Después de estar reduciendo comida, de haber controlado cada polvorón y de pasar todo el hambre que he querido, después de espera un mes desde los excesos navideños, después de haber dejado pasar delante de mis narices incólumes manjares sin cuento, después de estudiar modos de compensar la caloría de más y de menos hoy me he pesado y el resultado es: que he ganado cinco kilos con lo que bato el record. Peso más que nunca en mi vida.
En vista del éxito obtenido creo que o me suicido o me he de ir acostumbrando a llegar a ser como este compañero de grasas. Ya no soy más que una unidad de grasas en lo universal. Vistas de página en total
domingo, 31 de enero de 2010
miércoles, 27 de enero de 2010
La nostalgia de los otros o el aroma de otros tiempos I
Ya he comentado en este blog que hace no mucho me tuve que liar a reorganizar cosas en los armarios, y en los armarios hay cajas de puros, de cartón que fueron de bombones, de lata que fueron de bombones también o de galletas, incluso alguna de una botella de cava edición centenario o algo asi; luego están las carpetas, los sobres sueltos, las cajas de madera con cierres dorados diminutos que sabes que un día barnizaste pero eres incapaz de recordar que demonios metiste en ellas. Todos y cada uno de esos elementos hacen que un armario, aunque no tengas que salir de él, sea un campo minado, algunas minas son violentas pero superables, como las que ya puse aquí hace unas semanas, las más peligrosas, sin embargo, son las que al abrirlas nos escupen a la cara una oleada de fotos, pero ese tema hemos de tratarlo con artificieros especializados y en otro momento. Existen, afortunadamente esas otras cajas, sobres, carpetas, que ya han sido desactivadas por otras manos, son los recuerdos que ya no nos pertenecen, recuerdos personales de quienes ya no están. No pueden hacernos daño, ya se lo hicieron a otros. Personalmente tengo alma de museo y eso quiere decir que cuando algún ser querido ha dejado alguna caja de este tipo acaba en mis armarios, muchas veces no reconozco sus orígenes ¿quien era ese señor con bigote y aspecto de ser de los años diez? ¿Y esa niña de primera comunión con su vestido de los 50? El tiempo, de alguna manera se arremolina en mis armarios, con recuerdos propios y ajenos, de personas cercanas y no tanto, de personas que, conociendo mi alma de museo me han ido dejando partes de sí, regalos de postales viejas, fotografías antiguas que ellos tampoco identifican. Es un tiempo que a menudo se ha idealizado y me permite deleitarme en un mundo que no pude conocer. Es un tiempo que se muere cuando no se le mira a los ojos y, tal vez por eso, me gustaría compartir aquí.
En concreto estos días pasados he cumplido años, la cifra en que se da la vuelta a la esquina y ya tienes la certeza de que de hoy en adelante todo irá "cuesta abajo en mi rodada" (que muchos no reconozcáis la letra de esta canción demuestra lo cuesta abajo que ya ando) pero vamos a no excedernos: 51 cabalitos. Recibí las felicitaciones habituales pero, reciente mi encuentro con las carpetas y los armarios, he recordado cuando el día de un cumpleaños, un santo, un aniversario llegaban sin falta un correo postal un poco más abundante. Eran los tiempos en que se felicitaba sin teléfono ni e-mail, sin móvil ni mensajes, eran los tiempos en que la gente se tomaba la molestia de calcular cuanto tardaban las cartas o las postales en llegar para que llegaran justo a tiempo -excepto mi tío de color rosa que tenía la maldita costumbre de felicitar por telegrama con lo que nos pegaba unos sustos que para que os cuento-.
Imaginad, una carta tenía que llegar el día X de Galicia a Almeria, pongo por caso, había que salir a la calle, comprar la postal eligiéndola para la persona a felicitar, comprar sellos, escribirla y echarla al correo con los días contados. Evidentemente no era igual la tarjeta para un niño, en los casos que veis, yo, que para un joven o una mozuela. A veces uno se decía "pero bueno ¿que le he hecho yo a Pepito/a para que me envíe este horror? Pero, claro, para gustos se hicieron los colores aunque como decía otro de mis tíos "hay gustos que merecen palos".
