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miércoles, 3 de julio de 2013

La Dama del Puente Celestial. Cuento oriental. 2

Imagen del Genji Monogatari e-maki.
Aun hoy, más de mil años después la ladera por la que se filtraron las lágrimas de Tejon al llegar el otoño estalla en crisantemos tan dolorosamente hermosos que los habitantes de la comarca los consideran de mala suerte y evitan los caminos que pasan cerca durante su, breve, floración. Entonces, por el contrario, la vida siguió aparentemente su curso, nada parecía haber cambiado pero en la casa, en el pueblo y en los bosques, incluso en el templo comenzaron a pasar pequeñas cosas, nada nuevo en sí mismo, nada importante, pero que nadie recordaba que se hubieran presentado tan a menudo. Unos viajeros que llegaron a La carbonera apagada, posada del lugar, a deshoras en medio de la noche aseguraron aterrorizados haberse encontrado con la terrible Yamabanba en el bosque y sólo con mucha suerte lograron escabullirse entre la maleza y alcanzar la posada.


La mansión de la Dama del Puente Celestial no quedaba libre de estas nimiedades y mientras los caballeros que frecuentaban las noches de la Dama eran de mayor alcurnia y elegancia, los elegidos que llegaban donde el príncipe Genji temía fracasar, y la prosperidad de todos aumentaba, las ropas de cama amanecían revueltas en todos los lechos de la casa incluida la cada vez mayor servidumbre, e indefectiblemente sus habitantes despertaban con la cabeza hacia el norte, signo de próxima desgracia. La esposa del jardinero, dándose cuenta de cada uno de los pequeños augurios, comenzó a deslizarse hacia la locura rompiendo en alaridos cada vez que algo resultaba inquietante invocando la protección de los dioses ante cada nuevo ser que creía les amenazaba, poco a poco se sumió en un silencio pasmado que aun aterraba más a la servidumbre, tanto que nadie se fijó en que Tejón había perdido su risa y ya no parecía un muchacho sino un hombre triste. En cierta ocasión un propio de la casa llegó a la casucha del jardinero para hacerle saber que la Dama del Puente Celestial precisaba una peonía especialmente hermosa para acompañar una carta. El jardinero prometió buscar la más hermosa y enviársela con Tejón. Fue el propio Tejón quien eligió la más delicada peonía de cuantas se cultivaban pues nadie como conocía hasta casi la personalidad de cada flor y al amanecer llegó la casa llevándola. Demasiado pronto sin duda pues llegó a tiempo de ver como de las habitaciones de su ídolo salía, a medio vestir, un mocetón robusto que no era uno de los delicados caballeros de boquita pintada y fino bigotito, que siempre había imaginado. Esos salían por la puerta, con la servidumbre haciéndoles reverencias. Este salía procurando no ser visto, lo mismo hizo Tejón que se retrepó bajo las sombras casi nocturnas de un pequeño pino que, dice la leyenda le acogió acercando más sus ramas entre sí. El hombre que apenas se malcubría con las ropas enrolladas en su brazo, se detuvo en un discreto rincón del jardín y apresurado se vistió. Era un caballerizo conocido de vista de Tejón, entregó la peonía como se le había encargado sin que nadie notara qué estaba pasando por la cabeza y el corazón del muchacho. Si el caballerizo podía acceder al amor de la Dama, si ella elegía también entre inferiores a sus compañeros, si no ser un aristócrata no era para la cortesana condición para compartir unas horas, una noche quizás, con ellos ¿qué había en él, en el humildísimo Tejón que le descartara como amante? Además, estaba seguro de que él sabría amarla tanto que ella no precisaría más amor, de que sería el único y el último amante de la Dama del Puente Celestial.


Aquella noche varias fantasmales ruedas gigantescas en llamas recorrieron el pueblo, varias casas se incendiaron en fuegos fatuos y tres bebés desaparecieron y en la Casa se sintieron ruidos y presencias extrañas, todos excepto la Dama del Puente Celestial que yacía en los fornidos brazos de un pariente imperial y Tejón que, sentado sobre sus talones en los confines del jardín, con la mirada perdida pensaba en los infinitos goces que su alma daría a su señora. Dicen las crónicas que hasta en la corte se percibió como un espasmo en el tiempo y en el espacio, los poemas que se estaban componiendo se quebraron en su ritmo, los inciensos, por un instante dejaron de oler, y hasta la concubina imperial que compartía su lecho con su señor percibió un frío extraño en el fogoso cuerpo del Hijo del Cielo, pero todo eso se dijo después, en susurros aterrados. Entonces nadie le dio demasiada importancia. Al día siguiente Tejón se lavó aun más cuidadosamente de lo habitual, se puso la ropa menos vieja que tenía y se presentó ante la Dama del Puente Celestial que se entretenía en la veranda con sus damas plegando papeles de colores vivos a los que con su maestría convertía en lo que su voluntad dictara. El mozo, a pesar de la timidez natural ante esa situación, logró hablar de amores a la Dama, quiso, y no pudo, expresar con palabras el torrente que se le desbordaba por el alma, la piel y las entrañas. La respuesta vino después de unas discretas risitas tras el abanico.


