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sábado, 26 de octubre de 2013

Madrid: de peras, manzanas y ranas.


Hay veces que una serie de cosas me llegan juntas o cercanas unas de otras. Una película, un libro, un encuentro. Son elementos que, inesperadamente, se relacionan y aparecen en mi vida –supongo que a todos nos pasa- haciendo que la atención se centre casi exclusivamente en ellos. Éste, por ejemplo, ha sido el verano de los impresionistas, varias cosas me devolvieron al mundo del grupo y, repentinamente, he encontrado puertas que cuando les estudié –y lo hice a fondo-, ni siquiera vi. Pero el verano pasó y han llegado otros elementos. Sigo aprovechando los caminos abiertos pero algo más se ha conjuntado para centrarme en otra cosa.

Creo que ya he mencionado que soy un amante de la Grecia clásica, no todo lo formado que debería en ella pero amante profundo, a pesar de lo cual desde los trece años he estado intentando leerme la Iliada en vano. En uno de mis ratos “optimistas” hará un año me dio por pensar en qué libros no podía morirme sin leer y, claro, salió la Iliada. Así que con mucha paciencia pues hasta que se le coge el ritmo a Homero (a mi edad) hay que tenerla logré sumergirme en el relato y comprender su grandeza.

Hace unos días pusieron en televisión una de esas películas en las que el cine español franquista demostró como con grandes talentos se pueden conseguir mamarrachadas memorables y que, incluso siéndolo, pueden emocionar. Me refiero a “Agustina de Aragón”, por Dios que perra más tonta, mi amada jota a sangre y fuego contra mi amada Marsellesa, un desgarro emocional que siempre acaba en llorera estúpida. No me escapo nunca. Me pasa igual cuando veo Los Desastres de la Guerra de don Paco (perdón: Francisco de Goya y Lucientes, esto de dormir con su retrato en la cabecera de mi cama es lo que tiene, se crea una excesiva confianza) y conste que no soy nada llorón (Goya aparte)

Lo curioso es que ese mismo día o el anterior o el siguiente, no lo tengo claro había leído esto: http://politica.elpais.com/politica/2013/10/04/actualidad/1380911735_707943.html

No dice nada que quienes amemos y miremos nuestra ciudad no supiéramos. Sólo pueden ignorarlo quienes se esfuercen mucho en ello. Las orejeras o forzar la mirada a cinco hipotéticos anillos de oropel, corrupción, drogas y sexo suelen ayudar mucho.

¡Quien, oh musa, habrá de cantar el sitio y toma de este Madrid!

¡Quien, oh musa, será el Homero de esta Troya!

¡Quien, oh musa, será el Galdós de esta Zaragoza!

¡Que voz popular, oh musa, se alzará en este nuevo sitio cuando no hay defensa como la hubo en el último!

Por la Casa de Campo

Por la Casa de Campo

Y el Manzanares

Y el Manzanares

Quieren pasar los moros

Quieren pasar los moros

Quieren pasar los moros

No pasa nadie

No pasa nadie.

Pero pasaron, vive Dios que pasaron, y luego con otros dos golpes de mano en ayuntamiento y autonomía volvieron a pasar. Así hemos pasado del inaugurador al perforador y a la del café con leche, que mandan destos, claro que a un comité olímpico tampoco se le puede ofrecer nada como el Prado o la inmensa riqueza cultural de Madrid, no dan pa tanto. Lo único legal que se le puede ofrecer es eso, un café con leche; de lo otro no se habla. Como tampoco voy a hablar de convertir nuestra tierra en un lupanar barato, de legionario arruinado ofreciéndonos como puta por rastrojos a un millonetis medio delincuente que viene a ser un Mr Marshall a nivel más gordo. Creo que menos sacrificios humanos se le ha ofrecido de todo para que instale aquí su garito. Como si no hubiera suficientes trileros, descuideros, chulos y mamporreros con los autóctonos, y he de decir que con más gracia, que hay cosas que ni al desbarrante Merimeé se le hubieran ocurrido en sus momentos más enajenados. Vamos que Carmen y cia. se quedan como mojigatas marionetas al lado de lo que pulula por este Madrid, prácticamente dedicado a la venta de camisetas del Real Madrid y del Barça.

