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miércoles, 23 de enero de 2013

Japón y yo

Mis relaciones con Japón se iniciaron muy tempranamente, de hecho fue con una serie de dibujos animados titulada Hashimoto-san (1959-63) aunque aquí se emitió unos pocos años después, un delicioso ratoncito capaz de machacar a cuanto gato se le pusiera por delante, tenía su esposa y dos hijos, todos vestidos a la manera japonesa y vivían en una clásica casa japonesa. Acababan los episodios con toda la familia como si estuviera en un escenario y con Hashimoto diciendo: “Dice un plovelbio japonés […] Sayonara” y hacían una profunda reverencia. Estoy hablando de cuando yo tenía unos siete años, como mucho. Durante años mi querencia anduvo difusa pues, como tantos, no distinguía bien Japón de China, luego fue el descubrimiento de las geishas y su explosión de colorido y de delicadeza. Finalmente fue un artículo publicado en YA por el Dr. Vallejo Nágera sobre la figura de Mishima resumiendo un libro suyo titulado “Mishima o el placer de morir”, ilustrado con las famosísimas fotografías que hizo Tamotsu Yato del escritor en fundoshi posando en un dojo con una katana. A esas alturas yo ya estaba perdido. Llegado el momento en la universidad, dado que no me dejaban meter el diente en la pintura española, reservada a vacas sagradas varias y no a tesinas de licenciatura, me volví a encontrar con el artículo, que había aprovechado para un trabajo en la carrera y aquello acabó convirtiéndose en una tesis doctoral de mil páginas y bastantes publicaciones. O por mejor decir, acabó por convertirse en lo que llenó mi vida durante más de la mitad de mi vida. Aún hoy, por más que intento alejarme de él, siempre acabo delante de una novela japonesa, un poema o admirando una de sus pinturas en tinta.
Tengo la desgracia de interesarme por la cultura en su conjunto, no sólo por los netsukes, el Palacio Katsura o Hokusai. La cultura de un país y de un momento son totalidades indivisibles y no se puede entender la parte sin el todo. Digo desgracia por que eso implica un mayor conocimiento y no siempre el conocimiento sea algo positivo. Sobre todo si no pierdes tu sentido crítico y tienes bien asentados tus principios éticos.
Ah, la ética. Eso fue lo primero que me enganchó de Japón, valores estrictos, que se cumplen a cualquier precio, el valor de la palabra dada, del vínculo personal. Valores que son la médula de la cultura japonesa. Todo ha cambiado en el Imperio, todo, de ser un país voluntariamente aislado, a ser una potencia del Eje, a ser un motor de la economía mundial, todo cambiaba menos esa médula esencial. Incluso en la literatura más actual, vemos, en más o menos primer plano, la vigencia de aquellos valores, en combate con la ausencia de los mismos que occidente le regaló con derrota en la Guerra del Pacífico.

