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martes, 17 de febrero de 2015

San Valentin 2 o todos los santos tienen su octava



A veces no le por más que ya estén medio vacíosqueda más remedio por más que ya estén medio vacíos que arreglar armarios, bien por pura necesidad, bien para buscar algo en concreto. En realidad no es, en sí mismo, nada que tenga mucho que decir, se colocan aquí las sábanas, allá los documentos a eso se reduce todo, o debería reducirse todo. Nunca es así, como dijo el gran bardo de nuestro siglo XX allí nos esperan las pequeñas cosas, las que nos hacen llorar cuando nadie nos ve; que ya bastante siniestro es el asunto, pero, piensa mientras no le queda más remedio que afrontarlo, no son nuestras pequeñas cosas, esas con las que al fin y al cabo podemos ir conviviendo de tarde en tarde. Lo peor es encontrarse las huellas de lo fueron historias de otros.
Es  la caja donde  guarda las bellas postales antiguas que ha aparecido inesperadamente, acechándole. Postales, cartas, recordatorios, estampas, de los ocho años de noviazgo de sus padres. Eran los cincuenta y los San Valentín todavía no estaban de moda, todavía lo importante eran bienes esenciales aunque ya empezaba a iniciarse el consumismo con insinuaciones como la película de la Velasco. Él siempre lejos, Santander, Cartagena, Canarias, Cadiz, enviaba las postales escritas casi hasta por los cantos. Casi suenan los boleros al abrir aquellas desplegables en dos o en cuatro, con pajaritos o florecitas cursis, pero encantadores. Bonet de San Pedro, Jorge Sepúlveda y, sobre todo, Machín con su voz de miel. A ella le gustaba Machín, le gustó hasta el día de su muerte hace ya tiempo. “Dos gardenias”, “Angelitos negros”, “El manisero”. No se entienden  aquellas imágenes sin aquella música, por eso siente especial veneración por aquellos años que tanto le costó entender siendo un jovencito de los setenta con pantalones pata de elefante y porrete escondido debajo del colchón. Tuvo que primero perderla, enfurecerse con ella y sus rarezas que tan mal camino habían traído y, finalmente, leer un libro, un ensayo cuyo título no le hacía especialmente atractivo “Usos amorosos de la posguerra española”.  Allí, entre sus páginas, entendió casi todo pero había más y nada bueno, por supuesto.
En aquellas postales hay vitalidad, no sólo una esperanza de vida y felicidad, una vitalidad, una alegría de vivir en sus remitentes que nunca les conoció. Claro que sus recuerdos más tempranos pasan, ya entonces, por discusiones eternas, rencores, arrepentimientos de matrimonio.  Ya en la radio no sonaban boleros sino porrompoperos, chicas yeyé, y yencas. Según creció pudo darse cuenta de que debajo de aquella eterna guerra continuaban vivos los textos interminables de las postales del 53, 54, 55, e incluso de los esfuerzos que ambos hacían en vano para sacarlos por encima de aquel marasmo de insultos enrabietados, palabras coléricas y gestos hostiles, incontrolables que lo mismo estallaban en la casa, que en mitad de la calle o en una reunión familiar, sin tregua, ni siquiera esas ridículas treguas navideñas, no, al contrario: la Navidad, un cumpleaños, cualquier día especial los combates se recrudecían sin concesiones, no importaba donde no importaba delante de quien. 
Como era de esperar las cosas no mejoraron con los años, todo lo contrario, la palabra pronunciada se enquistaba, ya no se pasaba por alto sino que se sacaba a relucir cuando convenía. El espíritu de aquellas postales, que algunos llamarían amor, de aquellas cartas, sin embargo, continuaba y casi se diría que cobraba fuerza, no sus ganas de vivir, no su alegría. Fue quizás el peor tiempo, no tenía edad de saber ciertas cosas, de saber ciertas cosas, esas cosas familiares que nadie debería saber nunca por que ya son historias demasiado viejas para que le importe o por que son demasiado íntimas. El era demasiado joven, por ejemplo, para saber que, al menos en parte, el sexo era una de las causas de aquella situación, no la única. Era inevitable, a unas respuestas que no quería oír siguieron unas preguntas que no