En lugar, oh musa, de bombardearnos o sitiarnos, han optado por el modo más indigno de acabar con la ciudad. La prueba de la rana.

Si a una rana se la echa a una cazuela de agua hirviendo el animalico salta, pero si se la mete en agua fría y se pone a hervir el bicho acaba cocido pero no se da cuenta. Muere apaciblemente. Eso es lo que han hecho con nosotros.

Poco a poco han ido mutilando, dejando que se deteriore o directamente cerrando (caso Albéniz) nuestros puntos emblemáticos. Han ido eliminando encuentros culturales, neones. Han ido desarticulando el tejido social y cultural de esta ciudad (que no puede presentar como todas las demás autonomías reivindicaciones de independencia, por tanto está indefensa) lentamente hasta que hoy arrastramos nuestra indigencia ciudadana de mostrador en mostrador asistiendo al despojo y desmantelamiento urbano entre impotentes e indiferentes. Por que el ciudadano madrileño según Sabina es el único que puede mantener una amistad de años sin que le preocupe a que familia ni de quien es hijo el amigo, Sabina dixit, pero también está habitado por gentes que, como un añorado bloguero dijo, se sienten en el exilio después de llevar aquí cincuenta años y les preocupa más el color del único banco del parque de su pueblo –donde no se volverían a vivir ni jartos vino- que la ciudad en que fueron acogidos con demasiada facilidad, todo lo que es fácil parece carecer de valor, en la que han vivido, trabajado, criado a sus hijos y desarrollado una vida.

Dice el periodista, un pelín despistado por otra parte, en Madrid Río se desarrollan carreras y eventos deportivos. Permitidme el casticismo: Nanay que se ha muerto Pichi. En Madrid Río no hay tales eventos, seguramente los habrá pero hoy no los hay confío en que por que los jardines aun no estén lo bastante asentados como para soportar mareas humanas. Lo que si es cierto es que los ciudadanos madrileños vivimos secuestrados por aquellos a quienes mantenemos a cuerpo de rey (no me hagáis hablar del despacho del nuevo ayuntamiento ni de sus exposiciones, por favor) cortándonos domingo sí y domingo también las calles para carreritas sin aviso previo. Ojo, no sólo al tráfico privado sino también al transporte público. Obviamente ni se toman la molestia de hacer público el recorrido. Total sólo les pagamos su sueldos.

Así vemos quienes miramos como la ciudad que amamos está dejándose arruinar y no nos cuesta mucho imaginar dentro de unos años algo parecido a Detroit o a Nueva Orleáns después del Katrina. La venganza de la resistencia de hace setenta y tantos años es profunda y fatal. ¿Qué buscan aparte de esa venganza infame? No lo sé ¿trasladar la capitalidad? Con su pan se la coman. Que la lleven a Benidorm o mejor aún a Gibraltar o Ginebra (¿no es ahí donde acaba todo el dinero?) ¿Demolerlo todo y construir rascacielos? En un país donde se hacen aeropuertos donde ni aterrizan ni despegan aviones tendría un sentido llenar un solar de rascacielos vacíos como lo están las últimas hazañas en este sentido. ¿Convertirnos en una capital de provincia? Por favor, háganlo, pero dejénnos en paz y vayan a reírse de otra víctima. Sí, por que, señores, aquí la risa de los que pasaron va por barrios y lo que hoy nos ensucia, insulta, embrutece y ofende a los madrileños mañana lo hará con sus ciudades hasta acabar con todo tipo de tejido social y lo que para ellos es más importante, cultural, de este viejo país (entended lo de “país” como mejor os plazca, llegarán igual). Una gigantesca Detroit maloliente con joyas que poco a poco irán desvalijando como ya lo hicieron antes. No doy nombres por que son los mismos de hace casi ochenta años que, a su vez, eran los mismos que cien años antes. Siempre pasan, sobre todo cuando nadie tiene las narices de gritar un “No pasarán” y defender lo que es suyo.