-¿Crees de veras que una dama como yo se entregaría a quien no pudiera ofrecerle algo? No, no creas que poner un saco de oro ante mí cambiaría nada. Algo que no posea, algo que me maraville. Hagamos un pacto, joven destripaterrones, yo me entregaré a ti como la más rendida de las mujeres –las risas de las doncellas eran ya excesivamente sonoras para la discreción que se espera de una dama medianamente educada-, ya que no eres exactamente repulsivo en tu aspecto, si el día de Año Nuevo eres capaz de ofrecerme un regalo que sea capaz de asombrarme. Como sé que no tienes dinero, toma esta moneda a ver que partido le sacas –remató la Dama arrojando una moneda de cobre al muchacho, mejor dicho, ante las rodillas del muchacho enrojecido de vergüenza y de esperanza.


Cuando se alejó del grupo de las damas semejante a un jardín florecido en mil colores, pudo escuchar al objeto de su veneración: “Nos divertiremos a su costa, no imagino que se le ocurrirá hacer”.


Lo primero que hizo fue subir al monasterio cercano y dejar allí la moneda. Nunca había podido ofrecer lo más mínimo a aquellos monjes a quienes respetaba y con aquel inesperado obsequio pudo permitirse esa satisfacción, pero no pidió nada a ninguna divinidad. Ni siquiera permaneció en el recinto más tiempo que el necesario para depositar discretamente su ofrenda. Sabía lo que iba a ofrecer a su amada el día de Año Nuevo.


Rebuscó durante algunos días entre los desperdicios de la mansión hasta que encontró una carta a medio escribir, con apenas un par de kanji en una esquina. El papel era del tono de las glicinas más claras. Guardándolo como un tesoro lo llevó a su chocita junto a la del jardinero y allí lo cortó hasta formar un cuadrado. Así es como había visto hacerlo a las damas de su señora para crear esas formas fantásticas que tanto parecían agradarla. Luego y durante muchos días buscó piedras planas para planchar las arrugas que se habían formado. Más tiempo aún fue necesario para que desaparecieran pero, por fin el papel quedó liso, casi como nuevo. Desde ese día Tejón dejó de dormir, pasaba las noches enteras plegando y desplegando el cuadrado de papel en vanos intentos de lograr una forma. Lo hacía con sumo cuidado para que el papel no se rompiera aunque no podía evitar que con tanto manoseo se fuera ajando poco a poco. Como él mismo. Las noches en vela fueron pasándole factura, adelgazó a ojos vistas y sus ojos se fueron hundiendo en sus cuencas. Sin embargo, también había en él algo de lo que antes carecía. Su mentón se hizo más firme, su cuerpo más fibrado, su mirada más cabal, su sonrisa más escasa y su amabilidad casi infinita. En estos meses que él no sintió pasar el pueblo vivía aterrorizado pues las ruedas en llamas volvieron a aparecer, con las primeras nieves apareció la temida Mujer de Nieve acabando con una pequeña expedición de mercaderes en una noche en la que ni siquiera heló y constantemente se veían llegar más y más onibis, almas en pena aferradas al mundo que en forma de luces llenaban los caminos de extraños efectos y de sombras crueles. La esposa del jardinero, enloquecida de pavor murió una noche de luna llena, los monjes oraban constantemente, y los comerciantes eran cada vez más reticentes a llegar a lo que empezaban a considerar un pueblo maldito, los que lo hacían subían los precios y el hambre, esta sí que nada fantasmal, comenzó a asomar su fiero hocico. Sólo dos personas permanecían ajenas a todo aquello: Tejón, demasiado embebido en los pliegues de su hoja de papel y la Dama del Puente celestial, enredada en demasiados romances, cartas y amantes para contemplar otra cosa que su propia gloria.


