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sábado, 13 de abril de 2013

Callejero madrileño

 Cuando decidí cerrar el apartado de “Despedidas” lo hice a conciencia. Dispuesto a que fuera definitivo y así va a ser pero hoy tengo que hablar de lo que se ha convertido por un lado en una avalancha de grandes que se nos han ido de golpe (Mariví Bilbao, Bigas Luna, Sara Montiel, José Luis Sanpedro, la tatcher –no es un error, con minúscula-). A veces parece una broma de la historia que en tan pocos días se nos vayan tantos personajes en un tiempo tan concentrado pero es que la historia tiene un peculiar sentido del humor como que Rajoy llegara al poder un 20 N, sin ir más lejos.

Sin embargo, y a pesar de mis intenciones de no deprimirme más de lo imprescindible por las lamentabilísimas pérdidas, hoy tengo que hablar de difuntos por que las cosas se mezclan hasta levantar el estómago a cualquiera y por que, a decir verdad, me siento un poco culpable.

Sara, Sarita, Saritísima, Doña Sara de la Mancha, La Montiel, Maria Antonia Abad, ella en suma, nunca ha sido santa de mi devoción. Desde crío me pareció excesiva, vulgar y en general mala actriz y peor cantante. Curiosamente en mi despavorida huida de los telediarios desde hace algún tiempo a la hora de comer me he ido encontrando con los grandes éxitos de esta mujer y he tenido que rectificar en gran parte mi opinión sobre ella. Lo siento, Doña Sara, estaba en gran medida equivocado con usted. De ahí mi sensación de culpa que quiero expiar aquí.

Sarita Montiel ha sido más icono y mito que artista propiamente dicha. Ahora bien, me he preguntado si es esta afirmación real, supongo que no le importará a nadie mi pregunta pero la he hecho. Es real en grado sumo, si pero no gratuitamente. El mito-icono de La Montiel viene muy determinado por la circunstancia histórica, la mala gestión de la industria cinematográfica y nuestra maldita culturilla del querer y no poder. Veamos.

Sara Montiel era una mujer muy bella, no más que, por ejemplo, Carmen Sevilla, pero sobre todo era una mujer “amplia”, en La Mancha (su tierra y en parte la mía) se calificaría como “hermosa” en todos los sentidos. Incluso deliciosamente rolliza, no hay que decir que las escualideces no son mi debilidad, unos kilos de más llevados con gracia y tronío son infinitamente más seductores que cualquier talla-barbie. La industria se encontró con esa belleza, decidida y que fotografiaba bien, más que bien. Una mujer de pies a cabeza en un tiempo de hambre generalizada. El mensaje subliminal de Sara estaba tan cerca de la sensualidad, evidente, como de la gastronomía, era la lozanía de quien ha comido caliente a menudo. Si me permitís seguir con el mancheguismo profundo que me honro en profesar aunque a veces intente domarlo. Sara era la más perfecta Aldonza Lorenzo que jamás diera el cine ibérico, pata negra. Ah, señores, Aldonza. Y el caso es claro: España no puede, o no ha podido hasta hace poco, producir Dulcineas, de hecho, ni el propio Cervantes pudo crearla, se limitó a mencionar un cúmulo de virtudes femeninas en la boca de un chiflado llamado D. Alonso. No es lo nuestro andar con finuras y menos aun si nos lo proponemos. Rozamos lo sublime, lo excelso incluso, en Inmaculadas con cierta pelusilla en las mejillas, en niños despiojándose, en Majas desnudas bajitas, con los pechos separados y más bien retacos, en los huevos friéndose, en los ángeles cocinando o en las uñas sucias de los santos de Ribera o Zurbarán. El XIX y sus descripciones populares igual que el esperpento de Quevedo o la refinada crueldad del Quijote están siempre a ras de suelo. Incluso Unamuno tan peculiar él, cuando trata, por ejemplo, a Tula en uno de los más aterradores relatos de la literatura (La tía Tula) está pegado, pegadísimo, a la más material de las realidades. Si algo hacemos bien es lo cotidiano, lo vulgar, lo cutre. Se me podrá objetar que ahí están los místicos, de acuerdo pero recordemos a Santa Teresa “entre los pucheros anda Dios”. Ni siquiera entre las porcelanas o el vidrio, no, pucheros.

