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domingo, 4 de diciembre de 2016

Trotaconventos 6



            En esta ocasión lo de “Trotaconventos” no fue exactamente un mote, ni siquiera a escala familiar, pues de mi familia nadie sabía nada del personaje pero a mí me la recordaba en no pocos sentidos, aunque nunca lo haya comentado. El caso es que mi Trotaconventos privada tenía un claro talón de Aquiles en su vida, a simple vista que no era otro que no llevarse bien con su hija. Cuando la conocimos la joven estaba recién casada y Rosa veraneaba por libre en la casa los días o semanas que pudiera permitirse y luego a casa. Más tarde fueron llegando los nietos: la niña con nombre de canción, el chico con nombre de ícono bizantino y la niña con nombre que más parecía nombre de guerra de puta barata. Nació la costumbre de pasar una parte del verano con ellos; costumbre que trajo ciertas secuelas aparentemente sin relación pero que creo si la había. Para empezar duplicó o triplicó la ya de por si diluvial y proverbial locuacidad haciéndola más y más banal y vacía, hablaba igual pero decía menos, más centrada en repetir una y mil veces las cosas de sus nietos, lo bien que le iba a la cadena de zapaterías de su yerno y muy poco más. Se la veía aun más nerviosa, inquieta y andarina. Eso sí, cada año traía un nuevo hueso roto durante las vacaciones con su hija, Rosa se había convertido en ese tipo de persona que pone todos los medios posibles para atraer los accidentes como bajar la basura con tacones saltando los peldaños de tres en tres o fregar la batidora estando enchufada. Si a todo esos accidentes –que siempre ocurrían estando con su hija-  sumamos los primeros achaques, teníamos una Rosa más activa, habladora y Trotaconventos que nunca, pero también más sensible. Lo achacábamos a en parte a su hija que tenía la misma actitud ante el mundo que un coronel de caballería su misma simpatía. Sin embargo, había más, algo semejantes ao esos forúnculos atroces que duelen a rabiar, se sajan y e olvidan hasta que vuelve a brotar más virulento y doloroso muchos años después.
            Yo estaba pasando un momento siniestro de mi vida y necesitaba hablar y Rosa también, como siempre pero más. . En nuestras charlas, largos soliloquios alternos en que no estábamos muy seguro de que el otro estuviera escuchando, y tampoco sé si nos importaba. Una de esas tardes de calor, de esas interminables tardes de calor agosteño volvió, una vez  más, al tema de su felicidad conyugal, a las manos cogidas pero esa vez se le arrasaron los ojos en lágrimas.
-Es que tú no sabes cómo murió mi marido, ¿verdad?
La verdad era que no pero sí, vamos, que algo había oído pero ya he comentado a menudo descarto información por fantasiosa, aunque luego resulte ser cierta. Sabía que trabajaba en los trenes, cerca de la casa y que murió cuando el Coronel de caballería tenía quince años y punto. Sin embargo, como casi todo, fue peor, infinitamente peor.

El hombre, Manuel se llamaba, había tenido unos fuertes dolores de estómago que le llevaron, lógicamente, al médico, éste le puso un tratamiento, parece ser que largo, que funcionó y una tarde en la consulta les dijo que aquello ya era cosa del pasado y que no tenía ni que volver a revisiones. La seca secuencia temporal nos dice que al salir Manuel preguntó a Rosa
-¿Qué ha querido decir?
-Pues eso, que ya no tienes nada.
Ahí se separaron, ella se fue a casa y él al trabajo. Lo siguiente, que Rosa supiera, es que Manuel se había tirado a las vías del tren. La fría crónica nos cuenta que ya en el velatorio Rosa, que por otra parte era un lince, escuchó por primera vez un comentario apenas susurrado:
-Lo habrá hecho para no oírla.
  No fue la única vez, incluso cuando se comentó en mi amplio grupo familiar hubo quien hizo la gracieta. El resto es fácil de adivinar: hija que culpa a la madre, casa que se convierte en un infierno, novio providencial y Rosa negándose a que se le acercara ningún hombre por qué:
-Sólo de pensar que piensen que me gusta eso –“eso” había que entenderlo como sexo- es que me pongo enferma –y era cierto, pues según hablaba comenzaba a rascarse como loca, enrojecía y hasta juraría que le subía la tensión, la misma enfermedad tenía mi tía si se le nombraban las cucarachas.

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