Vistas de página en total

lunes, 22 de junio de 2015

La insigne (relato casi negro) 3



Ya he comentado que tenía un profesor de Literatura sumamente amante del teatro y María hablaba de unos éxitos en escena tan sonoros que no me encajaba que no hubieran surgido en algún momento con él, de películas taquilleras –según ella- que a nadie sonaban lo más mínimo. Así que me dediqué a analizar las conversaciones con ella y a aumentar mi interés. Quizás no debería haber sido tan escéptico pero es que según hablaba y según la observaba, más artificiosa parecía ella y su realidad.
            Por ejemplo: verla en la playa. Iba sola y ligera de equipaje, una toalla y una bolsa de ganchillo que había hecho ella misma. Era una mujer alta, de hombros anchos y caderas que no diría amplias pero sí alta y angulosas, peculiares, la cintura muy marcada. En realidad tenía muy buen tipo para su edad y ella, por supuesto, lo sabía y, aunque no era especialmente presumida normalmente en la playa resultaba inevitable hacer referencias cinematográficas, sinceramente creo que las buscaba, o, como queda más correcto, “hacía un homenaje” para iniciados a Esther Williams. Usaba el mismo tipo de bañador y, lo que todavía resultaba más obvio, el mismo tipo de gorrito de baño con barboquejo abrochado bajo la oreja y hasta sus movimientos al entrar en el agua semejaba casi el mismo cuerpo sólo que traicionado por su toque de mujer grandota de ancestros campesinos. Viéndola entrar en el agua con gestos un tanto forzados o incluso cuando se lucía siendo la única setentona que nadaba, y magníficamente, a uno le daba la sensación de que iban a aparecer un montón de jovencitas con gorritos igualmente absurdos y ponerse a hacer uno de aquellos numeritos con surtidores y todo. Verla salir, por el contrario, era un más que sentido homenaje a Úrsula Andress y las chicas Bond que llevan unos cincuenta años saliendo de las aguas, como Afroditas de una nauseabunda vulgaridad. Era todo tan artificial, tan forzado, tan estudiado, que, al menos a mí, incipiente cinéfilo, hacía perder toda credibilidad en sus historias, o casi.
            He de confesar –sin arrepentimiento alguno- que siempre he sido un verdadero cotilla o chafardero, o como decía alguien de mi familia “un poco portera”. No es que me importen las vidas ajenas, sólo me interesan, y si algo me apasiona es lo que llamo para mis adentros “el cotilleo histórico” y Maruja me buenas dosis de éste, incluso con todas las salvedades que yo quisiera ponerle. Por si todo esto fuera poco yo también tenía algo de fantasioso y, a sabiendas de la posible trola, me dejaba llevar a ese mundo de viajes a América donde había conocido a la Xirgú que por entonces estaba coqueteando con cierta jovencita que llegó a gran dama del teatro y enredada con un atlético joven que también alcanzó la gloria y que en aquellos setenta estaba en la cumbre de su carrera teatral como galán maduro. Un mundo de anécdotas como las del Tenorio. “El el Tenorio, decía, siempre pasa algo”, de líos de faldas y de pantalones, de estrenos gloriosos de obras que yo no conocía. Me enseñó que interpretar no es copiar servilmente la realidad y como un casi imperceptible gesto produce un cambio radical en lo que emite la persona, o el personaje, o como tampoco es igual ponerse un humilde broche de plástico en un sitio u otro para sacarle el mejor partido para la función.
            Lo cierto es que me tenía un tanto subyugado y mientras las lenguas de doble filo que convivían se preguntaban si Maruja sería virgen o no, yo intentaba no dejarme llevar por mi propia fantasía ¡era tan fácil dejarse arrastrar por las evocaciones de glamour de un tiempo lejano pero que conocía más que el mío, que siempre me rechazó! Pero las propias historias que contaba iban poniendo la soga al cuello de su credibilidad cada vez con más fuerza.
            Un caso claro era su viaje a América sazonado de protagonistas triunfales, conociendo a los grandes del momento. “Demasiado viaje, demasiada gente” pensaba yo. Si surgía el tema de los noviazgos y solterías, Maruja fingía un medio secretismo por que “teniendo el apellido que tenía” pero a poco, a muy poco que se insistiera, aun lateralmente, acababa susurrando “Borbón” y te contaba que le habían fusilado en guerra contra las tapias de un cementerio. A uno, demasiado joven e ignorante, eso de un Borbón fusilado no me encajaba para nada y no me lo creía… del todo. Eran tales las historias que contaba que hacía imposible acabar creyéndose ninguna.
            Ya he comentado que de uno de los rasgos de Maruja era una voz cascada, rota, desde luego impensable para una primera dama de la escena, pero a todas luces, inconfundible. Recuerdo que un invierno la reconocí en la adaptación radiofónica de un novelón decimonónico –antes se hacían estas cosas- en la que tenía dos o tres frases interpretando a una cocinera indignada. Sin embargo, cuando se lo comenté al verano siguiente su respuesta fue:
-Yo jamás he hecho de criada, sólo de señora –cosa que me dejó poco menos que de estuco, poniéndonos teatrales, pues el verano anterior me estuvo contando que en no sé qué obra tenía un mutis que siempre provocaba la ovación… haciendo de doncella.
            Parecía un extraño juego del despiste con el que pretendiera inventarse un pasado que la pusiera por encima de todos nosotros, incluida la Fernández del escudo de armas. Fue por entonces cuando entre mi círculo familiar, por demás castizo y escéptico, se le puso el sobrenombre de La Insigne. Lo cierto es que entre la preocupación por la virginidad o no de Maruja y que nadie,  excepto yo y cada vez con más reservas, se creía una palabra de sus cosas la situación rozaba el ridículo.

2 comentarios:

  1. Por lo que cuentas Maruja era showwoman pero como aquí todavíano se había inventado eso, seguro que ni ella lo sabía. Hoy el show diario de Maruja te costaría una pasta.

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Pues yo creo que intentaba sinceramente creerse esa realidad como vía de escape. Pero no quiero hacerte un spoiler.

      Eliminar