jueves, 10 de octubre de 2013

Octubre

Alegoría de Octubre, Gaspar Camps enero 1901.
El mes de octubre que atravesamos es, al menos en mi tierra un mes de declinar lento, apacible, sin grandes sobresaltos, el mes triunfal del otoño, que como todos sabemos es la mejor estación de Madrid pues aqui la primavera es traidora y el verano parece dispuesto a vengarse del interminable invierno por otra parte loco que puede desaparecer en febrero o perpetuarse hasta junio.
Me gustan los calendarios antiguos con regusto simbolista, sabor a Alfonso Mucha y un no sé qué de decadentes.
Me gusta observar el ciclo del año incluso sobre papel viejo.
Me gusta ver qué recursos emplea cada autor para expresarse.
Es evidente que aquí el ilustrador ni se quebró demasiado la cabeza y obtuvo uno de sus mejores trabajos. Iremos viendo como en otros meses del mismo calendario de 1901 su mano y su idea estuvieron mucho más acertadas pero, a pesar de todo no deja de ser una hermosa imagen. Por cierto, también hablaremos del autor con más calma.

viernes, 4 de octubre de 2013

La dama del verano

Va por la vida como un buque de observación oceanográfica, observa, no deja que nada le aborde y tampoco interviene, no quiere alterar el equilibrio de un ecosistema que le es –y le ha sido siempre- ajeno. Asistir al espectáculo que es el mundo desde patio viene a ser como ir al cine todos los días sin mirar la cartelera: se ve de todo, desde el espagueti-western a la nouvelle vague, de Torrente a Colin Firth.

Normalmente se vuelve a casa como al regresar de los toros, aburrido, asqueado y arrepentido de haber gastado dinero y tiempo. Normalmente el paseo le parece un espectáculo patético pero, a veces, se encuentra algún pequeño entreacto que arranca una sonrisa o regala una caricia al alma e incluso, en muy contadas ocasiones, vuelve con la sensación de haber atisbado un mundo deslumbrante y esquivo.

Le gusta el verano, entre otras muchas cosas, por que le permite sentarse a la sombra parapetado tras un libro y asistir a desfile de derroche vital propio de la estación que ni siquiera le ve aunque, a veces, parece que se engalanara para él. Sólo para él. No es arrogancia, ni creerse el ombligo del mundo; es que, simplemente, no deja de comprobar que la gente ni mira ni ve cuanto le rodea. Las adelfas blancas que estallan en la esquina de su calle duran todo el verano, sin embargo, cuando alguna vez las ha mencionado en la panadería o en el estanco las respuestas han sido algo así como “¿Adelfas?”, Sí, las flores blancas de la esquina “¿Hay flores en la esquina?” Por eso no es infrecuente que se sienta como un espectador en medio de un teatro vacío, ante un escenario donde se despliega una función que ni siquiera sus intérpretes reconocen.

Este año se han perdido el nacimiento de una tomatera en el jardín del veintiséis y una rosa medio escondida y especialmente perfecta, pero también el anidar de las urracas y el dormitar de un gato vagabundo.

Sin embargo, este verano esa farsa grotesca a la que asiste le ha dejado algunos “rompimientos de gloria” a cual más reconciliador con la existencia, incluso con la suya. Sí, claro, son fugaces apariciones, destellos sin más permanencia que los instantes, minutos como mucho, en los que se cruza con ellos o los observa pasar. Han sido tres imágenes femeninas, tres mujeres que sólo puede regalar el verano. Las “damas del invierno” no es que sean criaturas misteriosas envueltas en pieles y demás, como se han empeñado en ver y decir los poetas, sencillamente van escondidas bajo todo eso para no alcanzar el punto de congelación. Las ninfas de primavera son Lolitas recalentadas, seguramente por la prematura sexualización de la infancia; seres a medio camino entre prostitutas y depredadoras, entre Lolita y Nana.

Solo los veranos pueden traer, junto con las marujas untadas de crema bronceadora con olor a coco y su sempiterno juego de tirantes, mujeres como éstas que explican por sí mismas la plenitud del eterno mito de la triple faz de la Diosa primigenia.

En la esquina, junto a las adelfas esplendorosas se encuentra con la primera de esas caras, la primera de las tres Mujeres de Verano que quizás le hayan reconciliado con un género con el que lleva en guerra hace demasiado tiempo. Puede que no sea un armisticio pero por lo menos es una tregua.

