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lunes, 20 de junio de 2011

El extraño caso de la coja ahorcada ( y II)

Durante años María La Calvaria se negó a formar parte de la Junta de La Hermandad y Cofradía del Divino Salvador y Nuestra Señora de los Dolores en su Soledad, pero llegó un día en que, a pesar suyo, fue nombrada Hermana Honoraria y como tal con derecho a albergar al Divino Salvador y a cumplir durante el año que le correspondiera las labores de Camarera Mayor de Él. A pesar de su resistencia no pudo evitar una punzada de orgullo. Preparó su casa durante tres años para recibirle y se ocupó de obtener dispensa eclesiástica de su promesa pues como Camarera Mayor tendría que verle, cuando menos al vestirle, en los días que había prometido negarse el hacerlo.
Tenía cuando supo del nombramiento treinta y siete años, ni una cana, las carnes lozanas, menos en las piernas casi hueso puro, ojos inmensos que parecían mirarlo todo con la misma curiosidad de una niña, una risa sana, un ingenio rápido y simpático. Pasaba las tardes oyendo los últimos tiempos de la Señora Francis en la radio, en su casa nunca entró la televisión, las últimas radionovelas y unas noticias que la movían a compasión pero ni a miedo ni a ira. Esas cosas que pasaban no le afectaban, quedaban fuera de su mundo, ese mundo que había reducido violentándose cuando supo –tenía trece años- que nunca la querría un hombre, que querrían su dinero, sus tierras, o, como mucho, un sexo cómodo y barato. Que serían prostitutos que fingirían un deseo. Prostitutos, sí, pero más lo sería ella, más puta incluso que su hermana, si lo aceptara. Por eso su tía se marchó del pueblo. No fue capaz de hacerle entrar en razón cuando comenzaron a llegar los moscones, ni de hacerle entender que mejor es un marido comprado que una cama fría, que sus caudales le permitían elegir y hasta pagarse la nulidad si quería, que la soledad es muy mala y que los años no traen sino penas, desgracias y que un hombre es necesario en una casa, que los hijos son la alegría del mundo y que ya quisieran muchas mujeres tener esa cara, esas carnes y esos posibles. Ni siquiera cuando el médico le dijo que, ciertamente, no podría parir por sus medios pero que para eso se había inventado la cesárea. “María, no voy a quedarme a ver como se te va la poca o mucha vida que Dios te dé. Los tiempos cambian, las cosas están cambiando deprisa y más que cambiarán, pero la soledad no va a cambiar nunca. Te arrepentirás cuando ya no basten tus tierras ni tus caudales. Serás vieja, y eso todavía es peor en soledad e impedida”. Y se fue, sin más palabras, luego una carta al mes, una más para el quince de agosto y, un día de marzo, otra de un notario. Nunca pensó María equivocarse, a pesar de su desbocada mente bajo los embozos de su cama bajo la mirada de la Virgen del Carmen. Si ellos eran capaces de prostituirse, ella demostraría estar muy por encima de ellos. Sólo si viera en uno un cariño, ni siquiera un amor, sólo un cariño que no pensara en olivos y trigales, como el que veía en los mozos que le pedían que rezara por sus cosas, que se acercara a ella sencillamente por gustar de su compañía, podría ella cambiar de idea, esa puerta nunca la cerró. Por eso rezaba continuamente al Divino Salvador, para que en ella apareciera alguien, más profundamente cuando más sentía la cercanía de la vejez, de la inutilidad, de la soledad que la cercaba entre las paredes de su casa cuando las amigas se iban y apagaba la radio después de cenar, o cuando cerraba la puerta en verano, después de sentarse a charlar al fresco, y todavía escuchaba por un rato a las vecinas hablar con sus maridos, reñir a sus hijos mientras que el silencio de su casa se la iba comiendo. Cada año daba las gracias con su promesa por no haberse engañado y seguir lúcida en su soledad.
El año que la tocaba albergar la imagen del Divino Salvador encaló no sólo las paredes de su casa y de su patio sino las de toda la calle corriendo con los gastos de quien no podía y animando a quienes sí a adelantarlo aun sin necesidad. Vació lo que era el comedor de la casa, según se entraba al zaguán a mano izquierda, y lo engalanó como mejor supo, con cuadros de láminas de Rafael y Murillo, pilistras y cintas en macetas que ella misma pintó con colores alegres, pues “Nuestro Señor trajo la alegría al mundo”, decía; preparó su reclinatorio en un rincón y compró tres docenas de floreros de Talavera para que nadie se encontrara sin tener donde dejar una flor si quería llevarla, y una mesa llena de cuencos de barro siempre lista con agua, aceite y las cajas marrones de las mariposas. Encargó al tío Leña, el carpintero de los aperos, un rústico pero funcional mueble que permitía poner velas y palmatorias de modo que no se estorbaran y mandó hacer en la capital otro mueble sólo para las pocas túnicas de Nuestro Divino Salvador y para sus potencias que, a modo de peinetas, había que quitar y poner al cambiarle de ropajes. Cuando le vio llegar aquella madrugada de Viernes Santo y entrar en su casa no pudo sentir la tan cacareada humildad cristiana que todos le presumían sino un orgullo desmedido, nadie había recibido como ella a Nuestro Divino Salvador, nadie en todo el pueblo, nadie desde que se tenía memoria y algo dentro le gritó que esa noche se acababa el recuerdo de Soledad la Calvaria, la puta, la robahombres, la perdida, que a partir de entonces, María La Calvaria no tendría que agachar la cabeza ante nadie a pesar su belleza, a pesar de su dinero, a pesar de su sangre, a pesar de su deformidad. Los Calvarios serían recordados por la gloria con que esa noche entró el Divino salvador en la calle de los Carros y en la casa de los Calvarios. Aquel orgullo le reventó en un llanto convulso que nadie entendió creyéndolo fruto de la devoción a Nuestro Señor.
