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jueves, 27 de diciembre de 2018

CUENTO DE NAVIDAD 2018 (2º) "EL CHOCOLATE"

 
Mañana del día de Navidad. Me levanto sigiloso, me afeito apurado,  como a él le gusta, ducha rápida y a la cocina. Empiezo a preparar el chocolate artesanalmente, como toda la vida he visto hacer, sacando finas virutas con un cuchillo y paciencia, canela, espeso. Enciendo la freidora para preparar unos churros congelados y mientras se calienta y antes de seguir adelante me atuso, me peino y perfumo, ese perfume tan caro que me regaló el año pasado. Me pongo el pijama rojo y el batín de seda. Me quito el pijama y me aseguro de que el cinturón del batín quede en el sitio adecuado. Enciendo las luces del árbol y compruebo por vigésima vez los lazos de los regalos, lo reconozco: soy un pelmazo con los envoltorios. Un buen envoltorio es casi medio regalo, es tiempo que alguien ha dedicado a ese lazo, ese rizo o esa etiqueta para ti. Aun no ha levantado el día por completo y me parece que va a haber niebla. “Mañanita de niebla tarde de paseo”. Nunca nieva en Navidad, cualquier otro día, pero nunca en Navidad. Una sola vez, de niño, de vuelta de ver el Nacimiento del Asilo de San Rafael, ya de  noche, y cuatro copos mal contados. Espera que no sea una tarde de paseo sino de lluvias y pasarla con él acurrucado en sus rodillas, comiendo nueces y viendo “¡Que bello es vivir!"; los teléfonos ya están desconectados desde anoche, los ordenadores, cerrados y sin más luces que las del árbol, cada año más horteras, desbordando las ramas y trepando por los visillos. Disfruta como un crío poniéndolas con esa energía de la edad. A mí, más formal, me corresponde el Nacimiento con su río para el que nunca le alcanzan los ahorros e improviso de cualquier manera, las ovejas, siempre con las patas demasiado juntas y que hay que ir apoyando en piedrecitas o musgos para que no se caigan y parezcan una masacre lobuna; los ángeles, sí, esos que no hay forma de fijar hasta que se encuentra el equilibrio y que hay que colocar mil veces pues al rozar el soporte caen en tropel. Me gustan esos ángeles, son nuevos, de una especie de plástico pero se les ve desgastados, como si fueran parte de la otra caída masiva de ángeles; la estrella pidiendo a gritos la jubilación y los Reyes Magos que vamos acercando cada día un paso, como hacíamos de niños. Cada vez menos luces y más ángeles. Anoche, a última hora colocamos al niño en su cunita poco evangélica, sin duda, pero indispensable para nosotros. Al hacerlo nuestras manos se rozaron primero y se entrelazaron después, muy fuerte con el conocido nudo en la garganta de una desesperanza común. Acabaré llorando si lo sigo pensando. Levantamos la copa y nos deseamos una feliz Navidad. Como siempre él puso “El Mesías” y nos sentamos a oírlo aun con las manos cogidas y las lágrimas colgando de sus largas pestañas negras. Yo prefiero los villancicos de zambomba y marimorenas varias pero él es un melómano exquisito, algo que admiro, aunque no entiendo de la misa la media. Ah, sabía que se me estaba olvidando algo, el detalle que casi se me escapa y eso que lo dejé preparado anoche, Adeste fidelis, su villancico favorito (para mí si no hay peces en el río no hay villancico, la verdad) ¿Qué más nos hace falta? Nadie, no, nadie más nos hace falta. Ya he esperado demasiadas navidades en vano a amigos y familiares, al menos un “vente a cenar”. No, no necesitamos a nadie más. Familia y trastos viejos, pocos y lejos, lejísimos, ya que nos ponemos. ¿Listo todo? ¿le hará gracia que aparezca con el espantoso tanga de leopardo que me regaló bajo el batín o me preferirá a pelo? No correré riesgos. A ver: las jícaras, los churros, las servilletas con Papás Noeles bordados, y el centrito con una ramita de acebo. Vamos allá. ¿Será posible? Se