La mañana de verano ya ha perdido la frescura de la primera hora y sale a su deambular sin sentido cotidiano que suele acabar sentado en un banco, junto al río, con un buen -o más frecuentemente- mal libro. En la esquina el adelfo da una avalancha de flores blancas con centros sonrosados delante de tres cipreses con su verdor oscuro, profundo, un poco más allá unas rosas blancas imposibles en agosto (al menos él las creía imposibles) Ella aparece, casi se materializa, recortada contra ese juego de colores. Nunca se le hubiera pasado por la cabeza algo parecido. Como el gato de Chesire lo primero que ve de ella es la amplia sonrisa que se refleja en adelfas, rosas y cipreses. Esa comparación con el célebre gato es lo único anglosajón que hay en ella. Afortunadamente. Piel morena, bronceada, y larga cabellera negra y suelta. El vestido es casi un toque pictórico, una ancha y ligera pincelada fucsia. Sin embargo, ni eso ni las sinuosas formas que se adivinan bajo las ondulaciones de gasa –o lo que sea- serían nada que se pueda considerar inolvidable. Es, como casi siempre, un pequeño detalle, especialmente fuera de tiempo, de lugar, casi de la realidad. Se ha prendido una flor en el pelo, como las heroínas de las viejas novelas, como las campesinas lozanas de viejos cuadros, como las naturales de inexistentes islas de los Mares del Sur, como las damas sin joyas del XIX. Hay en ella un algo de irrealidad, de ensoñación. Espera a alguien, es evidente, tranquila, imperturbable, con la certeza de hacerle venir. Él sigue su camino dejándola atrás pero sonriendo ante la aparición.

Como los espíritus de Dickens fueron tres apariciones, las tres caras de la Diosa, tres de las infinitas formas femeninas aunque, eso sí, arquetípicas.

A los trece años conoció a una chiquilla con quien fue todas las vacaciones al cine de verano. Era una rolliza pelirroja de espesa cabellera y unos quince millones de pecas. Poseía un don que pocas mujeres poseen y quienes lo tienen suelen usarlo muy seductoramente sobre todo, como no, en verano. Ese don no es otro que el de dominar el arte de la caída del tirante. Estuvo tonto con ella todo el año y hasta se escribieron un par de cartas. Al verano siguiente ella, ladinamente, había crecido. Algo imperdonable. Se había cortado su hermoso cabello rojo y no se esforzaba en que el tirante cayera sino en que sus muslos se vieran lo más posible, vamos, que no hubiera manera de evitar ver muslo y contramuslo, e incluso… en fin, que sí, que había crecido.

La segunda faz de la Diosa la encuentra de regreso a casa, la tarde de verano se ha enmarañado de nubes y acabará amenazando una tormenta que no caerá. El puente es de piedra gris, como el cielo y como su reflejo en las aguas del río. En medio de ese delicado juego de grises, casi parisién, quietos bajo el bochorno, ella se mueve deprisa recorriendo el puente. Es ancha, de amplios hombros, amplias caderas, fuerte y dinámica; rasgos angulosos, poderosos, como el color negro brillante de su piel, como el blanco de su sonrisa, como rojo intenso de sus labios y sus uñas, como el amarillo violento de su flameante vestido. Pura fuerza. No llega a saber si espera a alguien o, más bien, juega al escondite con algún niño. Pura vida.

Era menuda como un soplo y tenía el pelo marrón, y, sí, un aire entre tierno y triste como un gorrión. Nada más verla se le vino a la cabeza la canción de Serrat, era su viva descripción. Tenían dieciséis años y fueron compañeros de curso. Era así, como un gorrión, cotidiana y sencilla, sin darse cuenta llegó a asumir que siempre estaría allí, como los gorriones, con sus conversaciones sin pretensiones, con sus ideas firmes y apacibles. Llegaron las vacaciones y nunca volvió a saber nada de ella. Desapareció sin ni siquiera hacerle daño, casi sin dejar huella. Lo cierto es que apenas tuvo tiempo pues a los dieciocho conoció a la que habría de ser la mujer de su vida que, por cierto, no es que no le hiciera caso, es que ni siquiera se dio cuenta de su existencia.