debía hacerse. Por ejemplo, ¿Qué había pasado en la superficie de sus vidas entre los textos de aquellas postales, que sabía vivos en el subsuelo, y lo que a él le había tocado vivir? Sus amigos de los que tanto hablaban y que habían tenido sus hijos prácticamente al mismo tiempo habían desaparecido, incluso los vecinos que solían pasar a charlar por las tardes de invierno dejaron de hacerlo. Fue en aquellas charlas en las que se hablaba de lo divino y de lo humano, más bien de lo humano, todo hay que decirlo, donde había empezado a oír desde muy pequeño las historias de diversos partos: mi Pepi, casi me nace en el taxi, mi Angelín, nació en el intermedio de Las Leandras, para sacar a Anita la comadrona se me tuvo que subir encima, yo creía que me había muerto y Dios me había condenado a las penas del infierno. En realidad a él siempre le han gustado las mujeres en todos los sentidos, por eso siempre se le encontraba de pequeño, silencioso y observador, escuchando con los ojos, y más aun los oídos, muy abiertos, entre las faldas. Lo que le enseñó cosas que no siempre jugaron a su favor. El caso es que escuchar el parto de su madre que entraba en el juego de la conversación con la misma naturalidad que las demás, Por cierto, que hace falta ser bestia para contar delante de los hijos, no era el único que estaba allí, semejantes atrocidades pero es o era al menos uso femenino tradicional. Entonces hablaba de las veinticuatro horas de parto en una noche de tormenta, con la comadrona sin apenas prestarle atención, hasta que casi fue tarde, con las mujeres de la casa donde tenían alquilada la habitación dándole canela para abrir los conductos, oyendo a los hombres, también a su marido reír y celebrar el nacimiento. De cómo las contracciones desaparecieron de golpe y ahí fue el correr. Tuvo que parirle sin contracciones con caderas casi de chico. El horror vino ahora: el niño no lloraba, ya podían sacudirle una somanta palos, el niño no lloraba. Otra vez a correr por una inyección esta vez para él y por fin rompió en llanto.  Según fue creciendo y conociendo la resistencia al dolor de su madre, se le metió en la cabeza que aquella experiencia había sido ese “algo” que ocurrió entre ambos momentos, luego pensó que a eso habría que añadir estar escuchando la celebración al otro lado del tabique. En suma, que lo que había pasado había sido él. Así fue anidando la culpa cuando les veía a sus cuarenta y pocos años como dos seres que parecían dedicados exclusivamente al arte de herirse.
Según crecía y se iba haciendo hombre, lo cierto es que se iba haciendo más retraído y, por supuesto, más tímido con las chicas. De hecho tomó fama de maricón en su entorno, no le importaba, en realidad, lo único que le importaba era conseguir hacer su carrera y salir de aquella casa. Sí, amigos tenía, en los grupos siempre hay que reírse de alguien ¿no?, ese era su papel pero tampoco era tan importante, eran lo bastante amigos para pasar la tarde, irse al cine o a dar unas patadas, ni ellos querían que se les viera demasiado con el maricón, ni él les hubiera permitido acercarse más. Ni mucho menos entrar en su casa, siempre al borde de la explosión. Por eso procuraba irse pronto los domingos,  si no lo hacía y le creían dormido la bronca era sorda, continua, pero “sotto vocce” que acababa por oprimirle el pecho o liarse el también a voces. Ya lo había hecho muchas veces pero no sólo no arreglaba nada sino que quien dijo que entre matrimonios no debe meterse nadie, y menos los hijos, tenía mucha razón pues no logró sino darles más temas de confrontación. Era inútil, no había forma de escapar de aquello, al fin y al cabo vivían los tres en la misma casa y él estaba aun estudiando. A veces, todavía hoy cuando piensa en aquello, era como estar enredado en una telaraña sin fin, pues aquello que llaman amor todavía brotaba, casi por sorpresa en pequeños detalles, en palabras sueltas, en comentarios que el otro no oía. Una maldita telaraña tejida a seis manos, pues él no había dejado de tener mucho que ver con sus intentonas para mediar. El sexo, el parto, y luego él como único lazo.
