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jueves, 23 de septiembre de 2010

Fauna veraniega (y costera) y V El elfo doméstico y II

A algunos el universo se nos queda pequeño, Dobby había tenido el talento de ajustar el universo tan solo a lo que podía controlar y dominar con su lengua, sin duda el órgano más móvil de su organismo (no va por ahí, picarones) pues era lenguaraz, charlatán, indiscreto, parlachin y bocazas lo que le hacía el hijo predilecto de cuanto cotilla y chismoso o chismosa que le conocía. Hacía deporte, uno muy peculiar, eso sí. Salía cada tarde a la calle con su carga de plata, su reluciente cabeza, sus chanclas, su bañador con el paquete de tabaco dentro de la cinturilla y su bolso de mano cogido exactamente igual que Margaret Thatcher y se le veía recorrer las calles parándose en cada ventana y puerta donde hubiera alguien conocido, cortando la acera cuando se encontraba con alguien, parando el tráfico si el encuentro lo requería. Si una chica estaba embarazada era muy fácil que Dobby lo supiera antes que ella y si lo sabía el… Era su deporte por que en lo referente al resto del universo no había ni un solo tema que le interesase lo más mínimo ni la música, a menos que fuera un bailable del tipo Amigos para siempre que le permitiera ligar, ejem, intentarlo quiero decir, ni el fútbol, ni siquiera los culebrones que tanto suelen gustar a la Maruja Ibérica Pata Negra. Empleaba todo el tiempo que no estaba tostándose al sol a calva limpia –luego dicen de los golpes de calor- en tan noble actividad con lo que conocía a todo bicho viviente, y si no, tardaba menos de tres días en saber vida y milagros del forastero. Tan útil resultaba ese vasto conocimiento, cuya técnica estoy seguro que la CIA y demás pagarían por conocer, que sabía en que tienda estaban los cordones más baratos y de que se había muerto y cuando la abuela de la dueña, en que estanco tenían determinada marca de tabaco y si el dueño tenía amante o no información que suministraba conjuntamente y a ti correspondía discernir si querías cuarto y mitad de amante o tener una noche loca con un paquete de Marlboro. Juntad en la playa a este ejemplar con la viuda a quien nadie conoció nunca callada y ponedlos a hablar de comida delante de alguien a dieta y comprenderéis mi padecer. Mas volvamos a nuestro elfo, digo maruja, digo hombre y centrémonos en la anécdota que dio lugar a esta entrada que pica ya en demasiado larga.

Entre aquel vastísimo conocimiento, más el que suponía él inherente a ser él en sí mismo hablaba con una autoridad incontestable, a la que todo el mundo contestaba, especialmente quienes no sabían tener la boquita cerrada, o lo que es lo mismo: la viuda y yo. Claro que el muy canalla sabía hacer que me callara simplemente llevando el tema a la compra diaria. Ah, felón. Ahí yo no podía decir nada pues las acelgas y los filetes de pollo a la plancha, la lechuga y la manzana dan para muy poco tema. Sobre todo teniendo en cuenta que no estaba dispuesto a recorrerme todo el p… pueblo para ahorrarme cinco céntimos. Es más no me importaba, herejía suprema, que el tío Manuel de la Josefa tuviera las sardinas tres céntimos más caras que el tío José de la Manuela. Ni se me ocurría decirlo y hasta me unía al coro de voces escandalizadas por la diferencia de precio. Creo que si hubiera dicho aquello de “francamente mi querida Escarlata, eso no me importa” se hubiera creado un silencio sepulcral, primero por que no habrían visto la película –ni la viuda ni Dobby podían permanecer tanto tiempo callados, el Imperator se caracterizaba por dormirse ante cualquier pantalla siempre que no apareciera… José María Carrascal o Jesús Vázquez y los maestros eran incapaces de dejar de rumiar su odio al director, al compañero del aoristo, a sus alumnos y a sus santas madres –no siempre sin razón, he de decir-; pero lo que realmente les hubiera callado incluso a la viuda, aunque sólo por unos segundos en su caso, era la barbarie que suponía que no me importase el precio de las sardinas en una pescadería a dos horas caminando. Un día, una aciaga mañana, Dobby llegó con una bomba de mayor potencia que mi desinterés por los céntimos de las sardinas.

-En Ramiro el de San Euterio he encontrado melones a céntimo el kilo –dijo sacando de su bolso colgante a la manera de la dama de hierro de su codo doblado un papelito que lo acreditaba.

No quiero contar el revuelo por puro sonrojo el revuelo que afirmación tal provocó en la tribu sombrillera prometiéndose unos a otros que si salía bueno y no pepino irían a comprar en plan masivo. Quienes no tenían coche encargaban seis o siete melones y quienes lo tenían calculaban si podrían aparcar por allí o no. El tema dio para tooooooda la santa mañana lo que si fue en sí mismo un coñazo insufrible fue menor que escuchar los condimentos que le echaban a las comidas, donde habían comido un cordero insuperable o si las morcillas deben ser de arroz o de cebolla. Escondido bajo mi sombrero de paja tapándome la cara, me limitaba a observar los cuentos de la lechera y la logística que se estaban montando entre unos y otros entre asombrado, incrédulo y divertido. Pero lo peor estaba por llegar.

