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sábado, 13 de noviembre de 2010

De pasos de cebra e iguanas.

 Esta mañana paseaba mi infarto junto al río, es decir esquivando obras, y de repente me encontré con algo, mejor dicho con alguien. Un hombre alto, de treinta y pocos o veintimuchos. Elegante, demasiado elegante, con su impecable abrigo negro largo, su corbata sobre la camisa blanca, pelo negro brillante y abundante con un corte convencional pero perfecto, piel morena que dejaba ver una barba recién afeitada pero cerrada, cejas espesas y ojos profundos de un color que incluso a distancia resaltaban por lo claros aunque no dejaban ver si eran verdes o azules. Paso digno, bien calzado, manos grandes de dedos largos y nudosos que agarraban el asa de un maletín de cuero. Sólo le faltaba para ser el arquetipo del gentleman unos guantes con tres costuras en el dorso y botón con ojal en la muñeca. Cruzaba la calle en sentido contrario al mío. Ya dije que soy bajito y rellenito, aunque me callé la mayor parte de mis “desperfectos” físicos. Él miraba de frente lo que venía a ser medio metro por encima de mi cabeza y no me vio. Al cabo de un rato volvimos a cruzar en sentidos opuestos en el mismo sitio y tampoco lo hizo. Tenía expresión preocupada, casi angustiada, como de quien esta en una encrucijada y no tiene referencias que le ayuden a decidir. Me estoy alargando. Este muchacho, que no tiene culpa de nada, salvo quizás de llevar ese abrigo, me trajo a la cabeza una pregunta que a menudo aparece: los hombres con esos cuerpos, atletas, gimnastas, simplemente gente que nace con ellos ¿pertenecen a la misma especie que yo?, ¿en qué momento se produjo la invasión alienígena y desembarcaron en este planeta?, ¿fueron la causa de la extinción de los dinosaurios?

Observareis que hablo de hombres y el motivo no es otro que no hay mujer fea, o por lo menos, no la hay que, si quiere, no tenga un encanto tan arrebatador como la más perfecta de las bellezas físicas.

Pero ese tampoco era el tema que quería abordar: era el encuentro. Pocas son las ocasiones en que los barriletes bajitos y la gente normal que no es arquetipo de belleza masculina, cosa con la que se nace, aunque lo vendan los gimnasios como quien vende pipas, nos encontramos. En general nos movemos en esferas distintas, ellos en las salas Vips de discotecas donde a los demás ni nos dejan entrar, por ejemplo, y nosotros donde nos dejan entrar o en la tasca de la esquina. Sólo en contadas ocasiones, muy contadas, un alguien como yo, taponcete, gordito y lo que me callo, entra tangencialmente en una de sus esferas, o al revés, uno de ellos entra en una de las nuestras –la diferencia es que ellos huyen despavoridos y nosotros quedamos atrapados como Frodo ante los elfos, o sea, como gilipollas-. Una única vez se produjo en mi vida esta conjunción cósmica y no fue con alguien anónimo, no. Fue con un bailarín de renombre cuyo cuerpo perfecto y su talento nadie ha puesto ni pondrá en duda, yo he sido siempre uno de sus admiradores. Yo iba a dar una clase sobre la maldad femenina en las artes plásticas en la segunda mitad del XIX. No sé a qué iba él, el caso es que el jefazo de la institución donde ocurrió tal encuentro, hombre de mente casi sana –sana no la tenemos nadie- nos presentó. “Aquí Joaquinitopez, nuestro conferenciante de esta noche, aquí XXXXXX con quien esperamos colaborar”. El hombre de cuerpo perfecto, maduro pero aun exquisitamente proporcionado, el hombre sensible a las artes, el hombre que por su talento y su experiencia debe, sí, debe elevarse por encima de las pequeñeces como una barriguita cervecera, dejó de serlo. Sus ojos miraron de otro modo y se convirtió en Divo. En un Dios-juez que dejó caer sobre mi persona la mirada más despectiva del universo. Como la que nosotros hubiéramos echado al ver una iguana destripada. El Divo ofreció su mano con asco que se veía en la comisura de sus labios y en la textura de sus palabras, la tendió con aire sacerdotal, más para ser besada que apretada. Y en el fondo de aquellos ojos, muy en el fondo, no había sino desprecio, un desprecio que se podría formular con palabras “has sido incapaz de tener mi cuerpo, eres culpable de estar gordo, seguro que comes como un cerdo, has sido incapaz de trabajar para dar los saltos que yo doy, para mantener las formas de mis músculos, no sé como te atreves a mirarme”. La mano tenía prisa por retirarse y yo fingí tenerla para llegar a la clase. El Divo se sintió aliviado al evitar mi visión y yo me sentí, eso, como una iguana destripada.


4 comentarios:

  1. Los bailarines profesionales (mas aún los de éxito) viven obsesionados por su físico, no puede ser de otra manera. No hay día que dejen de ejercitarlo si quieren seguir en la brecha. Pero lo de este tipo que encontraste no creo que tenga que ver con su profesión sino con su pobre personalidad.
    Yo estoy de acuerdo con tu teoría: hay seres de otro planeta entre nosotros los viles mortales. Lo malo no son estos que da gusto verlos, lo malo son los que, sin motivo aparente, se creen algo del otro mundo.

    Lo que hubiera dado yo por oir esa conferencia sobre la maldad de la mujer.

    Un abrazo

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  2. Puntualicemos: la maldad de la mujer en las artes plásticas en el s. XIX no vayan a lincharme por un malentendido. La verdad es que es muy divertido ver las majaderías que decían nuestros bisabuelos, pero menos que algunas todavia quedan vigentes en la memoria colectiva.
    Gracias por leerme y un abrazo

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  3. No es verdad, hay mujeres realmente horribles, algunas envueltas en una perfecta belleza clásica, pero horrendas, en cuanto a los hombres lo mismo, la belleza del ser humano está en el interior, ya que con alguien que posea cualidades humanas e intelectuales se puede vivir, pero una estatua puede acabar aburriendo, en el fondo la perfección acaba siendo aburrida. Hasta el propio David de Michelangelo es imperfecto.

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  4. Pe-jota, algo no ha ido bien, vamos que no me he expresado bien. Hay gente maravillosa (yo mismo) en un cuerpo bastante imperfecto, pero esos cuerpos excepcionales serán quienes se lleven todo (ascensos, etc, hasta los niños dejan de llorar antes si los cogen ellos, demostrado) Sí, la belleza está en el interior pero no suele importarle a nadie hasta que es tarde.
    Claro que hay mujeres feas pero lo que yo quería decir es que todas tienen un encanto, cosa que los hombres feos (yo mismo) no tienen en general. La perfección física no puede llegar a ser aburrida por que... no hay tiempo. Pero ese tiempo que tiene arrolla todo, todo, nadie existe al lado de uno de esos cuerpos perfectos, ni el simpático, ni el brillante, nadie. Lamentable y éticamente reprobable, inaceptable y políticamente sumamente incorrecto (decirlo, claro) pero es así. Claro que como dije en otra respuestas las historias nunca acaban.

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