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miércoles, 2 de enero de 2013

Una incómoda reflexión navideña

Hay sin duda al menos dos opciones para enfrentarse a la Navidad con “cierta edad”. Supongo que ninguna de ellas es del todo positiva, estoy seguro que en ambas se manifiesta la profunda inmadurez del animal humano. Una, la más extendida y con mejor predicamento, la que hasta resulta de “buen tono”, es la de minimizar e incluso rechazar frontalmente todas y cada una de las manifestaciones navideñas, lo que podríamos llamar “reacción Scrooge”. La otra es celebrar cada una de esas tradiciones apasionadamente. Para que esta opción no resulte absurda y hasta ridícula a los ojos de la gente de orden conviene tener una excusa: los niños son perfectos para este menester, pero no suponen la única posibilidad. Ser un dedicado belenista también es aceptable, pero pocas excusas más resultan válidas. Vamos, que o eres un patriarca con hijos o nietos o sobrinos en su defecto o eres un artista con poderío y espacio o eres un patán ridículo a quien se mira por encima del hombro, con una sonrisa condescendiente y no sin cierta lástima. A esta segunda opción la llamaremos “salvar los muebles”.

En cierto sentido esta segunda posición ante las fiestas tiene un punto (o varios) de heroísmo, como todas aquellas que implican bajarse del tren que monta la mayoría y como hace tiempo que los héroes son una especie a extinguir, que priva el afán de camuflarse entre los demás y que cabalgamos entre lo peor del más radical individualismo y lo peor del pensamiento único, resulta que está segunda opción va mermando considerablemente. Sobre todo esto hay que añadir el hecho de que para tomar esta opción hay que esforzarse en varios sentidos.

Primero el de averiguar qué se piensa realmente, cosa que con los crecientes adoctrinamiento y adocenamiento es labor harto ardua, así que mucho mejor es dejarse llevar y no tener que pensar ni, menos aún, decidir. El sueño de todos los poderes: políticos, económicos, sociales y, ojo que en este tema son importantes, religiosos.

El segundo esfuerzo a realizar sería al mayormente físico, aunque no sólo, de “hacer”. Hacer compras, tiempo habrá de tratar la economía navideña, “pensar” (oh, cielos) en regalos, montar adornos, construir Nacimientos y demás. Cierto es que, una vez superado el natural instinto que nos empuja a la “Ley del Mínimo Esfuerzo” hay que enfrentarse al lado no físico de “hacer”: los fantasmas, lamentablemente no los de Scrooge. Todos hemos vivido Navidades, sobre todo las de nuestra infancia, para algunos todas fueron desgraciadas o siniestras incluso, para otros hubo de todo y para unos pocos afortunados fueron pequeños paréntesis de felicidad; del mismo modo a cada uno le despertaron diferentes espectros, a los unos recuerdos trágicos y a los otros, alegres pero teñidos de melancolía por que el tiempo no pasa en vano y nada es como entonces.

Aun reconociendo que este es el aspecto más difícil de afrontar no se puede dejar de lado el hecho físico de “hacer”, la pura acción. Estoy hablando de los pequeños gestos que “amueblan” la Navidad: llevar a los niños a Cortylandia (o similar), visitar a quien hace tiempo que no vemos, quizás en una residencia de ancianos, quizás enfermo, deprimido o en duelo. En esto de las visitas hay que ir con cuidado para no caer en una de las peores lacras de la humanidad, la caridad vacía y estúpida cuyo único fin es ganarse el cielo sin importar el suelo. No, a lo que yo me refiero es a visitar o llamar al menos a esas personas que realmente nos importan y que, por ir dejándolo o por que la geografía también impone sus leyes, no atendemos como nos gustaría. Hacerlo con personas a las que no se quiere no es más que otra forma de ofenderlas con tu lástima. Siguiendo con los pequeños gestos, escribir unas líneas, buscar unas imágenes en la red y enviarlas a tus allegado, descolgar el teléfono y charlar unos minutos por el puro placer de compartir, poner en la mesa un adorno (hablo siempre de cosas que no suponen un especial desembolso: cualquier cosa que haga esa mesa diferente, valdrá).