Como ya he comentado solía ser tempranero, llegaba siempre antes que los viejos con las cintas de los Chunguitos y la Pantoja, lo que, creedme, es mucho madrugar. Montaba mi sombrilla y me disponía pasar una sanísima jornada playera. Pues bien, al día siguiente del anuncio de Dobby de su portentoso hallazgo acudí siguiendo mi costumbre a la playa, eso sí, había cambiado de gorra por que el verano acababa y el sombrero había presentado su irrevocable dimisión que fue de inmediato aceptada y llevaba sobre mi hermoso cráneo –uso la talla más grande del mercado en prendas de cabezón- con una gorra aún más hortera de lo habitual en mí que lucía entre otras lindezas el oso y el madroño (en atención a quienes me leen desde el otro lado del charco, que alguno hay que me haga ese honor explico que el oso (alusión a la Osa Menor, creo), y el Madroño (arbusto de frutos redondos y rojos) forman el escudo de mi Madrid, mi ciudad). Extendí mi esterilla sobre la arena todavía húmeda del relente, clavé mi sombrilla verde chillón para verla desde el agua sin gafas, y me puse a tomar el requetesano sol mañanero. A lo largo de la mañana iban llegando con cuentagotas los variopintos especimenes de la horda, se iban acoplando en torno a la sombrilla, casi siempre de uno en uno. Aquel aciago día la primera en llegar fue una de las maestras revenías, para mi asombro en lugar del tradicional “buenos días” lo que dijo apenas llegó fue:

-¿Qué tal le salió a Saturio el melón?

Mis nervios muy suave dijeron: “huye mientras puedas”, pero haciéndome el héroe desoí sus consejos.

Minutos más tarde llegó la Nitromujer y saludó diciendo:

-¿Qué tal le salió a Saturio el melón?

Así fueron llegando, el Imperator, la viuda incallable, el primer maestro revenío… todos con la misma pregunta. Yo ya no podía esconder la cara bajo la gorra pues me la estaba comiendo a mordisco limpio y ya de las patas del oso quedaba una sin desteñir. Además nuestro elfo doméstico gustaba de ser la novia en la boda, el niño en el bautizo y por poco ese día no fue el muerto en el entierro, el muy … llegó más tarde que nunca. El penúltimo en llegar fue el maestro menos revenío, de quien tenía yo una muy buena opinión y lo que menos me esperaba de él es que llegara y dijera:

-¿Qué tal le salió a Saturio el melón?

Mis huellas dentales se pueden sacar del mordisco a la visera de mi gorra y estaba a punto de echar espuma por la boca o tirarme al cuello de alguien cuando algo dentro de mí me dijo: se acabó.

No sé como le salió el melón al elfo, pero sí que tres días después volví a casa y que desde entonces no he vuelto a la playa y vivo mis vacaciones con el inmenso placer de no tener que escuchar el precio de los melones, de las sardinas o del pollo asado del tío Liberiano.

5 comentarios:

  1. jaj cari me está dando congoja leerte, parece que estoy oyendo a esa fauna playera eso de "madrinaaaaaaaaaaaaaa, traeme el orinal" o "Vanesyyyyy que te vas a mojar el parrús" jajaaja

    No sé como pudise aguantar, por el bien de tu integridad mental, aunque supongo que te hiciste fuerte en tu observatorio (que supongo ubicado debajo de la visera) para poder luego contarnos estos post tan desternillantes, y es que como dice siempre Feliciano Teixeiro, ese tuberculoso, "un post es un post"jajajaja


    Bezos.

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  2. No hay derecho, me leo las dos entradas y al final me quedo sin saber cómo le salió el melón a Saturio.
    Me pregunto si se revelará el secreto en una tercera entrega: "El enigma de Saturio".
    Aquí lo que hay es mucho marketing. Y mucha gracia, todo hay que decirlo.
    Un abrazo.

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  3. Me uno al comentario de Uno, y eso que sólo me lo he leído una vez.

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  4. THiago: lo has clavado, esas cosas se oyen y aun otras más delirantes que omito por que ni en pleno viaje surrealista me las ibáis a creer. Sí, la visera era muy útil.
    Uno y Pe-jota: no sé como le salió el melón a Saturio pero "a Dios pongo por testigo" que si tengo esa mañana al melón y a Dobby a mano, acabo poniéndoselo de sombrero.
    Gracias por leerme

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  5. Extrema paciencia, santo aguante.
    Lo impresionante es que en las playas, con semejante apretujamiento de personas, no nos animalicemos del todo y acabemos hablando a gruñidos.
    De todas formas he de decir que un buen tuper de melón fresquito sienta muy bien a la orilla del mar.

    Me reí y me divertí mucho con estas dos entradas.

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