Pasaron los ritos de los primeros días, el paño negro, cubriéndole la cara, los rosarios continuados del Sábado de Gloria, los cohetes del mediodía del Domingo de Resurrección y, por fin, la puerta de la casa de María se cerró con Nuestro Divino Salvador bajo su techo. Echó bien las persianas pues era el momento de cambiar la túnica de Viernes Santo por otra más sencilla. Simple terciopelo violeta con realces de pasamanería negra en los hombros para tapar presillas y corchetes pues había que desarmarla por completo. No era especialmente difícil, sobre todo para ella que había cosido unas cuantas de esas túnicas con sus manos, teniendo en cuenta que la talla era de tamaño natural. Los dedos hábiles de María no tendrían problemas en desarmar y armar la túnica o, lo que venía a ser lo mismo, en desnudar y volver a vestir al Salvador a ciegas. Recogió las piezas y las cepilló, las dobló primorosamente y las guardó en el cajón sin olvidar meter también unos membrillos y unas ramas de romero a la sazón en flor. Se volvió para quitarle las potencias con baño de oro de las grandes solemnidades y entonces le vio. Por primera vez en su vida vio la Imagen de Nuestro Divino Salvador.
Un experto diría que era obra del siglo XVIII, de vestir, escuela castellana, madera policromada, ojos de cristal en la iconografía de Varón de Dolores o, quizás Cristo a La Columna por la posición de los brazos y las muñecas casi cruzadas, que posiblemente la columna se perdiera en la Guerra de la Independencia cuando los franceses saquearon las iglesias de la región, que procesionaría con un paño de pureza de batista, seguramente. El uso posterior había impuesto el hábito de Nazareno, más acorde con la tradición local.
Eso es lo que hubiera dicho un experto pero ella no era historiadora ni sabía nada de escultura y lo que vio al volver la vista con la guardia baja fue a un hombre desnudo, por primera vez en su vida. Un hombre perfecto, que con sus ojos de cristal color miel, fijos en ella, envolvía su cuerpo de ternura, un hombre que no evitaba mirar sus piernas esqueléticas, ni tragaba saliva al ver la muleta pensando en las arcas. Algo se sublevó dentro, recordó todas y cada una de las infamias que decían había cometido su hermana y comprendió el porque de aquellos actos, dejó caer su vestido negro y el resto de su ropa. Luego, muy despacio, palpando cada parte de aquel cuerpo de madera policromada se fue pegando a él hasta encajarse entre sus brazos, se colgó de su cuello y lloró sobre aquel pecho terso, duro y frío, un llanto dulce y eterno. Sobrevino como un terremoto, que estremeció hasta su última fibra sensible, que la hizo agitarse violentamente, las horquillas no soportaron la tensión de su pelo y su cabellera se desparramó. La poca fuerza de sus piernas cedió y, aferrándose a esa carne esculpida, fue descendiendo hasta quedar con la cara sobre sus pies y la melena envolviéndolo todo.
Cada día, María la Calvaria abría las puertas de su casa a quien fuera a rezar, encender una vela o poner unas flores a Nuestro divino salvador, cada tarde, en la habitación de enfrente, cosía o bordaba escuchando la radio, a los niños jugar y charlaba un rato con las amigas en torno al café y las pastas. Cada mañana, Maria la Calvaria tensaba su melena con despóticos tirones para someterla al recogido, cerraba hasta el último botón de su vestido negro de mangas hasta los puños, con un recato que no era sino una tentación para los hombres, que poco a poco se iba convirtiendo en la provocación insolente del fruto prohibido. Cada noche, a las once cerraba la puerta, bajaba las persianas y cerraba las contraventanas del cuarto de Nuestro Divino Salvador y se entregaba a esa escultura desnuda, con desesperado deseo que se veía siempre satisfecho con largos espasmos, repetidos, insaciables. Cuando se arrodillaba ante Él a rezar el rosario intentaba arrepentirse y prometer renunciar a ese cuerpo de madera, que su razón decía que tenían que ser pecaminosas pero que no conseguía ver por qué. No podía arrepentirse, no podía ver nada malo en aquellas horas unida a Él, ni en su mirada dulce, ni en sus labios que jamás esquivaban el beso de su boca, ni sus manos rozándole apenas como si ella fuera una joya, ni en sus brazos fuertes que la sujetaban cuando ya no podía más. Pensando en ello le daban dulces vahídos que sus amigas creían propios de sus diversas enfermedades y todo se volvía atenciones hacia ella. Sin embargo, su salud y su aspecto eran día a día más lozanos, casi adolescentes y tan sólo violentándose el gesto cruelmente podía parecerse a quien era antes de aquella primera noche. Floreció tardía y espectacularmente pero nada más que para su espejo y para una figura de madera tallada doscientos años atrás.
Corría el viento gélido del mes de enero por las calles del pueblo trayendo algún copo cuando se comenzó a hablar del traslado y María comprendió. Si nadie vio su esplendor físico, todos pudieron ver sus ojeras de insomnio, como adelgazaba a marchas forzadas, sus ataques de melancolía repentinos, sus desmayos inesperados, clavar las uñas en el tapizado del reclinatorio. Comenzó a lanzar gritos desgarrados en mitad de la noche que explicaba por los dolores de las rodillas sin que calmante alguno funcionara pero que otra cosa bien distinta era, como sólo Él sabía. En pocas semanas necesitó dos muletas y tuvo que renunciar a ir a la Iglesia, perdió por completo el apetito y sus inmensos ojos negros ocultaban a medias un brillo desesperado: el de la esposa del condenado a muerte. No era eso. En el hueco de la noche, aferrada a los tobillos de madera, sólo podía pensar “me va a dejar, me va a abandonar a mi suerte”. Era el la desesperación de la hembra despechada, repudiada. Se consumía a ojos vista y quizás por eso a nadie extrañó que la encontraran el lunes Santo colgada de una viga en el cuarto donde hasta unas horas antes había estado Nuestro Divino Salvador al que había vestido con la túnica blanca y triunfal del Domingo de Ramos, a quien había perfumado con romero y esencia de violetas, a quien había coronado con las tres potencias y a quien había visto alejarse calle abajo. Tal fue la consternación por encontrarla ahorcada que durante mucho tiempo nadie se dio cuenta de las huellas de las tijeras clavadas en el sexo de la talla del s. XVIII escuela castellana de la iconografía varón de dolores, tanto tiempo que nadie pensó en María la Calvaria acuchillando la madera aquella víspera del domingo de Ramos a pesar de que se seguía musitando sobre la muleta tirada en el suelo debajo de la viga de la que se ahorcó en las matanzas, en las romerías o en los velatorios.

