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jueves, 2 de enero de 2014

Reflexión navideña

Esto es un juguete pero el de mi casa era exactamente igual.
Rainer Maria Rilke dijo algo que siempre me ha parecido aterrador: “La patria de un hombre es su infancia”. La verdad es que no sólo me ha parecido aterrador sino una solemne majadería. Sin embargo, estos días me estoy encontrando, o estoy viendo por primera vez después de tenerlos delante de las narices toda la vida, que la gente no llega a salir nunca del lugar, el ambiente, la clase social y hasta de pautas de comportamiento sociales de su infancia, hasta el punto de, prácticamente, negar la realidad o, peor aún, trabajar contra ella. El ejemplo navideño me viene de perlas pero, desgraciadamente no es el único: personas que hablan de lo bonitas que eran las navidades de su infancia, algunas sin nada que comer o con un arenque a palo seco, de lo bien que se lo pasaban y se quedan en eso,  en el lamento por el pasado perdido. Personas sanas (bueno, todo lo sano que está alguien hoy día, o sea, no mucho), con hijos y nietos sanos, alegres (No hace falta que sean nietos, no me remito a personas de “cierta edad”, es más genérico que todo eso) que no sólo se enclaustran pensando en lo rico que estaba el pollo del año 67 que asó su abuela, o en lo bien que lo pasaron la Nochebuena del 95, sino que sabotean con saña la actualidad. Un querido bloguero decía que en Madrid vivía exilado de su tierra, lo que resulta alarmante dada la edad y el tiempo que llevaba viviendo en Madrid. Deduzco pues que si la patria de un hombre es su infancia, su vida será un perpetuo exilio.
Podría llegar a entenderlo en las infancias felices, esas que aparecen en los cuentos, las películas o que incluso es posible que existan, sobre todo por la tendencia innata a idealizar el pasado, pero no en las infancias dominadas, y hablo de casos muy cercanos a mí, por las palizas, el hambre, el alcoholismo, la miseria y el desprecio. La inmensa mayoría de la gente cuando habla de “mi casa” se refiere a la de su infancia. El desgarro que supone, que me supone a mí, oír a mi gente decirlo no es expresable. Todo lo que haya logrado, el respeto, la seguridad, los hijos –o sea, yo- la misma propiedad material, nada es sentido como propio. “Mi casa”, es una jaculatoria letal para la realidad. Tu casa es esta, la otra donde te quitaste el hambre a bofetadas, donde te consideraban enferma mental, donde te daban un día sí y otro también palizas mortales, de donde tuviste que escapar, esa ni siquiera existe. Pero para ellos lo que no existe es esta casa, donde se les quiere, se les respeta, donde están sus hijos. Nada de eso tiene valor. A veces parece que ni existimos. Sé que no es una experiencia única –espero que no lo sea pues sería asunto grave- pero sí que es demoledora para el último eslabón de la cadena, o sea yo. En resumidas cuentas que va a resultar que es cierto, que la patria de un hombre es su infancia y el resto exilio.
Mi patria es pues un tiempo oscuro y frío. Tiempo de enfermedad y, sobre todo, de dolor. Miento. Lo que dominaba mi patria y queda como souvenir no deseado es el miedo. Miedo profundo, difuso y continuo.  Mi infancia transcurrió en una lucha por la supervivencia más estricta a causa de la enfermedad que me convirtió en una criatura frágil, enfermiza y aterrada ante los tratamientos dolorosos a los que nos sometían a las víctimas de la enfermedad. Cualquier cosa hasta al menos los ocho años podía llevárseme por delante de modo que, por miedo al contagio y para evitar enfriamientos, fue una patria solitaria. Un desierto frío, oscuro y doloroso. Junto a la cocina de carbón para no enfriarme, esperando al practicante (siempre esperando el dolor inminente) jugando con mis soldaditos, oyendo la radio que ponía mi madre, solo con ella. Anoche lo descubrí: esa es mi patria. Llegué a esta aceptación de la frase del poeta pensando en la causa de mi pasión peterpanesca por la Navidad. Era en estas fechas cuando entraba un poco de luz en mi patria. Cuando se ponía el belen, que veía muy poco pues estaba en el salón más frío aun, se oían villancicos, llegaban felicitaciones bonitas y un día, embozado hasta no poder moverme me llevaban a ver juguetes para la carta a los reyes. Uno de mis primeros recuerdos es un luminoso en la esquina Arenal-Sol en el que con bombillas habían hecho las siluetas de los tres reyes. Luego la mañana de Reyes, los regalos, y mis tíos y primo viniendo a comer, la única visita navideña que tenía. Solía acabar el día con fiebre y anginas, era demasiada frivolidad para que no lo pagara como he tenido que pagarlo todo: enfermando. Esa era la única luz que entraba en mi patria, supongo que por eso intento recrearla en la medida de mis posibilidades. Sólo hay una diferencia con los demás: yo no añoro ni el frío, ni la oscuridad, ni la ignorancia, mi exilio es un exilio dorado al que me han acompañado desde entonces dos viejos enemigos: el dolor y el miedo.

4 comentarios:

  1. Tal vez, en estos momentos, lo digan para inmunizarse ante lo que estamos viendo y cómo tendremos que vivir a partir de ahora, una regresión en toda regla al pasado más triste y gris.

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    1. Si fuera de ahora lo podría admitir pero es proceso que vengo advirtiendo desde hace tiempo. Además parece ser que fue en ese tiempo al que parecemos encaminarnos cuando se lo pasaron tan bien en Navidades, quizás sea eso lo que echan de menos, y no me gusta decirlo.
      Un abrazo

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  2. No todo el mundo tiene la fuerza necesaria para enfrentarse a un pasado duro. Quieren creer que fué de otra forma y se aferran a esa idea. Tampoco creo que no aprecien el presente es que no tienen que defenderse de el. Digo, yo.
    Animo que ya vienen los Reyes.

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    1. Cierto, se tiende a idealizar el pasado, entre mis muchas taras está también la de ser incapaz de hacerlo. Del presente nadie puede defenderse, podemos, si acaso, alterarlo para que sea menos hostil, a veces basta una sonrisa, o un caramelo, o una palabra amable, sé que parece un tópico, pero es cierto. Por desagradable que sea el momento, una mano en el hombro, un cumplido o una sonrisa hace que no nos deje malheridos. Y al revés, por supuesto.
      Un abrazo

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