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domingo, 16 de enero de 2011

Un borracho corriente.

 No supo nunca por que a ella la llamaban la Buja. Los apodos de los pueblos pequeños, ya se sabe.
Tampoco supo en que momento se fijó en ella, desde que tenía memoria estaba ahí, como la mujer con la que un día se casaría, haría el amor frenéticamente –no necesariamente por este orden- y tendría una caterva de chiquillos con la misma cara pícara de ella.
Ni supo cuando empezó a ir a los bailes de las aldeas cercanas en el mismo grupo que ella, ni a bailar con ella todas las piezas, especialmente los boleros, aquellos boleros que permitían apretarse un poquito más.
Ni aunque le hubieran matado podría haber dicho cuando fue la primera vez que se quedaron rezagados del grupo al volver atravesando los campos caminando en plena noche y menos aún cuando se dieron el primer beso.
La fruta madura en los árboles y se recoge. Con ella era igual, acabaría siendo su mujer y las cosas iban viniendo poco a poco, a su ritmo, como las estaciones, como las galernas que se estrellaban cerca de su casa y dejaban las playas llenas de muertos de uniforme nazi o aliado, que los muertos, muertos son.
El había entrado a trabajar en el astillero, ella cosía para fuera corriendo los caminos con la máquina de coser sobre la cabeza. No tardarían mucho en poder pensar que casarse, hasta entonces no querían correr riesgos, que los tiempos eran malos y las penurias, muchas. Los muertos dejaron de llegar a las playas pero no de aparecer en los campos con un tiro en la nuca, apaleados o degollados. Ella, cuando tenía tiempo, iba cosiendo su ajuar, lo justo, un juego de cama, un camisón, una mantelería. El dejó de fumar para ahorrar y sólo se le podía encontrar trabajando, paseando con ella o estudiando para ascender. Apenas una caricia íntima robada y concedida entre las sombras a la vuelta de los bailes, nunca pasaron de ahí. No podían correr riesgos y los condones estaban prohibidos
Un día, a pie, todos los jóvenes de la aldea se fueron a ver a Evita. Apenas vieron una figura lejana en un balcón, pero no le importó pues Buja, amparada en la multitud, apoyó la cabeza en su pecho y besó el triángulo que dejaba la camisa abierta. De hecho, nada más le importó aquel día de verano en que llegaron a la aldea cantando y casi amaneciendo; quizás debió importarle. Nunca lo supo.
Ni siquiera pudo nunca calcular cuanto tiempo pasó entre aquella excursión a la ciudad y la aciaga mañana en que la Buja cogió su maleta de cartón y se fue sin decir nada a nadie. Sólo recuerda de entonces, además del desconcierto y el dolor, a la Trana que cayó muerta junto a su casa por la picadura de una víbora. Ni siquiera una nueva guerra en Corea, una más, aunque un poco más lejos, quedó en su memoria. Dejó el astillero y los estudios, se encerró a labrar las cuatro tierras que no daban para nada; dejó las tierras y se hizo albañil, luego pintor de brocha gorda. En la mili se hizo sanitario y quiso quedarse en la armada pero la vista no se lo permitió.
Licenciado, ya no volvió a su tierra y a sus campos para irse a una ciudad humeante y apestosa a vivir de pensión. Nunca lo confesó, pero quienes bien le conocían sabían que no conocía mujer y que tras tanto ir y venir de marino reclutado, que tradicionalmente tienen un amor en cada puerto y por entonces apenas tenían para un burdel cada seis o siete puertos, era en el sexo como un crío de doce años. Volvió a ser albañil, a ser pintor, pero cuando comenzaba a asentarse en un trabajo, huía a otro para empezar de cero.
La ciudad es célebre por sus bares, como medio país, si bien lo miramos, las noches de pensión, largas. Demasiado largas. Comenzó a salir con compañeros, conocidos, amigos no -sus silencios y exabruptos les ahuyentaban cuando la cercanía se aproximaba a la amistad-, a beber y a beber demasiado.
Junto a la catedral, junto a todas las catedrales antiguas, cuanto más antiguas, más, estaba el barrio de las prostitutas. Entonces los burdeles eran legales y las calles que los rodeaban estaban pobladas de tabernas, usuarios y esos otros que quisieran pero no se atrevían, el pecado y la enfermedad les echaban atrás, a otros era la pobreza lo que les impedía traspasar el umbral de aquellas casas. Era corriente ver grupos de hombres alegres después de unas copas entrar alborotando y salir haciendo eses con el vientre y la cartera un poco más vacíos, algunos camino de su casa, donde les esperaba una esposa castrada por los hábitos y las novenas, otros a seguir la ruta de las tabernas hasta amanecer tirados en un banco del parque para no encontrarse con la suya, otros, la mayoría, camino del habitáculo donde dormían, casa, fonda, barco, pensión, deambulando melancólicamente llenos de hastío. Ocurrió en la primera parte de la noche, posiblemente de un sábado, un par de copas, lejos aun de las borracheras habituales, la presión de un sexo sometido, la broma, el grupo, la consciencia de su virginidad humillante para un adulto; casi sin querer, casi deseándolo, se dejó llevar a uno de aquellos locales, tan literarios (La Colmena, Tiempo de silencio, Mazurca para dos muertos) y estéticos, pero que eran, y son, sórdidos agujeros frutos de una sociedad enferma de miseria humana y económica, pobreza y podredumbre. La de entonces era una sociedad que apenas alentaba, carente de hombres, de dinero, de comida, de sonrisas y rebosante de muertos, de miedos, de hambres, de silencios.
Nunca me lo contó exactamente. Imagino que sería un lugar lúgubre, con falsa alegría tal vez, con mujeres más o menos atractivas y ajadas, cansadas, con olor a pachulí barato, a vinazo, a sexo. Sé, eso sí lo sé de cierto, que miraba sin decidirse, miraba aquí y allá, seguía las bromas de los zascandiles de los amigotes que se iban perdiendo con alguna por el largo pasillo. Sé que entonces su vida se rompió: en ropa interior con sonrisa obscena, abriendo las piernas estaba ella, la Buja.
Nunca me dijo si habló con ella, ni si ella le reconoció, nada. Al llegar aquí él y quienes lo sabían callaban y bajaban la vista.
A partir de ahí su vida se resume en pocos renglones, de hecho no hubo vida. Salió de allí, se fue a otra ciudad igual de sucia, a otra pensión. Luego otra ciudad, otra pensión, otro oficio, otro año. Nunca otra mujer. Entre borracheras, revistas porno y visitas fugaces los hermanos dispersos pasaron los años. Pocos años. La tensión, el hígado, la vida desquiciada y triste pasaron factura muy pronto. Lo del hígado acabó siendo cirrosis alcohólica y la tensión un problema cardiaco serio, muy serio, qué le obligaron a dejar de trabajar, coger un bastón y vivir con una hermana –otra ciudad- el poco tiempo que duró. Como bienes personales al morir dejó una caja con revistas pornográficas junto a una baraja erótica. La herencia de un adolescente virgen.


