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sábado, 19 de abril de 2014

Dos emes en realce (décima entrega)

Su salvación llegó de la mano de uno de esos espejismos que llaman “Milagro económico” y que suelen tener más de estafa con huida hacia adelante que de milagro propiamente dicho, uno de esos momentos en que todo el mundo compra de todo a la vez en el mismo sitio. Uno de esos momentos en que se pone de moda comprar un 4x4, una colección de Lladró, un abrigo verde que tiene apellido o…, como no, un pisito en una playa del Levante español.
Fue la salvación de nuestro Manolo y también a Mariola le dio cierta tranquilidad pues desde el último traslado vivían en casa del ministerio y no quedaba claro si al jubilarse o al enviudar permitirían seguir habitándolas. Al fin y al cabo tenía muchas posibilidades  de enviudar, dada la diferencia de años. Su marido disponía completamente de su tiempo, siempre había que ir a hacer algo justamente el fin de semana que alguien proponía algo que a Manuel no le viniera bien, que si poner la estantería, que si comprar las lámparas, que si… en fin, todas las pequeñas minucias que requiere entrar en una casa nueva por mínima que sea, que la del matrimonio lo es. Un salón exiguo, un balcón-terraza cuadrado quizás algo más grande que el salón y que se abre sobre la playa directamente, un dormitorio en que cabe la cama dos mesillas y las cortinas pues viene con armario empotrado que viene a ser del mismo tamaño que la cocina. Lo único de un tamaño decente es el baño, claro que en el retrete no se puede instalar nadie a dormir. Había encontrado Manuel el medio perfecto para controlar su tiempo y su vida. Mariola, por el contrario, no se encontraba cómoda con tanto ir y venir pero, claro, Manuel nunca se lo preguntó y ella, entendiendo que eran ciertas las labores para preparar aquel habitáculo a capricho –literalmente-, no comentó nada.
Entretanto el tiempo pasaba, normalmente no suele traer nada bueno y así fue para Mariola cuyas enfermedades reverdecieron a partir de los cincuenta y los sustos que se quedaron en nada como los bultos en los pechos abundaron afortunadamente como falsas alarmas. Sí, el tiempo pasaba, y con el tiempo la historia, la grande y la pequeña. La pequeña historia de nuestra pareja tuvo un hito importante aunque en absoluto visible. Naturalmente Manuel durante esos fines de semana, esos puentes y esa Semana Santa se había ocupado primero de encontrar confesor, y luego, por supuesto, de saber quien era alguien en aquel pueblo, vieja sede caciquil de la comarca con casino estilo Alhambra y centro del juego prohibido desde el XIX, alcaldes, alcadables y demás. No tardó mucho en entablar buenas relaciones con ciertos personajes que todavía vivían como antes del 75 y así llegó el primer verano. Orgulloso nuevo propietario Manuel arrastró a Mariola, que hubiera preferido ir a ver a sus padres ya mayores, a su apartamentito en primera línea de playa, ¿Qué digo primera? Primerísima. De hecho al salir del porta sólo había que bajar un escalón para estar en plena playa, obviamente es ilegal pero el alcalde de turno lo permitió y a ver quién es el gallito que tira ese bloque con doscientos apartamentitos –el más grande de los cuales es el de Manuel y Mariola-. Ni siquiera entonces Manuel se dio cuenta. Al abrir la ventana, al sentarse en la terraza, al salir a la calle, todo era una exhibición de cuerpos semidesnudos, carnes firmes, muslos prietos, hombros anchos, pieles bronceadas. Atrapado por una hipoteca que le mantendría bien sujeto hasta la jubilación y más allá nuestro hombre se encontró en un ámbito que como el cine, la televisión y hasta la literatura le desazonaba intensamente sin que pudiera expresarlo hasta agobiarle de un modo intolerable. Aquel primer verano, sugirió que la segunda quincena de agosto podrían ir a ver a la familia de Mariola. Lo hicieron pero básicamente para recibir la mala noticia de que los abuelos se trasladaban a Madrid, a un barrio cercano al suyo ya que Andrea y su marido se instalaban definitivamente en Madrid. Su movilidad laboral, por otra parte, al ir perdiendo los contactos de otros tiempos, había disminuido bastante y amigos y familiares comenzaron a tomar la mala costumbre de ir muriéndose o dejando morir las relaciones. El cepo se iba cerrando sobre Manuel mientras que Mariola se iba encontrando cada vez más a gusto tejiendo una nueva red de relaciones que pasaban por una cierta cotidianeidad. Hubo un punto, un tiempo para ser más exactos, en que se alcanzó un equilibrio tolerable para ambos pero duró poco pues el tiempo suele pasar y en aquella época hubo una generación funcionarial a quienes, sin tener nada en contra de ellos, convenía no tener pululando por pasillos y ventanillas. Surgió entonces algo terrible que dio en llamarse prejubilación que sorprendió como una puñalada trapera a Manolo precisamente en tal tesitura que no podía dejar de ir y venir pero bien para atender a la familia, los padres de Mariola eran mayores y su cuñado se estaba quedando ciego, o bien para solventar problemas del apartamentito. Cuando todo se estabilizó se encontró con que se veía obligado a pasar casi todo el año junto a la playa, en primerísima línea de playa, pues prácticamente no salían de allí sino era para alguna consulta médica de Mariola o por Navidades.
En otras y más crueles palabras: prácticamente todo el año entre cuerpos semidesnudos, carnes firmes pues en febrero los turistas ya se tuestan sobre la arena levantina. Incluso desnudos ocasionalmente, mostrando sus miembros, sus nalgas de atletas o de golosos, cuerpos, cuerpos, cuerpos rodeándole por todas partes, cuerpos de hombre de los que había estado huyendo desde no recordaba cuando. Cuerpos e intimidad forzosa con familias del pueblo, con otros matrimonios prejubilados, o, lo que venía a ser lo mismo, peligro de ser descubierto. Cierto día se le escapó una frase que para algunos fue representativa a pesar de la larga cambiada con que la tergiversó sobre la marcha.
-No me extraña que se suicidaran
-¿Y eso?
-Este dolor de pierna es constante y como mi padre se quejaba siempre de las piernas no me extraña.
-Pero pueden operarte ¿no?
-Sí, pero a mí no me meten mano en un quirófano.
Por si todo esto fueran pocas pistas siguiendo los años de la vida en el cepo Madrid-apartamentito se puede ir viendo como Manuel ha ido alejándose de unas amistades, acercándose a otras para volver a acercarse a otras manteniendo así un ten con ten que nunca acaba pues ni rompe ni es lo bastante tupida la relación como para crear situaciones de peligro, el hecho de que algunos de sus más cercanos amigos hayan muerto no deja de haber sido una ayudita, no por lógica más esperada. Sólo un personaje permanece.

1 comentario:

  1. Qué desazón. La imagen de Manuel sitiado en su apartamento por las carnes morenas es estupenda.
    Un abrazo

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