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miércoles, 22 de junio de 2016

De segundas 6



Una mañana la Rosa amaneció muerta en su cama bajo la Virgen del Carmen, con el rosario y la dentadura postiza en la mesilla. Como de costumbre en estos caso las líneas de comunicación se activaron y todo el pueblo se puso en marcha. Quiso el hado, el destino o el taxista que fuera Rogelio el primero en llegar. Ramón el del Molino, el otro habitante del pueblo, se había extrañado al no verla abriendo las ventanas al alba como siempre. Cuando él llegó estaban la Guardia Civil, el médico y el padre Alejandro, el joven párroco de cinco pueblos que ya no se separó de la difunta hasta que la enterró ocupándose de todo, desde el papeleo a la cocina.
Al llegar, sobre las diez, el pueblo estaba vacío, salvo los coches delante de la casa de la Rosa, de la que nunca había salido para vivir en otra. Había nevado unos días atrás y sobre la nieve y las piedras de las calles una capa de hielo se extendía dando al paisaje un aspecto aun más siniestro contra el cielo casi negro. La Rosa había muerto y parecía que con ella los últimos signos de vida del lugar
El ojo entrenado podía ver que quienes solían ir en verano, hacía por lo menos dos años que no lo hacían, incluso quienes no volverían. Buscó el único foco de calor y vida que era la cocina de la Rosa. Ni el médico ni los civiles tardaron mucho en marcharse, por lo visto era un acontecimiento esperado, aunque nadie de la familia tenía la menor idea. Poco después los vecinos comenzaron a llegar pero algunos estaban ya demasiado enfermos o viejos para viajar y eran sus hijos a quienes ya no se les reconocía quienes iban en representación de la familia recordando cuando trotaban por aquellas calles aquellos veranos. Otros demasiado ocupados con su nueva vida o cuidando a sus nietos que ni siquiera conocían el pueblo. Aun así fueron llegando y subiendo a verla. La muerte había borrado el gesto amargo y volvía a ser guapa, una anciana guapa y casi dulce; salvo por las arrugas, parecía la misma joven que le había vuelto loco y a quien había pretendido tantos años atrás.
Se ocupó de encender todas las fuentes de calor del comedor que tenía la misma decoración que cvuando vivía doña Petra. Las mujeres se acomodarían en la cocina combinando cocido y rosarios y los hombres allí, como se hacía siempre.
En el aparador seguía la virgen en su campana de cristal, los ramos de flores secas en las suyas, el paño de encaje ya amarillento por los años. Sobre todo ello, en la pared, la fotografía de los abuelos con bandas negras cruzadas en las esquinas. Todo limpio y reluciente. La Rosa lo mantuvo así toda su vida, como cuando él venía a cortejarla. Lo único que había cambiadoera que, aquí y allí, salpicando el espacio, brillaban marcos nuevos o no tanto, pero si en relación al aparador y a los recuerdos- con las fotos de la familia a lo largo de los años: bodas, nacimientos, comuniones, vacaciones, retratos. Le llamó la atención un marco casi escondido con una fotografía de Jesús. Recordaba aquella excursión, habían ido todos los hombres de la familia al río mientras ellas preparaban la comida, tendría su chico unos dieciséis o diecisiete años, como cabía esperar acabaron nadando y jugando todos desnudos, él el primero. Al salir Elías les hacía una foto cubriéndose con una mano y con el bañador en la otra, todos muertos de risa. La que tenía Rosa era un primer plano de su sobrino sonriente. Al coger el portarretratos casi se le desarma dejando ver otra foto detrás, era casi idéntica a las de los bañadores pero con la diferencia de que Jesús no se cubría y tampoco apretaba el bañador en la mano izquierda, más bien parecía exhibirse deliberadamente ante la cámara. Ante Elías. Sin duda era el mismo día pero no parecía el mismo chico travieso jugando sino un hombre que ya no jugaba, al menos al mismo juego. Guardó la foto en su cartera casi temiendo ser sorprendido, aunque al fin y al cabo tenía todo el derecho de llevarse las fotos de su chico.
Al mediodía ya había llegado toda la familia menos Jesús, claro, la Isa explicó que no iba a poder ir por algo a lo que Rogelio ni prestó atención. Los demás vecinos fueron llegando como un goteo a lo largo de la tarde. Las cuatro serían cuando llegaron los sobrinos de Ramón el del Molino –demasiado aficionado a las ovejas para tener hijos- con la firme decisión de llevárselo con ellos y poco después unas señora espigada de pelo lila, de pantalones, sí, pero de gala. Le costó reconocerla bajo aquella apariencia de dama aristocrática  con sus perlas y todo.
-Hola, Rogelio, te acompaño en el sentimiento.
Era la Antonia aunque se había refinado tanto que hab que mirarla varias veces para reconocerla. Siempre había sido muy señorita pero no para tanto, caramba. Decir se había dicho mucho desde que se fue del pueblo, pero saberse en serio, poco o nada. Tampoco creía que la gente tuviera mucho interés en mantener el contacto. Entre su madre y ella sabían los trapos más sucios de todo el mundo; quizás por eso apenas enterró a su madre se fue como alma que lleva el diablo. La noche se había echado encima con el hielo flotando en el aire. Alguien dio el pistoletazo de salida de los rosarios colectivos y las letanías en latín que el párroco extendió al duelo de los hombres. Rogelio ni creía ni dejaba de hacerlo, pero no le importaba tanto la difunta como para tragarse todo aquello, así que se escabulló a fumar a la calle. Sacó las gafas de cerca y la fotografía, nunca se había dado cuenta de lo mucho que se le parece su hijo, quizás no tanto en la cara como en las formas de su cuerpo, exactamente así es como se recordaba cuando se miraba en el armario de luna aproximadamente a esa edad ¿Por eso guardaba Rosa esa fotografía?, ¿Por qué le recordaba a él cuando se la estuvo cepillando? Sonrió imaginando a su cuñada con esa foto en las manos, evocándole y quizás…
-Veo que tampoco tú soportas más de lo imprescindible tanta beatería –Antonia, arrebujada en sus pieles se le acercaba despacio, encendiendo un cigarrillo y dándole tiempo deliberadamente a guardarse la foto sin que pareciera apresurarse.
-No, la verdad. Las cosas de la iglesia no me gustan nada.
-Yo ya tengo más que suficiente con el trabajo y eso que si hubo alguna vez ocasión adecuada para un velatorio y oraciones fúnebres es esta. Es el pueblo que se muere con Rosa. Ramón se va con sus sobrinos y luego ya… nadie. Bueno,, me voy a recoger las últimas cajas de mi casa que no creo que yo tampoco vuelva por aquí.
-Te acompaño, todavía puedo con una caja.
-Te lo agradezco mucho, esta noche la muerte pesa demasiado en estas calles ¿no no notas, no lo oyes?
-No. Sólo el silencio y el viento encajonado.
-Eso es el sonido de la vida yéndose del pueblo y el de los recuerdos comenzando a diluirse.
-Se me olvidaba que siempre dices cosas raras
-Bueno, vivo de eso.

1 comentario:

  1. Todos los muertos se llevan algo a la tumba para siempre.
    Estupenda recreación del tiempo y el ambiente.
    Un abrazo

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