a perderla. En ese cruce, Laura, cada noche esperándole sin necesitar cosas, ni calles, ni gentes, sola ante el miedo, como él.
El movimiento se hace más lento hasta pararse, uno de los revólveres ha quedado frente a él, como cada noche. Apenas tiene ya control sobre su cuerpo y la mente se desboca, atenazados ambos por el terror. Es el momento de la voluntad y del olvido total. Para apretar ese gatillo apuntando al paladar tiene que olvidar el sobre amarillento con la carta del suicidio, el colgante de esmalte blanco con la ele azul, el trabajo, los amigos, el dolor de los músculos agarrotados, el miedo, Isabel.
Era ella quien llamaba al timbre, al teléfono, seguramente tratando de evitar lo que va a hacer ahora mismo. Ayer, en su cama, hablaron mucho sobre ellos, su relación, vivir juntos, matrimonio y Sergio le contó todo. No debió hacerlo. Era su última reserva, todo lo demás lo comparte con ella. ¿Le ama Isabel? Seguramente, viendo el horror de sus ojos al oírle describir el ritual, escuchando como le pedía que no lo volviera a hacer. ¿La ama él? Seguramente, oyéndose prometer que la noche siguiente, esta noche, sería la última.
Isabel no entenderá nunca que nada de cuanto pueda llegar a hacer a hacer Sergio tendrá tanto valor como renunciar a esa cita diaria con Laura, condenada ya al olvido irremediable. Suena otra vez el teléfono, es ella, lo sabe, quiere evitarlo, no puede respetar este último encuentro. Y eso le halaga. Sonríe al empuñar el arma, abre la boca y, como cada noche, se deleite en el acero frío. “Adiós, Laura”. Aprieta el gatillo.

sábado, 5 de julio de 2014

El tunel del tiempo, El día de la marmota o La Reina de las lavanderas

Hace tiempo que no traigo por aquí algún libro pero hoy es un buen día para hacerlo. Carmen Gallardo publicó hace un año y pico "La reina de las lavanderas", pero a pesar de lo que me interesaba el tema decidí esperar a la edición de bolsillo por dos razones, pasta y espacio. Bien, tan pronto me topé con ella la cogí y no la solté hasta ayer que terminé su lectura. 
Virtudes del texto: que al final la autora aclara lo que hay de ficción en el relato y lo que no lo es, y la verdad es que pocas más. Vamos que como novela o como texto histórico no es ninguna maravilla, y es especialmente lamentable pues trata un periodo histórico que habitualmente se pasa de largo: el reinado de Amadeo de Saboya y su esposa, protagonista de la novela, Maria Victoria del Pozzo. Desde luego personaje que glamour, glamour no tiene, para que vamos a engañarnos. Claro que es lo que suele pasar con la gente válida. Su amiga Concepción Arenal tampoco tenía mucho glamour que digamos. Fue un ser humano de calidad, temple y, como no, machado por la tragedia. Incluso lo que debería ser su momento de gloria, la llegada como reina a España, llegó marcado por el, aun hoy oscuro asesinato de Prim, único valedor de la casa de los Saboya para ocupar un trono del que habían echado a escobazos a la rotunda, castiza y catastrófica aunque simpática Isabel II. 
Era Maria Victoria persona de extensísima cultura, algo que en España ni se tolera ni se perdona, y de pocas pretensiones, algo que en España ni se comprende ni se valora. De lo que era sólo se apreciaba en este reino su aspecto benefactor pero sólo por las clases humildes. El padre Coloma nos dejó en su "Pequeñeces" novela que quizás contra la voluntad del autor retrata lo peor de la aristocracia alfonsina, a la que, por supuesto, las clases humildes se la traía al pairo. 
Pero no he traido aquí esta novela por sus virtudes ni por las de la dama en cuestión, a pesar de algún que otro cotilleo sabroso, sino por que la autora usa como elemento de articulación a un aprendiz de periodista canario llamado Benito Pérez que no es Galdós... del todo, pero he de reconocer que es un acierto al reflejar a través suyo los ambientes políticos del momento. La sordidez, la corrupción, la intolerancia, el desprecio de los contrincantes, la impunidad, (por ejemplo del duelo de Montpensier), los chanchullos, el amor al esclavismo de determinadas capas sociales nos hace pensar que realmente no han pasado casi ciento cincuenta años. Hay pocas cosas que cambian: entonces había damas, y ahora hay como mucho, escuerzos. Ah, y cojones, entonces había cojones.

