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sábado, 2 de marzo de 2019

Un viejo cuento sin título


Estoy pasando al ordenador viejos textos escritos a máquina y este me ha sorprendido, ni lo recordaba.

            La carta llegó demasiado tarde aunque, posiblemente nunca tuvo demasiada importancia. Se quedó en el aparador quizás apoyada en una figurilla que a ratos parecía una pastora con aires de reina y a ratos una reina a medio disfrazar de pastora. Quizás hubo alguna vez un pastor-rey pero entonces ya no estaba en el aparador grande y señorial.
            Los pasos apresurados y las voces angustiadas olvidaron rápidamente la carta y el sol de la tarde comenzó a filtrarse por las rendijas de la persiana. No tardaron en alejarse voces y zapatos rompiendo una y otra vez el reflejo de la bandeja en el techo. Es lo que tienen las casas viejas donde las cosas han creado con los años un espacio propio, que roen el aire de las gentes con la destructora lima del recuerdo; y entonces queda, imperceptible, el regusto de una ausencia sobre un aparador. El pastor-rey que se rompió hace treinta y cinco años o aquel florero tan espantoso que, un día por otro se fue quedando en la consola y que cuando se estrelló el día del atentado en la plaza hizo que toda la familia se llevara un disgusto.
            Es lo que tienen las casas viejas en las que los muebles de la salita los compró la bisabuela para casarse, que hay cosas que jamás tienen su sitio y van de la mesa del comedor al alfeizar de la ventana, a la mesilla de noche y a la consola del rincón. Cosas que parecen siempre de paso, como a punto de caerse, intrusas, manoseadas y zarandeadas. Otras en cambio, entran y, apresuradamente imponen su presencia, el teléfono y su descabalada mesita, la televisión invadiendo y desajustando la permanencia cotidiana con imágenes fugaces, pérdida parcial, sin embargo. Eso es lo que tienen las casas viejas en las que hay una alcoba, la de la tía solterona, presidida por una Virgen de los Dolores en una campana de cristal sobre la cómoda y por un Cristo opaco a la cabecera de la cama; eso es lo que tienen, que apenas se aleja uno de los reflejos huidizos de la pantalla todo recupera su eterna continuidad inalterada.
            La carta quedó, quizás olvidada, apoyada en la base del candelabro de plata que, dicen, es una antigüedad, mientras los pasos llevaban pasillo adelante a la destinataria cuyo nombre aparecía, con letra inclinada y picuda, en el sobre. Junto al sello, la esquina superior derecha una esquina se había doblado.
            Es lo que tienen las casas viejas y grandes, que cada imperfección fútil aparezca como subrayada en rojo sobre lo perdurable de los desconchones del tiempo en adornos, esquinas y antiguas molduras que ya no hay dinero para restaurar, racimos y cornucopias de escayola pintada que se van deshaciendo en el aire de los salones y las alcobas. Es lo que tienen las casas viejas, que el aire en ellas se hace espeso por el polvo de las molduras de escayola desmigándose, por el aroma de los cajones de las cómodas de castaño al abrirse, por los lejanos gemidos de amor que quedaron flotando desde que sonaron sobre sábanas bordadas, o desde que debieron haberse oído y dejaron a las paredes, los dinteles y las alacenas esperándolos. Por eso el aire se adensa en las casas viejas donde han vivido generaciones enteras y hace que las palabras pronunciadas deprisa, con urgencia por ser oídas, avanzan despacio y tardan tanto en llegar que, a veces, los oídos anhelantes se han ido, se han muerto, o, lo que siempre es peor, ya no esperan. Entonces las palabras se tornan hueras y quedan flotando del salón a la alcoba, de la alcoba al pasillo, hasta deshilacharse en partículas cálcicas que se posan, cuando no hay nadie en las casas viejas, en los muebles, las alfombras y los paragüeros tristes. Cuando entra alguien y enciende la luz se arremolinan y quedan suspendidas en el aire denso, como queriendo ser de nuevo palabras, a la búsqueda de la misión que no pudieron cumplir acaban posándose en las páginas blancas de los libros a los que amarillean año tras año y espesan, aun más, el aire con el olor a papel viejo, a cartón viejo, a viejas horas pasadas con ellas entre las manos.
            Así pasaron las palabras sobre la carta, nadie las oyó y se filtraron por la puerta de la vitrina a medio cerrar hasta los libros de poesía que hace tantos años que nadie lee.
            Es lo que tienen las casas viejas con ventanas altas y balcones estrechos, que los libros de poesía se acumulan en rincones de estanterías, vitrinas y armarios para irse olvidando y dejar deshojarse las miradas que recorrieron, cantaron y lloraron sobre los renglones cortos. Y, poco a poco, la madera se vence con el peso de los libros de poemas que adhirieron a los muros, y los muebles gimen en un crujido inaudible.