Para los niños eran clásicos los animalitos y en mi caso los gatitos pues desde que era un macaco he tenido predilección por los felinos: del lindo gatito a la pantera negra, de Tom (el de Tom y Jerry, para los más jóvenes, el modelo de Rasca y Pica) al tigre de Béngala.
No sé, quizás os parezca una tontería esta entrada pero ver esas postales, me resulta acogedor, evocador de un mundo que se llevó el viento (aquí suena el tema de Tara) y que no supimos apreciar muchos de los que llegamos a vivir sus últimos coletazos. Me emociona pensar que un adulto se tomara todas esas molestias para felicitar a un chiquillo de cuatro o cinco años y que hoy, tantos años después quede esa muestra en una caja de lata, una carpeta o una caja de Romeo y Julieta, cuando ya ese adulto es, en mi memoria, una sombra nebulosa más recordada por las evocaciones de otros que por mi propio recuerdo.
Por cierto, la postal de exploradorcito tirolés solía llegar a cada casa cinco o seis veces al año y siempre despertando el mismo odio al fotógrafo, al niño gordo y al Tirol. He tirado a lo largo de mi vida no menos de cincuenta exploradorcitos tiroleses hasta que me di cuenta de que es un monumento a eso que llaman "lo kistch", o sea: el mal gusto intelectualizado y puesto en limpio.
domingo, 24 de enero de 2010
Gracias, Thiago
Esta entrada se debe a ti, Thiago. He leído la tuya de hoy, siempre lo hago, y algo has removido.
Con tus palabras has hecho algo que normalmente se evita hacer, como muy bien apuntas tú: bajar a poner los pies en el suelo. Hace once días que ocurrió el terremoto de Haití y, sin embargo, ni lo he mencionado en este marco. Demasiado grande para entrar aquí o quizás ¿demasiado cobarde el autor como para afrontar en serio la imposibilidad de comprender tanto dolor? Sin duda lo segundo.
Es más fácil esconder la cabeza, pensar que son cosas que ocurren lejos, que, afortunadamente, no conocemos a nadie allí, que menudo desastre de país. Alejar nuestro sacrosanto individualismo de aquello, buscar culpables, hacer reproches, quizás incluso, permitirse -mucha gente lo hace- un cierto desprecio hacía esos países que no producen gente rubia -o como decía una tía mía: presentable que puedes llevar a cualquier sitio-. La cuestión es huir. Para eso inventamos cualquier cosa, incluso un blog. ¿Por que? Supongo que por que somos humanos y levemente conscientes de que no podemos soportar todo el dolor del mundo en unos hombros, pero también por que mirando hacia otro lado ante problemas aparentemente lejanos nos entrenamos para hacer lo propio con los cercanos. Así nos será más fácil no tener que socorrer a nadie en carretera o no escuchar a un amigo en un problema, no visitar a nuestra abuela en el sanatorio o la residencia o no acompañar a alguien en una sala de urgencias por que quieres ver el partido.
Creamos un universo individual a nuestro placer y lo que no encaja, lo negamos. Eso he hecho yo y todos cuantos no hemos mencionado Haití, que no voy a ser yo el único. Eso sí, corrí a recoger imágenes de una hermosa mujer que murió hace unos días a los 80 años. Como dijo Felipe IV: me da miedo mirarme en los espejos.