[Se ha vuelto a jeringar el tema de poder comentar yo en mi blog, responderé a vuestros comentarios en la próxima entrada]

4 comentarios:

  1. Tu relato me dejó sin habla, fue muy triste el final de María, una mujer atormentada por los fantasmas de su pasado, condenada por sus principios morales y reprimida por sus complejos.

    Huyendo de los "prostitutos" e ignorando su naturaleza terminó perdiendo el juicio.

    Lo terrible es que estas cosas aún suceden, en los conventos, retiros y lugares similares donde la intensión de ir en contra de los instintos, en el nombre de la fe, solamente provoca la degeneración y el surgimiento de los peores monstruos y psicópatas.

    Saludos amigo.

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  2. Qué atraso en aquella España sin cristos hinchables.
    Lo he disfrutado mucho y no he podido evitar ver la película con Tota Alba en el papel de la tía. La Calvaria interpretada por Lina Canalejas y la hermana por Mara Laso. Luego he hecho otra versión mas moderna.

    Un abrazo

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  3. Menuda historia, ni por asomo me podía imaginar el giro que iba a dar, es buenísima (jajaja). Y he llegado a sentir una gran empatía por la pobre María. Sin duda, en los ambientes rurales, con su propia idiosincracia, se creaba un particular universo lleno de luces y muchas sombras. También me ha gustado el lenguaje clasicista que usas, como eso de llamar zaguán a lo que ya casi todo el mundo llama hall. Es una historia dramática pero plena de matices y eso hace que quede un buen retrogusto. Saludos y felicidades.

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  4. Historia digna del tremendismo patrio, un mundo lleno de supercherías dominado por la omnipresente iglesia en el que las mujeres eran, en cierta medida, condenadas desde el momento de su nacimiento.

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