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sábado, 4 de octubre de 2014

Rejas

En mi casa entra un único rayo de sol sobre las diez de la mañana, atraviesa sesgado por encima del teléfono para iluminar un pedazo de pared no mayor de veinte centímetros durante unos cinco minutos, en temporada alta. Mi casa da al Noroeste, todo menos la concina y el baño. Allí el sol entra de finales de febrero a finales de agosto medio metro toda la mañana.
Mi casa es un cuarto que da a una plaza por lo que tiene luz. En medio de la plaza un colegio la llena, antes se veía el patio y en el recreo a los niños jugar, ahora lo han convertido en gimnasio cerrado  y tan solo los días de sol se ve a los parvulines jugar en un estrecho pasillo de rejas a las tres de la tarde.
Justo bajo mi ventana hay un jardín, cerrado a todos por que nunca quedó claro a qué bloque pertenece. No está descuidado pero tampoco se puede decir que sea un espacio limpio o atractivo, setos un par de árboles raquíticos y silenciosos. Allí, cuando era niño, bajaban las mamás con sus hijos, los chicos jugaban al balón. Luego fueron llegando rejas y, hoy por hoy, la plaza es un pasillo de rejas que lleva a la escalera del colegio donde, triunfal, ondea la bandera vaticana.
Mi casa tiene ventanas amplias pero sentado junto a ellas no ves más que cielo y la rama del único árbol grande que hay. Está en el patio de la casa del conserje del colegio y los vecinos están empeñados en talarlo. Cada año las urracas anidan un poco más arriba sin saber que tarde o temprano, la gentuza triunfará.
Para ver la luna desde mi casa te tienes que tumbar en el suelo del retrete –das con los hombros en la pared pues coincide una viga- y encajar la cabeza en el sumidero, sólo así, algunos meses en luna llena puedes ver al menos un trozo. En cambio, al pasar para acostarme a menudo veo el suelo del baño iluminado por la luz blanca, sonrío e intento pensar que es un reflejo de la luna, paso deprisa antes de que la vecina del sexto apague la luz de la cocina y la ilusión se vaya.
Mi casa hubo un tiempo en que fue un paraíso por que, como tantos otros españoles de la época en el 62 con un niño enfermo –yo- y sin un duro, estábamos a punto de encontrarnos literalmente en la calle. Los bloques de la empresa estaban adjudicados a las familias numerosas y yo soy hijo único. Corrían los tristes días de la muerte de Marilyn y el río desplegaba su rica fauna de mosquitos, benditos sean que espantaron a las catervas de “la gran familia” y fueron dejando puestos, hasta que llegó a nosotros un trece de agosto. Ni el Palacio Real nos hubiera parecido mejor residencia a pesar del frío, de la torpeza de la construcción –las canicas ruedan solas hasta debajo de mi cama si las dejas sueltas- y la entonces “lejanía” de la ciudad. Veníamos de la calle Maudes y, claro, entonces esto venía a ser como ir de safari.
Luego fueron apareciendo rejas, primero en el barrio, luego en el bloque, ahora ya en mí cuerpo. Un cuarto piso con ascensor, escueto, muy escueto, para una silla de ruedas es una cárcel potencial, una avería te encierra por días si es de las gordas. Salgo recogido sobre mí mismo, todo apretado, reposapiés, piernas, dobladas al máximo. Las rejas empiezan a aparecer ahora cuando uno se pregunta qué pasará cuando no pueda doblar las piernas tanto. O cuando a algún cabrón del ministerio de Industria le dé por imponer alguna norma nueva –cada una que obligan reduce uno o dos cms. el espacio-, o que al ingeniero que diseña las sillas se le ocurra dar tres cms más de largo. Estas rejas van apareciendo en un horizonte difuso e inconcreto. Hay otras que no.
Mi cuerpo se precipita. Todos tenemos una decadencia con la edad, lo sé, pero llevo una larga temporada, no sé si será estacional primavera-verano, en el que mi cuerpo impone rejas que me impiden o limitan salir de mi casa. Es un juego de psicópatas en el que no puedo decir si voy a poder quedar con alguien ni siquiera cuando estoy saliendo por la puerta. Poco a poco el juego de “a ver cuando te encierro” está afectándome la cabeza, lo habréis observado, apenas puedo pensar y la calidad de lo que hago es notoriamente inferior. Si alguna razón me queda o el juego acaba pronto o acabará pronto con ella. Por eso las rejas crecen y amenazan, por eso ayer, cuando empecé este texto, necesité vomitarlo en este espacio para no ahogarme, aunque en realidad no aporte nada al blog. O tal vez sí, ¡y yo que sé a estas alturas!

4 comentarios:

  1. Joaquín, yo no entiendo de casi nada, tampoco de literatura pero si tuviera que rescatar un texto tuyo seria este. Si no fuera tan triste lo que cuentas te diría que me ha parecido hermosisimo. te lo digo con el corazón.

    Un fuerte abrazo, amigo.

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  2. Me sorprende y me halaga que una cosa que fue y es más que nada una explosión no controlada de dolor y frustración te llegue tan profundamente. Desde luego no tenía ninguna pretensión literaria sino simplemente soltarlo para no enloquecer. Gracias.

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  3. Seguramente porque te sale del alma, el texto es mejor y llega mas que otros. Es triste, si, pero quiero ver toques de humor que me alegran.
    Un abrazo

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    1. No sé si es mejor, sé que sale del alma por que del cerebro ya no sale casi nada.
      Gracias

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