Sin embargo, en esa misma profundidad de la esencia japonesa siempre había detectado yo una cierta dureza emocional digna de admirar en muchas ocasiones. Por ejemplo: cuando alguien cometía un error, en el peor de los casos se suicidaba o le hacían suicidarse. No hablamos de crímenes sino de errores. Otro ejemplo: no se cuestionaban las decisiones de los mayores y se les trataba con el mayor respeto por muy canallas que fueran o muy equivocados que estuviesen. El peso del confucianismo es enorme en la cultura japonesa y la anulación del individuo frente al grupo, la preeminencia del interés del Imperio frente al interés del individuo, (China el interés prioritario entre familia e Imperio, moralmente hablando, era siempre el de la familia) son rasgos propios de Japón. La opción japonesa es pues de una dureza emocional espantosa, pero tenía una salida digna: si las deudas (la relación del individuo japonés y el mundo se basa en el concepto deuda, para con los padres, los antepasados, los gobernantes, el Emperador y hasta con cualquiera que tenga la más leve relación con él) entraban en conflicto se cumplía con una y para demostrar las buenas intenciones, se suicidaba uno y salvaba el honor, y en muchas ocasiones, el patrimonio familiar, todo hay que decirlo.
En Japón la estética es el colmo de la exquisitez en cualquiera de sus manifestaciones. Es una especie de veneno adictivo, sin embargo, esa estética puede cegarnos, hablo por experiencia, y no ver qué hay detrás. El ejemplo clásico es el sable japonés, los diversos tipos de sable japonés. Se puede uno pasar horas y horas perdido en la contemplación de la pureza y elegancia de la curvatura de su hoja, en el sutilísimo juego de texturas del acero, los leves matices que diferencian sus partes, el sorprendente dibujo de su línea de templado. La hoja del sable se un prodigio de la escultura moderna, mil años antes de la escultura moderna. La metalistería alcanza en el sable alturas inconcebibles no sólo en el prodigioso proceso de la forja de la hoja sino en las guarniciones que la “visten”, riqueza de aleaciones, temas iconográficos, filigranas difíciles de creer, armonía suma en el conjunto que, sin embargo, casi pierde importancia cuando se coge en la mano la empuñadura del sable. Míticamente se dice que tienen vida propia y cuando se ha sostenido un buen sable japonés es muy difícil no creerlo: ligero, demasiado ligero para ser obra de mano humana, se desliza por aire como obra de la naturaleza para hacerlo, es fácil dejarse llevar y sentir su vibración vital que no siempre controlas. Su belleza puede, y a menudo lo hace, lograr que olvidemos que todo ese derroche tiene un único fin: decapitar.

La estética japonesa es exquisita y extremadamente delicada. Embriagadora en cualquiera de sus manifestaciones, no sólo en las artes habituales sino en las más pequeñas cosas como el mero arte de envolver. Poner unas flores más o menos corrientes en un jarrón, o servir el té, o más interesante aun, el don de pasar desapercibido, el shibumi. El peso de la estética es abrumador por lo menos a los ojos occidentales. Literariamente es evidente desde el origen de la literatura hasta nuestros días, es más en literatura se destila y confunde como otra aleación con el sublime arte de sugerir, entonces alcanzamos cotas inimaginables. Con Lafcadio Hearn creo que esa es la clave del alma japonesa. En Japón –y sé que simplifico salvajemente- todo está envuelto y sugerido de una forma bellísima. Hay un relato que lo expresa mejor de lo que pudiera hacerlo yo. Era de larga tradición cortesana los concursos o juegos basados en improvisar poemas, pensemos que son poemas extremadamente cortos (aunque por entonces aún no se había creado el ahora imprescindible haiku), pasatiempo cortesano por excelencia, obviamente. Cuentan que en cierta ocasión al llegarle el turno al Emperador compuso un poema alusivo y halagador para uno de sus ministros, una obra bellísima con un casi inapreciable error: el tiempo del verbo iba en pasado. Realmente ese poema no era sino una orden de suicidio que el ministro cumplió al instante.
Si volvemos por un momento, sin dejar de mantener la fascinación estética a distancia, a los principios filosóficos del Imperio nos volveremos a encontrar con el brutal peso del Confucianismo y el neoconfucianismo. Esta importancia vital para la estructura mental japonesa produce frecuentemente lo que algunos autores llaman una “moral sin amor”, contraria al espíritu budista, otro de los grandes pilares de su cultura. Moral sin amor, pero moral, siendo básico para ella la veneración a los antepasados y la deuda contraída con ellos por el hecho de nacer, como tuvo que aclarar para los vencedores del 45 la maravillosa Ruth Benedict. El conflicto es viejo, ya en los primeros cincuenta, el escueto y duro director Yasuhiro Ozu lo abordaba en su inigualable “Tokyo Monogatari” (1953) pues la cultura tradicional del poder absoluto del anciano estaba chocando con las nuevas formas de vida, a pesar de lo cual sigue recibiendo el máximo respeto, al menos exteriormente.

