Su salvación llegó
de la mano de uno de esos espejismos que llaman “Milagro económico” y que
suelen tener más de estafa con huida hacia adelante que de milagro propiamente
dicho, uno de esos momentos en que todo el mundo compra de todo a la vez en el
mismo sitio. Uno de esos momentos en que se pone de moda comprar un 4x4, una
colección de Lladró, un abrigo verde que tiene apellido o…, como no, un pisito
en una playa del Levante español.
Fue la salvación de
nuestro Manolo y también a Mariola le dio cierta tranquilidad pues desde el
último traslado vivían en casa del ministerio y no quedaba claro si al
jubilarse o al enviudar permitirían seguir habitándolas. Al fin y al cabo tenía
muchas posibilidades de enviudar, dada
la diferencia de años. Su marido disponía completamente de su tiempo, siempre
había que ir a hacer algo justamente el fin de semana que alguien proponía algo
que a Manuel no le viniera bien, que si poner la estantería, que si comprar las
lámparas, que si… en fin, todas las pequeñas minucias que requiere entrar en
una casa nueva por mínima que sea, que la del matrimonio lo es. Un salón
exiguo, un balcón-terraza cuadrado quizás algo más grande que el salón y que se
abre sobre la playa directamente, un dormitorio en que cabe la cama dos
mesillas y las cortinas pues viene con armario empotrado que viene a ser del
mismo tamaño que la cocina. Lo único de un tamaño decente es el baño, claro que
en el retrete no se puede instalar nadie a dormir. Había encontrado Manuel el
medio perfecto para controlar su tiempo y su vida. Mariola, por el contrario,
no se encontraba cómoda con tanto ir y venir pero, claro, Manuel nunca se lo
preguntó y ella, entendiendo que eran ciertas las labores para preparar aquel
habitáculo a capricho –literalmente-, no comentó nada.
Entretanto el
tiempo pasaba, normalmente no suele traer nada bueno y así fue para Mariola
cuyas enfermedades reverdecieron a partir de los cincuenta y los sustos que se
quedaron en nada como los bultos en los pechos abundaron afortunadamente como
falsas alarmas. Sí, el tiempo pasaba, y con el tiempo la historia, la grande y
la pequeña. La pequeña historia de nuestra pareja tuvo un hito importante
aunque en absoluto visible. Naturalmente Manuel durante esos fines de semana,
esos puentes y esa Semana Santa se había ocupado primero de encontrar confesor,
y luego, por supuesto, de saber quien era alguien en aquel pueblo, vieja sede
caciquil de la comarca con casino estilo Alhambra y centro del juego prohibido
desde el XIX, alcaldes, alcadables y demás. No tardó mucho en entablar buenas
relaciones con ciertos personajes que todavía vivían como antes del 75 y así
llegó el primer verano. Orgulloso nuevo propietario Manuel arrastró a Mariola,
que hubiera preferido ir a ver a sus padres ya mayores, a su apartamentito en
primera línea de playa, ¿Qué digo primera? Primerísima. De hecho al salir del
porta sólo había que bajar un escalón para estar en plena playa, obviamente es
ilegal pero el alcalde de turno lo permitió y a ver quién es el gallito que
tira ese bloque con doscientos apartamentitos –el más grande de los cuales es
el de Manuel y Mariola-. Ni siquiera entonces Manuel se dio cuenta. Al abrir la
ventana, al sentarse en la terraza, al salir a la calle, todo era una
exhibición de cuerpos semidesnudos, carnes firmes, muslos prietos, hombros anchos,
pieles bronceadas. Atrapado por una hipoteca que le mantendría bien sujeto
hasta la jubilación y más allá nuestro hombre se encontró en un ámbito que como
el cine, la televisión y hasta la literatura le desazonaba intensamente sin que
pudiera expresarlo hasta agobiarle de un modo intolerable. Aquel primer verano,
sugirió que la segunda quincena de agosto podrían ir a ver a la familia de
Mariola. Lo hicieron pero básicamente para recibir la mala noticia de que los
abuelos se trasladaban a Madrid, a un barrio cercano al suyo ya que Andrea y su
marido se instalaban definitivamente en Madrid. Su movilidad laboral, por otra
parte, al ir perdiendo los contactos de otros tiempos, había disminuido
bastante y amigos y familiares comenzaron a tomar la mala costumbre de ir
muriéndose o dejando morir las relaciones. El cepo se iba cerrando sobre Manuel
mientras que Mariola se iba encontrando cada vez más a gusto tejiendo una nueva
red de relaciones que pasaban por una cierta cotidianeidad. Hubo un punto, un
tiempo para ser más exactos, en que se alcanzó un equilibrio tolerable para
ambos pero duró poco pues el tiempo suele pasar y en aquella época hubo una
generación funcionarial a quienes, sin tener nada en contra de ellos, convenía
no tener pululando por pasillos y ventanillas. Surgió entonces algo terrible
que dio en llamarse prejubilación que sorprendió como una puñalada trapera a
Manolo precisamente en tal tesitura que no podía dejar de ir y venir pero bien
para atender a la familia, los padres de Mariola eran mayores y su cuñado se
estaba quedando ciego, o bien para solventar problemas del apartamentito.
Cuando todo se estabilizó se encontró con que se veía obligado a pasar casi
todo el año junto a la playa, en primerísima línea de playa, pues prácticamente
no salían de allí sino era para alguna consulta médica de Mariola o por
Navidades.
En otras y más
crueles palabras: prácticamente todo el año entre cuerpos semidesnudos, carnes
firmes pues en febrero los turistas ya se tuestan sobre la arena levantina.
Incluso desnudos ocasionalmente, mostrando sus miembros, sus nalgas de atletas
o de golosos, cuerpos, cuerpos, cuerpos rodeándole por todas partes, cuerpos de
hombre de los que había estado huyendo desde no recordaba cuando. Cuerpos e
intimidad forzosa con familias del pueblo, con otros matrimonios prejubilados,
o, lo que venía a ser lo mismo, peligro de ser descubierto. Cierto día se le
escapó una frase que para algunos fue representativa a pesar de la larga
cambiada con que la tergiversó sobre la marcha.
-No me extraña que
se suicidaran
-¿Y eso?
-Este dolor de
pierna es constante y como mi padre se quejaba siempre de las piernas no me
extraña.
-Pero pueden
operarte ¿no?
-Sí, pero a mí no
me meten mano en un quirófano.
Por si todo esto
fueran pocas pistas siguiendo los años de la vida en el cepo
Madrid-apartamentito se puede ir viendo como Manuel ha ido alejándose de unas
amistades, acercándose a otras para volver a acercarse a otras manteniendo así
un ten con ten que nunca acaba pues ni rompe ni es lo bastante tupida la
relación como para crear situaciones de peligro, el hecho de que algunos de sus
más cercanos amigos hayan muerto no deja de haber sido una ayudita, no por
lógica más esperada. Sólo un personaje permanece.
Qué desazón. La imagen de Manuel sitiado en su apartamento por las carnes morenas es estupenda.
ResponderEliminarUn abrazo