Levanta los ojos del libro un momento, no sabe por que, y con el sol casi de frente se topa con la tercera aparición. Quizás, no, sin duda alguna la más enigmática y seductora. Avanza con paso decidido y largo bajo una sombrilla verde chillón que filtra la luz sobre su cara angulosa que esboza una sonrisa casi griega. Cabellera negra, espesa y funcionalmente recogida. Camiseta igualmente práctica y verde. Al caminar la falda, larga y negra se hace airosa y dinámica tomando la forma de un abanico a medio abrir. Arrastra una maleta con ruedas y mira de frente. Sabe donde va o, al menos, donde quiere ir y lo hace con una sonrisa de koré. Cierra el libro y la contempla alejarse hacia el puente. No volverá a cruzarse con ella. Sin duda es una viajera, una misteriosa viajera que se va a algún paraje exótico, aunque lo más probable es que sea Gandía o Benidorm. No lo cree. Las sonrisas de las koré están hechas para otros mares llenos de … Tonterías.

Ojalá hubiera desaparecido la damita que conoció a los dieciocho que le ignoró desde el primer día hasta los veintitantos años. Literalmente, como si no existiera, hasta que, por fin, se fue a Santiago –al Finis Terrae tuvo que irse- detrás de su pollo para dejar de encontrársela por todas partes. Desde entonces se ha limitado a sobrevivir, o sea, a no vivir. La dama de la sombrilla, luminosa, la tercera dama del verano, se va alejando. Quizás no parta, quizás está llegando. La gente llega a millones a la ciudad cada año. Quizás no sea una turista convencional ¿Por qué no? Cierra el libro y lo deja en el banco, a dejado de interesarle cualquier cosa que pueda estar escrita en él, que pueda estar escrita en cualquier parte. Pronto llegará el otoño, el melancólico otoño, con sus damas medio ocultas por los paraguas y por su propia desorientación, indecisas entre el escote estival y la bufanda acogedora. La dama de la sombrilla está a punto de cruzar el puente y perderse en las sombras, en la distancia. Se levanta y, sin recoger su libro, eterno elemento de supervivencia, comienza a seguirla con paso rápido. Quizás las Damas del Verano resulten ser apariciones no tan fugaces. Antes de que acabe el puente se pondrá a su altura. Sin darse cuenta está sonriendo y en el fondo de su mirada, si alguien pudiera verlo, ha aparecido el Mediterráneo imposible con que soñara en su adolescencia. Quizás su sonrisa sea la de un efebo ateniense, de un kuroi, quizás la sonrisa teñida de verde por el sol filtrado no sea la de una koré sino, por fin, la de una de las tres caras de la Diosa. Al fin y al cabo, una Dama del Verano.  

lunes, 30 de septiembre de 2013

Confesiones de un chico Almodóvar


-La verdad es que mirando este laberinto de pasiones que es la vida, enclaustrado, como todos, en la piel que habito no puedo dejar de preguntarme ¿Qué he hecho yo para merecer esto? Y por mucho que hable con ella, que no es una de esas mujeres al borde de un ataque de nervios, de Pepi, Lucy, Boom y otras chicas del montón, al fin y al cabo todos los amantes acaban siendo pasajeros, sigo entre tinieblas, sometido a la ley del deseo, rodeado de abrazos rotos y callando la flor de mi secreto que no es otro que poder decir “átame”. Seguro que esto me viene de la mala educación que recibí y de saber todo sobre mi madre, algo que siempre resulta matador para la psique de uno. Sea lo que sea echo de menos hacer volver a Kika y sus tacones lejanos.