Nuestro sainete es la base de nuestro primer cine, el buen cine quiero decir. Las grandes obras cinematográficas españolas son A, colectivas, y B, corrientes. “Plácido”, “Atraco a las tres”, “El pisito”, “El verdugo”, incluso los cantos al régimen de superpoblación, “La gran familia”, no han pasado a la historia por la relamida historia de un matrimonio incontinente sexualmente sino por las escenas, míticas, de la Plaza Mayor, la miseria de aquellos puestos y la desolación que destilan esas imágenes.

Esta industria se encontró con una Sara-Aldonza y quisieron convertirla en una Sarita-Dulcinea, para lo cual comenzaron por embutirla en unas fajas que hacen que al verla hoy en aquellas películas lo primero que se nos venga a la cabeza sea Mars Attack, cuando un montón de marcianillos cabrones se disfrazan de mujer para entrar en la Casa Blanca. Tan fajada iba la pobre Sara que, a menudo, vemos que se movía igual a esa criatura en sus películas. Además eso repercutía en las dificultades para respirar, evidentemente, y, por tanto para cantar. De ahí ese erotismo sonoro que a mi ver no era sino falta de aire acompañado, eso de cosecha propia, por unos seductores movimientos de boca, excesivos, como toda ella, y, a la sazón en extremo sugerentes. He ahí por que se convirtió en un mito erótico para los hombres, junto con el filete de 100 grs.

Ningún mito erótico masculino ha gustado jamás a las mujeres, excepto Sarita-Dulcinea. La causa está en sus vidas opacas, su falta de perspectivas vitales, su tristeza de posguerra, sus personajes les decían que la mujer podía triunfar, hacer su santa voluntad, llegar lejos pero comportándose tan decentemente como ellas mismas o acababan fatal como en El último Cuplé, mientras que un acto heroico que la deja ciega (o sea es castigada por su ligereza de cascos) en Mi último tango, la redime y la lleva a los brazos del amado. Por cierto, casi nunca tuvo galanes españoles, por que si España no produce Dulcineas tampoco produce Lanzarotes, y menos si se toman en serio. Lo más parecido que se puede producir aquí en ese sentido es un Sancho con músculos bien distribuidos. Bueno, hasta hace poco, ahora no podría afirmar eso. Pero, sobre todo, a aquellas mujeres de posguerra que acudían en masa a ver La violetera vestidas con sus mejores trapitos que eran eso, trapitos rescatados de las sábanas de la bisabuela, o el abrigo vuelto con la costura de las medias pintadas en la pantorrilla lo que les subyugaba era el inmenso vestuario, deslumbrante, atrevido, colorista, en cinemascope (es un decir, no sé si se rodaron sus películas con esa técnica) inacabable (he perdido la cuenta de los modelitos en El último cuplé) y que jugaba con las transparencias, las joyas, la carne que se mostraba en sus generosos escotes y la que se apretaba visiblemente dentro de aquellos vestidos. Si a esto añadimos que en sus películas se retomaban canciones que todavía había gente que recordaba pero que ya no se escuchaban por que eran más bien picantes, cierto que eran versiones descafeinadas pero suponían un cierto retorno de viejas melodías ya tenemos el combinado con sombrillita y todo que lanzó a Sara, Sarita, Saritísima, Doña Sara de la Mancha a su condición de mito. Quizás lo único reprochable sea que no supo retirarse bien, pudiendo ser toda una dama de la escena asumiendo el paso de los años no lo hizo y en los últimos años ni su actitud, ni sus trabajos ni nada eran dignos de su persona que se dejaba entrever en las entrevistas como una mujer vital, alegre y cargada de experiencias y sabidurías varias.

Ahora el “Excelentísimo Ayuntamiento de Madrid” ha declarado que va a poner su nombre a una calle. Me encantaría que dada su magnitud fuera uno de los tramos del Madrid Río: salón Sara Montiel. Sin embargo, como este consistorio no hace sino ofender a cada paso, con cada gesto, con cada aparición (y llevamos así desde Alvárez del Manzano, que ya son años) han anunciado también que van a poner el nombre de una calle a margaret tatcher (sí, con minúscula). He dedicado un buen rato a hablar y a disculparme sobre Doña Sara. De la otra sólo diré que el Anticristo ya tuvo su precursora en su persona.