Las imágenes son del inmenso Egon Schiele, pintor de la sordidez del amor y del sexo.

6 comentarios:

  1. Estupendo. Y tan triste. Yo, mas que la historia de amor, veo el retrato de un tipo de hombre, bastante mas común de lo que parece, que está hecho para vivir con una mujer y que al mismo tiempo no sabe cómo hacerlo.
    Lo he disfrutado mucho. Un abrazo

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  2. pobre, que historia tan triste, casi una copla, no? Pobre aldeana hipnotizada por la vida de la ciudad que termina de puta y el pobre gañán incapaz para el amor. Cuanta desolacion, cari. Lo que pasa es que lo escribes tan bien que da gloria leerlo, jaaja


    Bezos.

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  3. Estaba pensando ahora mismo en Egon Schiele, cuando dijo "Todo está muerto en vida"...
    Me parece un relato magnífico.

    Un beso.-

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  4. Una historia tan triste y gris, tan de ese mundo agridulce que recorrió la historia de este país durante 40 años, me recuerda a películas como La niña vestida de luto, Calle Mayor, Lola espejo oscuro, etc.

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  5. Estupenda historia... desoladora y acompañada con el día de hoy: gris, gélido y lluvioso.
    Muy bien escrita. He disfrutado leyéndola, claro que sí!
    Un abrazo. Angel

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  6. Uno: gracias, yo creo que es la historia de un hombre demasiado enamorado, un pobre hombre en último término.
    Thiago: de pobre aldeaita nada de nada, un pendón desorejado. Iba a lo que iba o se hubiera llevado su máquina de coser. Un poco copla si es pero no precisamente de hembra víctima sino de las otras. Gracias por el elogio.
    Calamanda: nada más expresivo que esa frase para este hombre, muchas gracias por tu halago.
    Pe-jota: sí, algo de eso hay pero es, como bien has captado el ambiente de un tiempo del que aun estamos pagando las consecuencias.
    Angel: muchísimas gracias por tus palabras.
    A todos gracias por leerme. Ahora voy a confesar un secreto: no he inventado una sola palabra del relato. Es la historia de uno de mis tíos del que seguramente volveré a hablar. Es que nadie tiene tanta imaginación como para algo tan negro y siniestro.
    Un abrazo

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