Así llegó la noche de Año Nuevo, en la casa la Dama del Puente Celestial se había reunido con un selecto grupo y, sin duda por burla o por que la reunión languidecía, mando llamar a Tejón. Se presentó como la otra vez, con sus mejores galas y cualquiera que no fuera la Dama del Puente Celestial se habría dado cuenta del cambio que había sufrido su cuerpo y su actitud. Respetuoso pero sin restos de aquella timidez adolescente se sentó ante ella, sosteniéndole la mirada. Firme, más con aire de guerrero que de “destripaterrones”.


-Bien, jovencito, el plazo se ha cumplido. Esta noche seré tuya –las risas tras los abanicos y los comentarios burlones crecieron hasta hacerse ensordecedores- siempre y cuando tu obsequio logre sorprenderme ¿Ese fue el pacto o no… jardinero?


-Si, mi señora.


-Bien, muéstranos pues tu presente.


Con mano firme sacó de los pliegues de su ropa un pequeño animalito de papel, de aquel papel color glicina que después de tanto manoseo se había quedado en un color blanquecino sucio y triste. Era una grulla. Portadora de fortuna y protección del hogar. Un juego de pliegues que para los expertos era viejo y vulgar pero para nuestro hombre era otra cosa.


-¿Pretendes sorprenderme con una torpe y malformada grulla de papel viejo? –la Dama del Puente Celestial comenzó a reírse casi histéricamente, la siguieron sus acompañantes en un crescendo de risas infames que rebotaba en los bosques y los lagos, interminablemente.


Un grito de una doncella interrumpió aquella burla. Miraba fijamente a Tejón que había caído aparentemente desmayado y sin color. No es que hubiera empalidecido sino que su piel se había vuelto blanca. El servicio se apresuró a atenderle pero estaba muerto. Un cierto silencio asqueado apareció unos segundos en la reunión mientras la Dama del Puente Celestial ordenaba sacar de allí el cuerpo. Sin embargo, otra gran Dama según proclamaban sus vestidos que estaba allí invitada profirió un terrible alarido señalando con su abanico la pequeña grulla sobre la mesa lacada. Ahora era roja y goteaba sangre que iba cayendo al suelo. Como si el grito fuera un conjuro mágico se desató en la estancia un viento tremendo e, increíblemente, la grulla, la minúscula grulla de papel a la que Tejón había dedicado las noches de sus últimos meses crecía y comenzaba a moverse sin dejar de chorrear cada vez más y más sangre que empapaba vestidos, tatamis, muebles y hasta trepaba antinatura por las paredes de papel. Un graznido espeluznante, un aleteo brutal y el animal echó a volar arrancando la techumbre. Dio una vuelta sobre la casa sin dejar de crecer y de verter sangre sobre ella y, finalmente, todo se incendió de golpe, a la vez. La grulla roja parecía reír desde su altura viendo como quienes estaban en aquella jaula de fuego luchaban por escapar, todos menos la Dama del Puente Celestial, inmóvil contemplando el cuerpo de Tejón. Nada ni nadie pudo moverla y tuvieron que dejarla dentro de su casa mientras ardía hasta los cimientos. Hasta que las brasas se apagaron todavía con la grulla chorreando sangre sobre ellas la dieron por muerta pero cuando nada quedaba en pie la Dama del Puente Celestial estaba en el mismo lugar, en la misma actitud y con sus vestidos respetados por las llamas y hasta por el humo. Levantó la cabeza y sus ojos se encontraron con las ascuas de los ojos de la grulla. Enloquecida empezó a correr hacia el bosque a pesar de sus pesados vestidos y la grulla la siguió. Y aun la persigue y aun la Dama del Puente Celestial conserva en la mirada el cuerpo blanco y muerto de Tejón.

*He procurado evitar errores de época pero seguro que algún anacronismo se me ha escapado.

6 comentarios:

  1. Bellísimo Jaquinito. Un estupendo homenaje al Japón en este año de celebraciones que no debería quedarse solo aquí.

    Un abrazo

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  2. Tras cada historia una enseñanza, nada en las narraciones orientales es dejado al azar.

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  3. Juraría que hace días que te dejé aquí un comentario animándote a mover este cuento maravilloso en este año de celebraciones hispano japonesas.
    Un abrazo

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  4. No sé si habrá habido problemas para dejar los comentarios, no me extrañaría nada.
    Muchas gracias por tu comentario tan optimista. Quienes tienen que sacar tajada del pastel ya lo han repartido y no dejan ni las migajas. Como en toda actividad, por otra parte.
    Me alegra mucho que te haya gustado pues lo fantástico no es ni de lejos lo mío.
    Un abrazo

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  5. Por cierto, vuelvo a tener problemas para comentar en tu blog.

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