miércoles, 25 de septiembre de 2013

Pañuelos planchados

La planchadora de Pablo Picasso 1904

Extiende la camisa cuidadosamente la tabla de planchar, blanca con rayitas rosa, le gusta dejarla perfecta para que él se la ponga por la mañana recién planchada. Si por ella fuera lo haría mientras el se arregla y desayuna para que se la pusiera aun caliente, como una caricia, pero a él no le gusta que madrugue tanto sin necesidad. Otra cosa era cuando trabajaba, antes, cuando el chico aun estaba en casa, esas primeras horas todo eran prisas y ajetreo. No estaba ella para filigranas y más de una vez tuvo que planchárselas él. ¿Cuándo cambió todo? Afanándose en las mangas intenta localizar en qué momento las cosas dejaron de ser como antes.
Quizás cuando el chico se independizó, lo que llaman el síndrome del nido vacío, pero no. Ni hablar. Eso fue hace apenas dos años y para entonces era ya asunto viejo, en cualquier caso, no había sido para ella ningún drama que su hijo fuera uno de los privilegiados que se pudiera emancipar a los veintidós años, aunque fuera en otra ciudad. No. Al fin y al cabo, a esa edad se casaron ellos.
Procura planchar a última hora de la noche, viendo las películas del trasnoche. Le gusta planchar y hacerlo se convierte en una labor primorosa en sus manos, se recrea dedicándole mucho tiempo, más que a cualquier otra tarea. Podría decirse que lo lleva en la sangre, que su bisabuela había sido planchadora y que era leyenda familiar que planchaba las camisas a Alfonso XIII, algo que nunca se ha creído, aunque le sería cómodo como argumento. Lo malo es que nunca ha sabido engañarse. Ojalá.
Se pregunta si sería cuando perdió el trabajo, ni mucho menos. Para ella a sus treinta y siete años y con una indemnización-tapabocas, gracias a una buena cartera de clientes, fue un verdadero alivio librarse de la oficina y de los pelmazos incompetentes que la habitaban. Lo único que lamentó fue que no hubiera sido antes, cuando hubiera podido disfrutar más de su hijo. Sin embargo, recuerda que entonces todavía no cambió nada y disfrutaron juntos de, quizás, la mejor época de su vida en común. Ni siquiera intentó buscar trabajo, ni lo necesitaban, ni fue nunca para ella algo más que una forma de ganar dinero, nada que la hiciera “sentirse realizada” como dicen sus amigas; otra cosa hubiera sido que no fuera económicamente independiente, pero lo era. Los buenos clientes y la garantía de silencio ponen muchos ceros.
Cuelga la percha con la camisa aun caliente del tirador de la alcoba del chico donde su marido se viste en silencio cada mañana para no despertarla. Con mimo, ha escogido la corbata esta tarde, da una leve pasada con la plancha y la coloca en torno al cuello de la camisa, acariciándolo.
¿Cuándo fue, Dios mío? Extiende sobre la tabla la camiseta gris con la que su marido corre, No es necesario plancharla pero le gusta hacerlo. Pasa tantas horas ante el ordenador en Cruz Roja como en el trabajo pasaba, a veces incluso más. Él, iba a buscarla al centro y la esperaba, como de adolescentes, y volvían juntos cogidos de la mano, riéndose cuando les sorprendía un chaparrón inesperado o metiéndose en cualquier bar a cenar unas tapas y unas cañas, para acabar fundidos en el mutuo deseo. No les importó renunciar a su sueño de la casa en la playa y a él se le ve orgulloso de su nuevo trabajo.
Enrolla los calcetines blancos deportivos tras pasarles la plancha, dobla y repasa los calzoncillos; se toma su tiempo con las camisetas interiores, ya empieza a hacer fresco y debería ponérselas, por muy fuerte que sea. Las tres y media de la mañana; él se levanta a las siete. Se ha dormido con la luz de la mesilla encendida, esperándola, aun sabiendo que no va a ir.