10 comentarios:

  1. Que puedo decir... Sara me encanta desde las pelis mexicanas en blanco y negro, quizá su vida en los últimos años fue excesiva, pero muy vital, no le importaba la opinión de los demás era ella un personaje maravillosamente decadente, una mujer que en la mente nunca envejecio, no paso de mito sexy a viuda resandera de luto, ella fue color, y sex appel aún en sus muchos años.

    Mi favorita con María Felix... aunque Sara era mucho más simpatica y menos arrogante que María quien siempre fue de un caracter soberbio y distante.

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    1. Completamente de acuerdo, sólo en los últimos años se dejó ir al esperpento.
      Maria Felix era otro cantar, la creo más actriz pero apenas sé nada de su vida.

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  2. Nunca he sido un gran admirador de Sara, pero como persona y como personaje (que también lo fue) creo es digna de admiración y respeto. La recuerdo también de muchas entrevistas en la tele. Ella aparecía como la gran estrella que se esmeraba en representar, pero, poco a poco, detrás del maquillaje y los oropeles, aparecía Antonia, una mujer sencilla y cercana que despertaba fácilmente el afecto hacia ella, y que hablaba del hambre que había pasado por guardar la línea, de su maternidad frustrada, de sus amores, de sus desamores, de sus incontables anécdotas..., y todo con un gran sentido del humor, y yo creo que con bastante humildad. Jamás la vi enfadada ni altiva. Vivió como quiso, fue feliz todo lo que pudo, y murió de vieja. Desde luego que merece una calle y más. Un fuerte abrazo, compañero.

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    1. Por supuesto y ante todo persona, luego mucho más personaje que actriz o cantante. Me fascina de ella ahora que veo tanto repaso la seguridad con que se desenvolvía en todo, ajena a la más mínima objetividad. Ya quisiera yo, ya.

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  3. Me gusta mucho tu versión de Sara aunque no esté del todo de acuerdo con ella. Cuando Sara triunfa en España con El Ültimo cuplé ya tiene 37 años. Una mujer de 37 años en los 60 era una señora. Por eso su carrera se convirtió en una carrera contra el tiempo ya que los papeles de Sara, los que se esperaban de ella, eran mujeres jóvenes. Fajas y cirujías se hicieron imprescindibles. También unos tirabuzones muy recurrentes cuando representaba la adolescencia de su personaje, ridículos en cualquier cuarentona por muy bien que se conserve. Pero en su etapa mejicana y de Hollywood no es esa hembra que tu describes tan oronda.
    Lo del lujo de vestuario y escenarios creo que fué decisivo. En aquella España recién salida de la alpargata, poder soñar con un mundo sobrado en colorines era un gran aliciente.
    Y a mi me gusta como canta.
    Estupenda tu entrada. Un abrazo.

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  4. Oronda no, amplia y rolliza son elogios, y ya en Locura de amor la vemos en esa esplendidez carnal. Creo que en lo único de discrepamos es en lo de cantar. Y en que creo que a alguien como ella se le hubiera podido sacar más partido en beneficio del cine y de la estrella con papeles menos glamourosos.
    Gracias por tus elogios.
    Un abrazo

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  5. Lo peor de estos hechos luctuosos es la manera cómo nos recuerdan el paso del tiempo, te das cuenta de que ya no eres quien eras, ni tan siquiera quien pretendías ser, el reloj va marcando inexorablemente el ritmo y nuestro mundo va desapareciendo. Por eso hace tiempo que decidí desligar mi blog de la actualidad.

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    1. Es cierto, pero lo cierto, en mi caso, es que nunca he pertenecido a ningún mundo, siempre he estado ajeno a todos. Quizás al de finales del XIX, nunca he pertenecido al tiempo en que vivo y he vivido. Sara para mí era una reliquia desde que por primera vez vi sus películas. Estoy más cercano a Raquel Meller o a La Caramba que a ella, por poner ejemplos en el mundo musical.
      Un abrazo

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  6. Puesto a darme argumentos le he puesto a Sara unos cuantos años de mas. Como se que no me lo perdonaría si viviera, corrijo: tenía 29 años en el 57 cuando hizo el Último Cuplé.

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    1. Sí, me parecía, pero no estaba muy seguro y, no, ella no te lo hubiera perdonado. A menos que le hubieras pillado el lado Antonia-Aldonza.
      Un abrazo

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