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domingo, 27 de enero de 2013

Domingo

En realidad esta entrada es el reflejo de las experiencias vividas hace unos cuantos años, ahora no dejan encender hogueras en casi ninguna parte.
Imagen tomada del blog de J.J. Comas R.
Desde luego el domingo no es mi día predilecto ni mucho menos. Lo cierto es que las mañanas domingueras tienen muy mal arreglo. Si se opta por salir de la ciudad, malo: atascos de salida, los pueblecitos tan monos en la foto –e incluso en día laborable son los fines de semana una debacle de búsqueda de aparcamiento, tabernas llenas, (eso incluye un porcentaje no cuantificado de borrachos deambulando y al volante algunos incluso desde el sábado a las cinco) y, si hay un producto típico (Dios nos asista), colas para comprar el pan, las morcillas o las chuletitas de cordero. Si lo que se pretende es comer en plena naturaleza esa parada es la primera escala. Luego hay que buscar un trozo de campo donde asentar los reales, lo que viene a ser como encontrar aparcamiento. Conseguida esta proeza nos pondremos a comer por que entre una cosa y otra ya pasa de la una, eso sí, entre los humos de las hogueras “para la paella” y los balones que cruzan el aire como meteoritos. Este tipo de mañana dominguera suele incluir niños y suegra o suegros, pero esa es otra historia. Entre el pan rústico, las morcillas, las chuletitas más las tortillas de patatas con pimientos y las “cocretas” de la abuela, se come directamente como un gorrino en un charco pero, eso sí, con cierta angustia por que hay que irse pronto para no pillar la caravana de entrada. En una familia idílica esto suele ser la causa de la decimoquinta bronca matrimonial del día, así que ni comento lo que puede ser en una familia normal. Además en vano. Un axioma infalible es: por muy pronto que inicies el regreso el atasco ha llegado antes. Siempre. Resumiendo: se llega a casa a las diez de la noche con los niños histéricos, el matrimonio peleado (o sea, igual que cuando salieron pero corregido y aumentado), las morcillas en la garganta y las cocretas exactamente en el otro extremo del tubo digestivo, oliendo al humo de las hogueras y teniendo que levantarte a las seis.
Si por el contrario se opta por comer en un restaurante, la cosa varía, pero poco. En lugar de esperar las colas para las morcillas, las chuletitas y el pan, se esperan para las morcillas, las chuletitas y los mantecados u otro dulce típico –riquísimo, no seré yo quien lo niegue pero sólo apto para estómagos recios, con refuerzo de placas metálicas-. Luego hay guardar cola para pillar mesa para comer. En esa comida suelen ocurrir varios fenómenos simultáneos: se come una comida grasienta, se bebe de más y se acaba discutiendo, por este orden, con el cuñado, los suegros y la pareja si se va en familia; si se va con amigos, con esos grupos de parejas y los niños en los que la mitad son amigos y la otra mitad enemigos mortales estos fenómenos convergen en un cierto nivel que acerca al crimen o al divorcio. Una cosa no varía: “volvernos pronto para no pillar caravana” y con el mismo resultado, pero con agravantes. Consisten éstas en que siempre –y digo siempre- hay uno o varios amigos que “conocen un sitio” con una cerveza -o unos churros, o una cerveza con churros-, que están soberbios; y, claro, ¿Cómo no parar a tomarse una caña? Total: que, además de la caravana, se hace un número indeterminado de paradas para las cañas, dos o tres más para que las chicas las expulsen y cinco o seis para que los niños de unos u otros que se han engullido los mantecados como si no hubieran comido en tres meses (si la madre de uno de ellos es la cuñada de tu mujer, no faltará el comentario: “no me extrañaría” susurrado por tu santa) vomiten, a menudo en la tapicería de tu coche. Resumiendo, llegas a casa a las once, repitiendo la grasaza de la comida, los niños enfermos, tu pareja que no te habla por aquel comentario en la comida y, si lo hace es para culparte de no haber prestado atención más que al puto fútbol , de que los niños vomiten y de estar borracho, cosa ligeramente cierta por que si no, no osarías culparla por haber comprado los mantecados, por el escote y por hacerte parar ¡seis veces, seis! para mear. Claro que esa discusión se acaba para entrar en el debate –eterno de si treinta y siete grados es o no fiebre-. Abreviando: que acabas el domingo en urgencias, con el aparato digestivo colmatado gracias al cordero, los mantecados y la cerveza, con un inicio de rescacón y pensando que te tienes que levantar a las seis.

4 comentarios:

  1. Ja,ja, menos mal que no vivo en una gran ciudad. Por lo demas me suena todo. Un abrazo.

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  2. Y no obstante la gente vive en ciudades y se mata por escaparse los fines de semana, hay algo más absurdo que el ser humano, con o sin croquetas.

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  3. Me has recordado un término olvidado "dominguero". Fíjate si la cosa viene de atrás. Un abrazo

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  4. David: si es que esto es casi documental jejeje
    Javier: cocretas según las abuelas, a ellas va a ir alguien a decirles que son croquetas, con lo ricas que les salen. Sí, hay algo más absurdo: que quien más precisa la sanidad pública, hayan aupado al poder a quien se la va a quitar.
    Uno: bueno, es que algunos nos hemos quedados un tanto anclados en el pasado. Es lo que tiene llegar a una "cierta edad"
    Un abrazo y gracias.

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