Le gusta planchar pañuelos, que estén tan perfectos como recién comprados, además le permiten prolongar su trabajo sobre ellos, por eso cada día le cambia el pañuelo y se lo lava a mano. Él no los usa, prefiere los funcionales de papel. Ella, en cambio, dedica a cada pañuelo no menos de veinte minutos. Cuando da por terminado cada uno pulveriza un soplo de la colonia que ha usado siempre. Luego escoge uno y los demás los apila cuidadosamente. Mete el elegido en el bolsillo de la americana y cepilla las solapas –otra vez- con el cepillo mojado en té hirviente. No ha cambiado de talla desde que se casaron, ella tampoco, y no será la primera vez que sorprende a alguna del grupo de parejas con quien salen ocasionalmente comentando que “se le podía hacer un favor” y la indefectible respuesta: “y dos, también”. Se ha enfriado el té y va a calentarlo a fuego lento, estos calentados de microondas no la convencen nada, ni siquiera sabe de donde sacó lo del té para cepillar los trajes, ella no nota diferencia alguna, pero hacerlo le permite perderse contemplando el agua borbotear un rato.
Todavía dura en el salón el ramo de rosas que le regaló sin motivo hace unos días. Sus bienintencionadas amigas le dirían que eso es que tiene algo que ocultar. No, no tiene nada que ocultar. Recoge la plancha despaciosamente. Empieza a ser inevitable irse a la cama pero antes las cremas, de noche, en las manos, en los pies. Recuerda aliviada que no ha lustrado los zapatos y se pone a ello a pesar de saber que él detesta que lo haga. Empieza a sospechar que hoy va a ser una de esas noches.
Sí, una de esas noches en que el asco va a resultar invencible.
No logra, por mucho que se esfuerza, localizar cuando o, al menos, como, empezó el asco. Ni siquiera si fue poco a poco o de un día para otro. Ha sido y es el mejor compañero de viaje posible; incluso físicamente sigue siendo atractivo. Por otra parte no le cabe ninguna duda de que él también la quiere como desde siempre. Sin embargo, cuanto entra en la alcoba y le ve dormir, ve su hombro desnudo sabiendo que todo su cuerpo está igualmente desnudo bajo las sábanas, idea que antes excitaba sus ganas de despertarle a besos y caricias, el estómago se le revuelve. Por eso entretiene las noches cuidando sus cosas, para compartir la cama el menor tiempo posible, cuando lo hace se arrincona en el borde opuesto y entra en un duermevela hasta que le oye levantarse, cada día un poco antes, ducharse, afeitarse, hacerse el café, vestirse y cerrar la puerta. Se levanta, muda apresurada las sábanas para quitar el olor de su marido, el olor a limpio del cuerpo de su marido. Sólo entonces se acurruca y duerme unas cuantas horas. Otras noches, como la de hoy, ni siquiera puede asomarse al dormitorio y, cuando ya no encuentra excusa para no acostarse apaga las luces y se sienta ante el televisor sin sonido hasta adormilarse.
A veces, cuando él entra en una habitación, ella tiene la imperiosa necesidad de salir de allí; por eso procura hacer reuniones de conocidos con mucha gente, así el trasiego es más fácil y su presencia, más diluida, un poco menos repulsiva.
Le repugna y él lo sabe. Como también sabe que le quiere y que haría cualquier cosa por él, incluso entregarle su cuerpo cuando él no puede más y se acerca despacio, como a una diosa, temiéndola y venerándola. Ella se deja hacer venciendo la nausea, sin mirarle, casi sin tocar esa carne de la que antes no se saciaba. Hace años que no le toca sino en estas situaciones en las que él avanza y ella cede sin resistencia, deseando y esperando que esa vez sea diferente, que sea como antes o, al menos, que aparezca algo que le ayude a entender, una enfermedad, un insulto imperdonable, lo que sea. Nunca aparece. Él lo sabe y agradece sus esfuerzos cuanto intenta vencerse a sí misma y se sienta a su lado mientras lee o no sale despavorida a vomitar cuando él entra. Se ha creado una rutina doméstica en la que está disponible, cercano, pero no presente, está leyendo en el estudio o en el ordenador navegando, en el parque de enfrente corriendo sin perder de vista sus ventanas, en sus largas duchas con la puerta entreabierta. Cuando la cierra suele ella escuchar gemidos entre los chorros. Ni le culpa ni la ofende esa autosatisfacción frustrante para ambos.
Ella le agradece esa actitud y últimamente más pues ya lo único que le pide es ese fugaz compartir la cama y el dormitorio. Sería fácil encontrar una excusa para trasladarse al del chico pero quiere estar cerca de ella, la necesita y ella lo sabe, pero ya hace meses que no se acerca despacio, venerándola, y no sabe como agradecerle que se haya buscado una amante para la que le cuida, le viste, le perfuma. No sabe como agradecerle que la deje en paz amándola, precisamente por amarla. Pero ¿Cuándo cambió todo, Dios mío, cuando?

