Este hombre que murió el mes pasado ha salvado casi a dos millones y medio de recién nacidos.
Este simple enunciado debería bastar para que ocupara las portadas y la atención de los medios y, sobre todo, de los individuos de a pie. Sin embargo, nos tiran a la cara tanto los unos como los otros los miles, millones de muertos, recreándose en ello con lo que parece delectación obsesiva. Nos refocilamos como gorrinos en charco m con los desastres y el sufrimiento ajenos, no con alegría, obviamente, pero sí con una especie de morbo insano que, a la larga nos está incapacitando para ver otras realidades menos siniestras no por ocultas menos tangibles. Dos millones y medio de personas son muchas vidas salvadas con el simple acto de donar sangre siempre que se le pidió, más de sesenta años donando. He dicho "simple" y quiero aclararlo.
El acto en sí quizás no sea tan espectacular como un salvamento en el mar con helicópteros y toda la pesca. Lo que sí es valioso es la absoluta y por lo que parece incondicional disponibilidad de este hombre para donar. Empezó a hacerlo con dieciocho años, menor de edad en 1951, hoy a los jóvenes adultos de esa edad se les considera mayores de edad, pero se les trata como a críos de parvulario. Creo que les llaman la "generación de cristal" por lo frágiles. No lo son, los hace la sociedad. Veamos: si a un hijo, sobrino, o lo que sea vuestro, a quien visteis crecer desde la cuna a los dieciocho años os dice que quiere donar sangre asiduamente ¿no procuraríais disuadirle? ¿no veríais peligros sin nombre? Cuantas madres se desmelenarían en atroces sufrimientos ante tal perspectiva. Sin embargo, este hombre y su muerte no ha merecido más allá de una breve reseña, ni la más mínima atención del público que pierde bragas y calzoncillos por un rentable beso robado o por la canción? de Eurovisión.
Revolcarnos en el lodazal de la miseria y la maldad humana hace que, poco a poco, nos vayamos acostumbrando a ellos y cerremos los ojos ante la otra cara mucho más cotidiana de lo que creemos, más cercana y más silenciada de los destellos de grandeza y bondad del bicho humano. A veces éstos son actos tan sencillos y grandes como el de este Caballero, otras son una caricia a tiempo, una ayuda no pedida de cualquier tipo o, incluso, una sonrisa. Muchas otras son algo más llamativo como toda esa gente que pelea día a día para sacar adelante a alumnos marginales, niños enfermos, ancianos abandonados, sin techo olvidados. Todo eso se calla y sólo sale a la luz pública cuando alguien mete la pata, es corrupto o aprovechado. Ignorar sus esfuerzos los invisibiliza y hace que la realidad parezca mucho más infernal de lo que es, aun siéndolo mucho. No es de extrañar que aumenten exponencialmente las depresiones y los suicidios, pues sobre lo que ya cada uno tiene encima (que no suele ser carga ligera) se nos incapacita para ver lo que hay de positivo y bueno en este despropósito zoológico llamado homo sapiens.
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