El interfecto
Esto, claro hasta el día 21 de enero del 2013 en un tal Taro Asô que ocupa el puesto de Ministro de Finanzas dijo “que las personas mayores deben “darse prisa y morir” para dejar de ser una carga para el Estado, que debe pagar su atención médica”, refiriéndose a quienes no pueden alimentarse por sí mismos como “gente del tubo”. El guayabo en cuestión tiene setenta y dos años. He aquí una referencia más concreta aunque a estas alturas y lo habéis leído todos: http://www.lavanguardia.com/internacional/20130122/54362240617/ministro-finanzas-japones-ancianos-darse-prisa-morir.html

En Japón a esta situación se la define como “se le ve la cola de zorro”, por que los zorros convertidos en hermosísimas mujeres eran descubiertos por que se les veía la cola por debajo del kimono. Bien, a él ya se le ha visto la cola de zorro, no sólo se ha enfrentado al más básico de los principios de todas las culturas y especialmente la suya sino al primero de los derechos humanos. El paso siguiente ¿Cuál es? ¿decidir a qué edad hay que morirse? ¿acabar con los enfermos? ¿el exterminio de quienes no sean neoliberales? En otros viejos buenos tiempos a este ser ya se le había obligado a suicidarse si era, como parece serlo, de los que carecen de honor para hacerlo de motu propio. Pero el hecho de que a estas alturas (20 h. 04 minutos del día 23) aun no haya sido cesado fulminantemente está dejando ver la cola del zorro del gobierno japonés, que aunque no pase por su mejor momento sigue siendo uno de los más poderosos del mundo. Que ni el Vaticano, ni, que yo sepa, ningún gobierno haya tomado algún tipo de medida, vuelve a dejar que se vea la cola de zorro, pero ya no del gobierno de un país. Ojalá. No sé como rematar esta entrada, sinceramente, los matices, las consecuencias, la ofensa profunda a todo el género humano, es de tal calibre que hasta a mí me faltan palabras.


Una sugerencia

7 comentarios:

  1. Si no se suicida puede acabar contratado por la consejeria de Sanidad del gobierno madrileño. Tiempo al tiempo. Siempre me asombra tu erudición, sana envidia. Un abrazo.

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  2. Oye pues debería comenzar por suicidarse el ministro y hacer campo que jovencito precisamente no se ve.

    La cultura del suicidio en Japón y como lo ven es completamente diferente a como lo hacemos en occidente, no hay punto de comparación.

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  3. Ah y considero fascinante su cultura, arte y aportaciones, aunque te soy sincero los países asíaticos de la cuenca pacifíca no me ponen, me gustan más otras regiones del mundo.

    Salud y Suerte.

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  4. A Taro se le ha ido el tarro.Creí que por lo menos los japoneses habrían encontrado una solución al ¿qué hacemos con los viejos?. Y es que nos han aumentado la esperanza de vida al tun tun (otra expresión al borde de la extinción).

    Un abrazo

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  5. David: no hay peligro, pues como se pierda el voto de la decrepitud, pierden la autonomía, son su principal nicho de voto. Exageras eso de la erudición, pero gracias.
    Don: cierto que es otra manera de ver el suicidio, pero también de ver todo lo demás además habría que matizar en que parte de oriente. India y Japón son radicalmente diferentes en este aspecto como en tantos otros. Es curioso como cada persona tiene unas ciertas afinidades con países o culturas con las que no tiene nada que ver y que posiblemente no conocerá nunca. Lo mío con Japón es un amor fatal.
    Uno: en la cultura japonesa tradicional la pregunta era ¿que hacemos con los jóvenes? No se le ha ido el tarro es la simple y pura malignidad neoliberal. Otra cosa es que nos han aumentado la esperanza de vida pero no la salud durante esa vida, es como el chiste: no vivirá más pero se hace de laaaargo.

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  6. Oye, dejando de lado al impresentable ese, andaba pensando, mientras leía esta impresionante entrada, que era una pena el hecho de que durante unos días no se impusiera el sepuku aquí, te imaginas que limpieza........., perversiones de media tarde.

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    1. Completamente de acuerdo. Ah, y la guillotina, también.
      Un abrazo.

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