sábado, 21 de septiembre de 2013

El pueblo.

“Vimes se había pasado la vida entera en las calles y había conocido a hombres honrados y a estúpidos y a gente capaz de robarle una penique a un mendigo ciego y a gente que todos los días llevaba a cabo silenciosos milagros o crímenes desesperados detrás de las ventanas mugrientas de sus casuchas, pero nunca había conocido al Pueblo.

En cualquier caso, la gente que estaba en el bando del Pueblo siempre terminaba decepcionada. Descubrían que el Pueblo no solía ser atento, ni agradecido, ni abierto de miras, ni obediente. El pueblo solía ser estrecho de miras y conservador y no muy listo y hasta desconfiaba de la inteligencia. Y así era como a los hijos de la Revolución se les planteaba el eterno problema: no es que tuvieran el gobierno equivocado, lo que era obvio, sino que tenían la gente equivocada”.

Terry Pratchett: “Ronda de noche

sábado, 14 de septiembre de 2013

El columpio

Imagen de un ritual público y religioso tahilandés basado en el columpio.

Hace tiempo que vengo al taller y no sé a qué vengo… No, eso es zarzuela, quería decir que hace tiempo que ando como vaca sin cencerro y no existe ni la más pequeña posibilidad de arreglar lo mío… No, que eso es de Pedroooooo Almodóvar. A ver. Centrándome, que con tanta agresión mediática y le euforia de habernos librado de los Juegos ando no ya como vaca sin cencerro, sino como cencerro sin vaca.


El caso es que hace tiempo que tengo preparadas unas imágenes para poner aquí. Ya en alguna ocasión he recogido como se ha un mismo tema a lo largo de la historia en las artes, algo que siempre me ha resultado fascinante. Incluso el tema más universal: la academia masculina, o sea el desnudo masculino formal posando y a lápiz sin más aderezo nos da claves para colocarlo al menos en un siglo. Así que cualquier otro tema que tenga más soportes visuales nos da suficientes pistas para llegar a extremos insospechados.



Krishna y Radha un tema que se sigue representando en la cultura popular india.

He aquí algunos célebres columpios pero cuando un tema se repite a lo largo de la historia en culturas tan variadas yo no puedo dejar de preguntarme por que. Así, indagando por aquí y por allá me he enterado que básicamente el columpio es un rito de fertilidad tanto en Oriente como en Occidente donde se han encontrado figuras rituales de cerámica hechas para ser colgadas y mecidas. Tan arraigado era el rito que en algunos lugares de India se prohibía el juego fuera del rito y, tradicionalmente, el juego del columpio solía practicarse –eso lo recuerdo yo de mi infancia- a fecha fija, concretamente la primavera, más o menos cuando los chicos más hábiles lanzaban sus peonzas. En realidad el columpio, a grandes rasgos y sin entrar en detalles, representa simbólicamente el ritmo del universo que trae la lluvia, la cosecha en movimientos sucesivos.


 Nicholas Lancret 1690-1743, un amante de los columpios a lo que se ve, y también se ve lo propicias que eran las "fetês galants" rococós.
Sin duda el más célebre de los columpios rococós, el de Fragonard, el más frívolo sin duda y sin duda también el más encantador.

Dos columpios de los cartones para tapices de nuestro Goya.
La parejita columpiándose en primavera de el decimonónico Cot, lo confieso tengo una debilidad por este hombre.
El prodigioso Renoir nos dejá una obra maestra de coquetería y deseo, ah, y también de pintura.
El casi desconocido Federico Godoy Castro nos deja una muestra del aspecto más costumbrista de juego en una tarde campestre.

Finalmente George Barbier, encantador ilustrador francés de la Belle Epoque nos deja esta interpretación del columpio de Fragonard. Adorable.
 
El hecho de que el tema haya perdurado y muy especialmente en épocas un tanto “libertinas” como el XVIII o el mundo de Le Moulin de la Gallette nos indica que todavía conservamos el aspecto más básico del rito, el más directo que es el de la sexualidad más o menos pícara. Sexualidad-fertilidad que, a otro nivel, se expresa con la mujer con las faldas al aire recibe la fertilidad de la tierra al “abrirse” a ella. Disfrutemos de las bellezas de los columpios desde al “ángulo” que prefiramos.