            Es lo que tienen las casas viejas con vidrieras de colores en los vanos que se abren a estrechos patios interiores, que la palabra en letras de imprenta pesa en la biblioteca y el despacho; pesan las palabras que enrarecen el aire del gabinete y la salita; pesan las palabras que se pronunciaron alrededor de la mesa del comedor y en el sofá tapizado de verde; pesan las palabras que no se pronunciaron en las alcobas de camas grandes, las que se escribieron furtivas y apresuradas y las que no se escribieron ante el escritorio solemne del despacho, meditadas y sensatas. Pesan versos y canciones, nanas y vacuidades, pronunciadas o no, en las tardes de tediosas visitas; pero más que nada pesan las convulsas palabras de los telegramas antiguos que fueron agoreros pájaros azules en otros tiempos. A su lado la carta, quizás siempre inútil, pero tardía a pesar de todo, apenas es un destello fugaz, todavía, cerca de la pastora con ínfulas de reina.
            Es lo que tienen las casas viejas con muebles antiguos, castaño, nogal, roble, que han ido llenando de aromas de madera las telas floreadas de los cojines, las telas escocesas de los uniformes colegiales, los tisúes de las fiestas, los tules de las bodas, los encajes de los trajes de cristianar, los bordados de los embozos y los tafetanes de los lutos. Y cuando se abre el cajón de la cómoda o se cierra la luna del armario grande, el aroma de los encajes de castaño de las bodas, los bordados de nogal de las fiestas, y de los tafetanes de castaño de los lutos se extiende a ras de suelo y trepa por los opacos zócalos de los pasillos, las torneadas patas de la vitrina de la salita, las sinuosas patas de la consola del pasillo, las faldas perdurables de la mesa camilla del gabinete y la extensión del papel de la pared hasta enrarecer un poco más el aire donde el relumbrar blanco de la carta, inútil y, sin embargo, tardía se va difuminando.
            Es lo que tienen las casas viejas con muchos retratos de lejanas gentes pintados al óleo colgados en los salones, las alcobas y los pasillos, que desde los lienzos miran altivos, airados, indiferentes o entregados a otras gentes móviles que reconocen en las pinceladas densas y en las líneas sabias, rasgos aquí y allá pero siempre ajenas al trampantojo de la imagen vacía y engreída en los oleaginosos colores que se irán, se van, se han ido, descascarillando, cuarteando, degradando y, a veces, descubren, traidores, la trama de la tela que amarillea como las fotografías con el lazo negro en las esquinas, con la huella de haberlo llevado o con la del que nunca se puso pero aparece trazado en el aire por lágrimas, añoranzas, posesiones. Ajenas fotografías, lienzos intrusos que cruzan miradas fijas en la pared, ignorándose y dejando sentir su presencia perdida como la del pastor-rey que desapareció hace tiempo, atónito, arrollado por un golpe de aire.
            Es lo que tienen las casas viejas que tienen un gabinete con butacas amables, cojines de flores y mariposas y un escritorio pequeño, con espacio apenas para escribir esquelas de amor y guardarlas en un cajoncito con llave y pensar a la luz verde que el grueso cristal de la lámpara filtra junto a la pluma aun abierta; que, a veces, el hada de bronce que sujeta la pantalla evoca caricias distraídas de quien escribió ahí, hace tiempo, cartas que quizás no fueron de amor en un papel verdeado por el color denso, de alga de estanque abandonado, del cristal de la lámpara. La luz mortecina, verde y arenosa hace que los brillos de los pisapapeles, los colores de las tapicerías y las líneas de techos y paredes, aristas geográficas determinantes,  se difuminen hasta confundirse con la atmósfera que se adensa.
            Es lo que tienen las casas viejas y ajenas, que la niebla de color verde, de partículas y de palabras, de gemidos y de poesías, no se va cuando, al amanecer, se apaga la lámpara del hada de bronce y no se encuentran las esquinas y la carta, tardía e inútil amarillea. Es lo que tienen las memorias extrañas y viejas, que, a veces, los enrejados barandales de los balcones de las casas viejas con ventanas altas y campanas de cristal, los frágiles enrejados ceden por el peso de las miradas al óleo, los lazos negros, las huellas de gentes que la memoria propia no encuentra sino en almacenes de recuerdos ajenos.
            Entonces, alrededor de la olvidada presencia del pastor-rey, los pasillos se enredan y acaban en paredes cerradas, se bifurcan y terminan en vitrinas invadidas de poesías polvorientas que nadie recuerda quien leyó. Entonces, en torno a la Virgen de los Dolores, los suelos se comban y las líneas de baldosas y maderas se curvan, sinuosas, precipitándose hacia ventanas y tabiques. Entonces, cerca de la lámpara de tulipa verde el aire se hace tan espeso que las memorias viejas recuerdan las bandadas de pájaros que nunca anidaron en el aparador, las consolas y las vitrinas llenas de polvorienta poesía, olvidan los frágiles enrejados de las balconadas tristes y no pueden esperar la carta tardía, quizás inútil, que tampoco encontrará sitio en las casas viejas y amarilleará apoyada en la pastora-reina, el candelabro de plata o la campana de cristal añorando al pastor-rey

2 comentarios:

  1. Pues no sabes lo que me satisface pues es de hace muchos años, cuando empezaba a escribir

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