Bajar de los altillos las piezas del Nacimiento o del árbol –o de ambos-, improvisar los adornos sobre la marcha, guirnaldas de palomitas, pajaritas de papel, estrellas recortadas con papel de aluminio, un misterio silueteado y recortado. Hay, sin embargo, algo que es absolutamente necesario poner encima de la mesa a la hora de hacer y es, curiosamente, lo que muy rara vez ponemos: cariño, mimo, o simplemente atención. Vamos, que San José no esté mirando al tendido, la Virgen no parezca peleada con el Niño, tampoco es que haya que ser un artistazo. Claro, todo esto es esfuerzo, hay que “hacerlo” y sólo tiene sentido si se quiere sembrar recuerdos, pequeños momentos para quienes nos rodean y para nosotros mismos. Si te da igual, si esperas que sean otros quienes lo hagan, si sólo sientes un “cariño social” por los tuyos o si eres el eterno cabreado por que las cosas no son perfectas o, como tantos, por que un día descubriste el asunto de los Reyes Magos y no lo has superado, entonces no vale la pena que te tomes la molestia.

A esto me refería cuando decía al principio que las dos opciones quizás sean pruebas de inmadurez. Los unos por rebelarse negando ante el hecho de que los Reyes no se llaman Melchor, Gaspar y Baltasar, que las expectativas nunca se cumplen, que la magia no se hace sola y que son sus manos y su voluntad quienes la hacen. Los otros por querer revivir ilusiones y gozos quizás infantiles, por no asumir que para nosotros no pueden volver, por refugiarnos en las formas del dolor de las Navidades pasadas y perdidas, de la ausencia hasta del recuerdo de una Navidad especial, apacible, negándonos a admitir que no exista. Preparamos el escenario, intentamos recrear esa magia sin querer ver que, cuando se conoce el truco, la magia pierde mucho y que por muy bello que sea el decorado no hay función sin actores.

Ahora viene la gran pregunta ¿Cuál es lo que podríamos llamar “actitud adulta” ante estas fiestas? Cualquiera que sea propia, elegida sin dejarse llevar por corrientes de opinión, modas, enfados, ñoñeces o presiones. Ser Mr. Scrooge o El Espíritu de la Navidad Presente, pero por que realmente seas tú quien decida, no la pereza, el deseo de no “significarse”, la vanidad o la desidia.

Un último detalle: días hay muchos, Navidades son cinco días al año, y que, por eso, se graban más. Si viviéramos cien años sólo viviríamos 500 días de Navidades y algo más de 36500 días. Y no vamos a vivir cien años.

El Espíritu de la Navidad Presente (que ya vive a base de Lexantines)

 

5 comentarios:

  1. Pues tienes mucha razón. Yo creo que la presión esa de que seas feliz es lo que mas pesa. Una vez que consigues ignorarla, como dices, lo que te pida el cuerpo.
    Feliz entrada.
    Un abrazo

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  2. Hola querido Joaquinito, Feliz año 2013 y espero te sea muy abundante.

    Creo que hay quienes tenemos esa reacción Scrooge muy aferrada y nos obligamos a vivir navidades "felices" por compromiso, yo prefiero las Saturnalias jujuju, hoy estuve investigando sobre ello y sobre las tradiciones de sincretización.

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  3. No sabria que decir, yo me encuentro un poco en todos y en ninguno pero reconozco que si se suprimieran me quitarian una preocupación. Feliz año, Joaquin.

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  4. Uno: siempre lo único importante es hacer "lo que de verdad" quieras, y no siempre es fácil saberlo. Suele ser todo lo contrario.
    Don: Puestos a preferir eso de triscar en bolas y tal también me apunto pero debe haber tiempo para todo.
    David: Si suponen una preocupación, malo. Comprendo que a veces hay motivos pero siempre hay que aclararse con qué queremos en realidad, no lo más ... lo que sea. Si se tiene eso claro, desaparece el problema. Como casi siempre dicho sea de paso.

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  5. No tengo que repetir, por cansino, mi sentimiento navideño, jajajajaja, sencillamente paso por encima, me agarro a lo que realmente me importa, el hecho de pasarlas con mi pareja y procuro enterrar los olvidos.

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