miércoles, 2 de julio de 2014

Julio

 El mes de Julio de Camps le ha quedado un pelín insulso, mayestático y con pocas referencias al mes, la verdad, sobre todo estando el Carmen con tanta costa y tradición marinera en un país como este, parece que hace una alusión al sol con ese medallón, quizás al signo Leo, pero lo cierto es que no es sus obras más explícitas. El caso es que aquí esta Julio con todas sus virtudes y defectos de un reinado recién empezado que es donde nos habíamos quedado el otro día. 
Había mencionado en el título de la entrada anterior la la ciudadanía, o sea yo, en relación a cómo se vivieron los acontecimientos de preproclamación y proclamación. La víspera de tan memorable día quise comprar un recuerdo de lo que no deja de ser una jornada histórica, queramos o no. Pues lo que me encontré en las tiendas de souvenirs fueron rótulos como "Dentro recuerdos de la Coronación", o lo que viene a ser aquel cartel que ya no se ve: "Los artículos dentro por el calor", o también me encontré algo curiosísimo "Proximamente recuerdos de la Coronación", o sea Próximamente en las mejores salas, visite nuestro ambigú. En mi vida he visto cosa más ridícula. 
Pero el ciudadanito que todavía recuerda cuando al actual rey le vimos rascarse la tripa en la proclamación del ReyPadre, de repente se le ha venido encima el pasado de mala manera, de la peor manera posible, pues a la evidente avalancha de recuerdos de casi cuarenta años, con sus once bajas familiares, sus incontables enfermedades y dolores, sus leyes que eran progresistas dejando al margen los cadáveres en las cunetas, los torturadores, y dejando que el miedo se perpetuase, su intento de golpe de estado, sus Oscars, sus Goya, las grandes ilusiones del ciudadanito, o sea, yo, que acabaron siendo grandes y definitivos fracasos. Sobre todo esto, decía, me he encontrado con que mi casa está colmatada de cosas acumuladas desde tiempos inmemoriales. A punto estoy de llamar a un retén de Atapuerca no me vaya a aparecer el cráneo de algún cromagnón -cosa harto difícil, cierto, suelen estar en los ayuntamientos como concejales y por tanto con el cráneo en su sitio-. Además yo, amante de la pátina del tiempo en objetos y detalles me he convertido en depositario de quienes sabían que, según que cosas, si no las conservaba yo a su muerte pasarían a engrosar el cubo de la basura.
De repente me encuentro sobrepasado por pasados que son y no son el mío. Que son y no son mi vida pero que físicamente no están dejando espacio al presente. Ya no digo nada de lo que no es fisico. Literalmente aplastado por esos objetos propios y ajenos no queda más que la solución heróica: arrasar con todo. Es la una y cuarto de la tarde y ya han salido dos bolsas enormes para la basura. Ahora, me he parado para escribir esta entrada. Me esperan un par de cajones con los últimos viejos juguetes que he conservado como oro en paño hasta hoy.
 En mi cumpleaños los saqué para que se entretuvieran las niñas de unos amigos, pero la verdad es que me quedé atrapado en ellos casi una semana, en sus desperfectos, en sus recuerdos, en todo. Atrapado sin salida en un universo doblemente muerto, esos juguetes ya no se hacen y yo ya no jugaría con ellos. Ni siquiera me cabe el recurso del socorrido coleccionismo pues no dispongo de espacio para ellos. Así que hoy, con todo el dolor de mi corazón y también, ¿por que no decirlo? con un cierto alivio, voy a deshacerme de ellos. 
Hay además otra cosa: necesito librarme de recuerdos y pasados propios y ajenos, de trastos más mentales que físicos, hacer espacio en mi vida, no sé por que, seguramente por que me he estado aferrando a través de cosas y actitudes a una juventud que no me dio nada, ni de lo que yo esperaba, ni de lo que cabría esperar careciendo de toda ambición.
Estos fueron los últimos en llegar, casi no me dio tiempo ni a desgastarlos, lo que no quita para que sean inolvidables. Es también cierto que traen un aroma de un tiempo desagradable en el que dejaba los juguetes para mirar los primeros destapes, en que jugaba con ellos por que aun no podía jugar con otras cosas más privadas que sin embargo, se prefiguraban en mi cuerpo. Y sin embargo, me quedó tanto por jugar con ellos....