me ha olvidado encender el fuego? ¿en qué estaré pensando? Pues en él. ¿En qué voy a pensar? tengo cada cosa que… Ahora se enfriarán los churros. A ver si hoy con la fiesta se anima a levantarse, hace un par de días que está apagado, todo el día en la cama. Me preocupa que haya pillado algo. ¿Cuándo me dejará?, dice que nunca pero yo sé que sí. Demasiada diferencia de edad, cierto que apenas son dos años, sí, pero lo suficiente para cambiar de dígito. De “está a punto de cumplir los treinta” a “ya va a cumplir treintaiuno. Parecen sólo palabras, pero no lo son. Apenas puedo vivir con esa angustia de no saber si cuando llegue a casa ya se habrá marchado dejando una nota, o escuchar ese “tenemos que hablar” que viene a ser el “ahí te quedas” pero en papel de regalo. Claro que me va a dejar. Ya lo han hecho muchas veces pero no soporto la idea de que él, precisamente él, me abandone. Me ahogo sólo de pensarlo. Que me deja es inevitable e intento ir haciéndome a la idea pero no creo que pueda soportarlo. No de él. Sabía que no debía volver a enamorarme y menos de él, que debía huirle. Un mal presagio apenas le vi. Sabía que no podría soportar su abandono y mucho menos aun su ausencia pero no supe, no pude o no quise defenderme. Me dejé atrapar, los dos nos dejamos atrapar en la maldita telaraña del amor y ahora él no encuentra el modo de escapar ni yo el de hacérselo más fácil pues no sabré sobrevivir cuando se vaya. No quiero que se vaya, no me importan los cuernos que pondrá. Me quiero engañar y tampoco sé. Cuando me engañe me desesperaré y morderé la almohada para que no me oiga llorar. Será un dolor que apenas puedo imaginar, y no será por qué no me hayan cornamentado veces, pero que lo vaya a hacer él, si es que no lo está haciendo ya es peor, infinitamente peor y aun así, no es nada al lado de la sola idea, de la certeza de que se va a ir. No, no podré soportarlo, me volveré loco o le seguiré mendigando una mirada, una sonrisa o, mejor, me tiraré al metro y así no tendré que  saberle en los brazos de otro, en la cama de otro, con su piel acariciada por otras manos. Me vuelvo a engañar. Jamás tendré ni el valor para suicidarme ni la mala intención como para que se sintiera responsable, y soy demasiado orgulloso para perseguirle, me quedaré arrinconado, como un juguete del que sea cansado. Callado, fingiendo aceptar lo que no puedo, lo que nunca podré. Así ocurrirá, la cuestión es cuando. ¿Cuántos días, semanas, meses, años quizás, me quedan de felicidad? Sólo puedo intentar disfrutar el día a día a su lado, a su sombra, a su amparo y su calor. Hoy no se irá, no me haría eso en Navidad pero ¿y mañana? ¿y al otro? Me ahogo al imaginar esta casa sin él, me ahogo. No, sé que no lo soportaré. He de agarrarme a que hoy no se irá, todavía hoy es mío, todavía hoy me ha elegido, pero ¿y si cambia de idea? ¿y si le llama el otro y decide marcharse hoy?. No podré soportarlo. Es una mera idea y ya no puedo. Mírale, duerme tan tranquilo que mejor no le despierto. Le dejaré dormir. Mientras duerme, aunque sueñe con el otro (¡Dios no me permitas inaginar esos sueños!) está aquí, conmigo. Le esperaré leyendo a lado del árbol. El hambre le despertará. Sí, le esperaré leyendo, como cada año “Canción de Navidad”. Quitaré la música no vaya a despertarle. Ojalá ya estuviera en pie. No puedo con esta angustia, no aguantaré mucho tiempo. Veamos: “Marley había muerto para empezar”, esto es volver a pisar terreno firme, “Marley había muerto para empezar”. Nada como la serenidad de la letra impresa, digan lo que digan los modernos.

            (A media luz en el dormitorio el rigor mortis ya ha empezado en el cuerpo de un hombre estrangulado junto a unas maletas y un único pasaje de avión para esa mañana del día de Navidad)


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