-Si no fuera por el chico te juro que no me veías más el pelo –era una frase repetida por uno y por otro en plena refriega.
-Maldita la hora en que
Y ahí se quedaba la frase, colgando, o el “si no fuera por lo que es”, o sea él, “aquí iba a estar yo”. Sin embargo, aquello no era suficiente, había palabras peores, que si en la adolescencia ya había aprendido a torear, de niño le sumían en secretos terrores no siempre nocturnos. Por eso siempre tuvo prisa por crecer, para alejarse de todo aquello. Pensaba una vida tranquila, sus clases, su casa, sus lecturas, si acaso escribir algo, sí, claro, como no, con una familia pero curiosamente nunca se tomaba en serio a sí mismos al acercarse a una chica. Era, como decían “boda y mortaja del cielo bajan”. Nunca daba un primer paso, aunque más de una vez estuvo a punto, por qué sabía que de lo delicado del asunto y se veía demasiado tosco para hacerlo, nunca veía los primeros pasos por qué no pensaba que fueran hacía él. Entretanto la vida se iba espesando y la telaraña transcurriendo, sólo se animaba pensando en que ya quedaba menos para irse de casa.
Es curioso que recuerde el último San Valentín, coincidió con ellos en un gran almacén, él soñando ya como iba a elegir la cama y demás, pues el trabajo estaba asegurado y la casa no tardaría en llegar. Ellos, buscando no recuerda qué. Naturalmente le tocó elegir el regalo, unas flores metálicas de tradición artesana de algún sitio.
Últimos exámenes,  primeros días de trabajo y la muerte de la madre en un infarto fulminante. No estaba en casa y siempre se ha arrepentido de haber vuelto aquella noche, debería haber huido aunque no supiera de qué. Ahora, desde entonces, ya no hay posible huida, acompaña a su padre que, de algún modo, sólo ha salvado de casi treinta años de convivencia, esa pasión subterránea, eso que llaman amor, eso de lo que él –lo ha descubierto tarde pero lo ha descubierto- se ha pasado la vida huyendo para no volver a vivir lo vivido. Ha olvidado casi del todo el infierno cotidiano de los tres “amores” cruzados, como los fuegos, no lo ha olvidado, evidentemente, pero casi no tienen importancia para él. En cambio su hijo, recuerda todo lo contrario, lógico, no puede recordar lo que no se ha permitido sentir: esa lengua de lava subterránea que aparece en esas postales, en esas cartas. El no quiso vivir el infierno de la superficie y la telaraña aun más espesa y opresora, le ha arrebatado la posibilidad de vivir las tonterías de las postales con pajaritos, de los juramentos eternos, de los apodos tontos.  Y, precisamente hoy, un absurdo día de San Valentín, cuando ha vuelto a reencontrarse con esas postales, esas cartas, ese torrente siempre ajeno e incluso con algún bolero que ha sonado en la radio “si se queda el infinito sin estrellas, si perdiera el ancho mar su inmensidad”.  Pasará la tarde viendo comedias románticas con su padre y luego intentará seguir con la novela que tiene que entregar  en diez días: “Amor en campiña”, de la Colección “Tul ilusión”. La telaraña tejida a seis manos ya se ha cerrado definitivamente en torno a él. Con una sonrisa y, tal vez, un principio de lágrima, coloca las bellas postales antiguas y cierra la caja.

2 comentarios:

  1. Siempre he pensado que debería haber una asignatura que nos enseñara a convivir: Convivencia. Nos sería tan útil. Mucho mas que la Trigonometría. Al amor llegamos solos pero para convivir con el, para sobrevivir a él, no nos vendría mal una ayudita.
    Estupenda historia.

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  2. Estoy completamente de acuerdo contigo, aunque creo que vamos en sentido opuesto. Veo que hay un ansia revanchista por un lado y acomplejado por el otro que le hace reforzar lo peor de sí mismo. Por otra parte el "culto al individualismo" que se nos viene imponiendo ideológicamente para no molestar, o sea:para que no se deje de producir, no nos ayuda en nada.
    De lo que no estaba tan seguro era de que el texto tuviera realmente "cuerpo" de historia, gracias por aclarármelo.

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