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sábado, 15 de marzo de 2014

Dos emes en realce (sexta entrega)

Las cosas discurrieron como suelen en estos casos, alquiler de casa, viaje de novios para conocer a la familia del novio y suave aquietamiento aposentándose en la nueva realidad de la pareja. Desde el primer momento encajaron. Ambos eran metódicos, ordenados, educados, sociables, religiosos, creyentes además y sin falsas expectativas. Es más, Mariola estaba gratamente sorprendida por lo en extremo respetuoso que había sido Manuel durante el, ciertamente corto, noviazgo, nada de esos forcejeos, que comentaban las amigas, para que las manos no subieran o bajaran demasiado, nada de poner el codo a la altura del hígado para evitar acercamientos pecaminosos en los bailes, nada de besos robados o de peticiones precipitadas, ni siquiera una insinuación más o menos pícara bien o mal intencionada. No sabría decir si era su marido hombre apasionado o no, no tenía referencias y, sobre que tampoco le interesaba tenerlas, considera una completa falta de todo comentar esas intimidades con nadie, pero estaba contenta con la delicadeza y la asiduidad de sus atenciones amatorias. La convivencia era por ese lado perfecta como en todos los demás aspectos. Luego venían los matices. Era, pensaba ella, un tanto autoritario, no tanto con ella como en general salvo con ciertas personas y en ciertas situaciones. Era, pensaba él, un poco pánfila y demasiado dúctil, parecía no tener personalidad ante sus amistades, no la podía lucir como a él le hubiera gustado, ¿le molestaba? Pues sí, sobre todo por qué no era cierto, sino tan sólo el producto de su carácter y su afán de no molestar.
Obviamente estos pensamientos se los callaba incluso ante el confesor a quien acudía varias veces por semana, si alguien hubiera tenido acceso al conjunto de su vida habría relacionado casi al instante el número de veces que recibía la absolución con  el de veces que yacía carnalmente con su esposa ante Dios y los hombres. Se callaba esos pensamientos y otros pues entendía que no eran sino parte del proceso de adaptación del uno al otro, además Mariola era bastante más joven que él y, sobre todo, que sus amistades. Había otros pensamientos que no sólo no confesaba sino que ni siquiera reconocía ante sí mismo, como esas fugaces ideas sobre el físico de Mariola que no “daba la talla” en según qué eventos sociales. Si nada de esto pasaba por el oído del confesor cabría preguntarse qué demonios confesaba tan frecuentemente nuestro hombre. Cabría, cabría, claro que cabría legítimamente preguntárselo; lo que no cabría es contestarlo pues como dijo cierto autor decimonónico: ahí no entra el autor. Ese problema no se le plantea a quien escribe Mariola, sus visitas a su director espiritual eran mucho más distanciadas, como mucho una vez al mes, y más habitualmente en torno a fechas como Pascua Florida, Navidad o si había alguna ceremonia familiar o especialmente vistosa en la que su velo de encaje de blonda antigua podía lucir especialmente. En fin, una vida religiosa mucho más acorde con su entorno, para no desentonar con ese medio Manuel se confesaba muy temprano, antes de entrar a trabajar, cuando casi nadie le veía y nunca comentaba con su esposa que lo había hecho. Aparentemente el recién casado acudía al confesionario tan sólo acompañando a su mujercita en el discurrir de aquellos primeros meses de matrimonio.
Sin embargo, ocurrió algo inesperado. Mariola había encontrado la vida exacta que esperaba, lo que incluía coser algún vestido a las amigas, ayudar si era necesario en casa o acompañar a su hermana a elegir modelitos. Nada anormal, sin embargo, algo empezó a no encajar, Manolo sonreía más de lo habitual cuando encontraba a su mujercita pespunteando un vestido para su hermana, o cuando tenían que ir a casa de los suegros a echar una mano. Desde luego no era nada que alterase la balsa de aceite que fue la casa de la pareja desde el primer momento, todo era apacible y hasta el futuro se presentaba feliz pues, dado lo apreciado que era Manuel en su trabajo, le habían ofrecido un destino prácticamente fijo con desplazamientos ocasionales a la provincia; aquella noticia cayó en pleno noviazgo y fue una alegría para todos. Ni unos querían alejarse –demasiado- de su hija, ni otras querían perder la aguja más fina de este lado de Misisipi, gratis,  y, por supuesto, el novio no quería alejarse del “único hogar que había conocido”. Cabe pensar el disgusto generalizado que supuso la noticia de que le destinaban, por dos años, exactamente a la otra punta del país. Por entonces, los primeros sesenta, moverse por el país era harto complejo y más con una mujercita frágil como era Mariola.
Frágil, que no tonta –a pesar de sus esfuerzos-, y, por no serlo, no se le pasó por alto el porqué de la insistencia de su marido en no intentar comprar casa y su insistencia en instalarse de alquiler. Que coincidiera cuando la boda de su hermana se planteaba cada vez más cercana con lo que eso implicaba de trajín para la familia, sin embargo, no lo relacionó con el súbito cambio de destino. Error de principianta, diría años más tarde si Mariola no estuviera dotada de la más elevada de las formas de la elegancia: la de no quejarse ni lamentarse nunca. Es uno de esos dones que hay que buscar a fondo en ella pues, como todos los que no son visibles, está bien guardado bajo apariencias anodinas. El caso es que diez meses antes del bodorrio por todo lo alto de Andrea con el joyero, ya renunciadas las esperanzas de verle abogado, la pareja empaquetó sus cosas, facturó sus bultos y partieron de la estación decimonónica y sucia, hoy monumento nacional.

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