He vuelto, sin querer, al yo. No es ese el tema. El tema es el dolor, la pérdida, la desolación física, mental y espiritual de un país. El tema es el esfuerzo de quienes se están dejando el alma en la ayuda a ese país, es la impotencia de quien a pesar de sus esfuerzos sólo encuentra cadáveres, es la grandeza de un bebé que sobrevive o un hombre que ha perdido todo menos su familia y dice que no tiene importancia, es la iniciativa de recoger niños y cuidarlos sin tener nada. Más que todo es el dolor de vivos y muertos, cercanos y lejanos. Un sufrimiento inútil ante el que no podemos hacer nada sino dejarlo entrar en nosotros simplemente para ser humanos. Precisamente nuestra condición de humanos es lo que negamos al mirar para otro lado, y precisamente nuestra condición de humanos es lo que nos devuelven esos hombres y mujeres con -perdón por la expresión- los cojones suficientes como para dejar comodidad, su familia, su cotidianeidad ajena a todo para compartir y ayudar de verdad a aquellos otros humanos que tuvieron la desgracia de nacer en el país equivocado. Gracias a ellos podemos levantar la vista y decirnos: vale, yo no valgo nada, pero hay alguien de mi especie, de mi país, de mi ciudad que sí. Entonces pensamos que quizás valga la pena la condición humana, pero sólo por esos hombres y mujeres que sacan lo mejor de sí mismos y lo ponen a disposición de desconocidos que lo necesitan.
Yo tengo la costumbre de encender una vela cuando se producen estas catástrofes, sé que para muchos no tiene ningún sentido, sé que muchos presumimos de ateismo cuando sólo estamos en desacuerdo con la realidad religiosa que nos rodea, sé que muchos no creemos en nada, pero espero que comprendáis el gesto símbolico de encender esta vela que inicia la entrada hoy aquí,. Como recuerdo a quienes sufren y como expresión de la gratitud por devolverme la condición humana volcándose con ellos he querido buscar lo que siempre he percibido como la máxima expresión de belleza y vida: la rosa. Nada hay más bello que una rosa y, por lo visto, nada hay más fuerte pues como especie es muy anterior a los dinosaurios. Así deben ser los corazones de esos hombres y mujeres.
sábado, 23 de enero de 2010
Un poco más solos
Esta mañana al cometer el acto suicida de encender la radio para escuchar los informativos, algo que hago con una inconsciencia inexplicable, como si fuera un acto intrascendente, además de las tonterías habituales (Haití aparte, obviamente) he oído que Jean Simmons ha muerto a los 80 años.
He de confesar que si mi primer amor fue, como ya queda dicho en este blog, una niña llamada Inma de Santis, la primera imagen femenina que me cortó la respiración fue Jean Simmons, en un glorioso primer plano en Espartaco, en una conversación con Sir Lawrence Olivier. No podía creer semejante perfección dominando la pantalla de un cine. Nunca he olvidado aquella sensación de perderme en un rostro ni aquel deseo de que la cámara siguiese allí indefinidamente, dejó de importarme Espartaco, su revuelta de esclavos y todo el imperio romano, lo que es mucho decir pues siempre he sido de pelis de romanos, que no de peplum, ahí se podía haber acabado la historia del cine para mí. Desgraciadamente la película seguía un laaaaarguiiiiiiisimo rato más, pero ella ya formaba, de algún modo, parte de mí.
Ellos y ellas, infumables Brando y Sinatra, como casi siempre por otra parte, se iluminaba con una Jean Simmons encarnando a una activista del ejército de salvación deseando perderse en La Habana y pervertirse con Marlon. Una joven Isabel Tudor en aquella cosa titulada La reina virgen era el único aliciente del film. No pretendo ser crítico sino sólo decir lo que, en su momento me parecieron esas películas.
Recuerdo de nuevo mi pasmo al encontrarla en Hamlet, una Ofelia, que de haber sido como ella dudo mucho que Hamlet se hubiera planteado tonterías como la del ser o no ser, con mis respetos a Don William, prodigiosa. Salvo unas contadas películas lo cierto es que no tuvo grandes papeles, no por la calidad de los mismos sino por la de las películas, una lamentable cinta Desiré de nuevo se salvaba por verla a ella, quizás demasiado aristocrática para el cine americano, quizás demasiado elegante para la visión hollywoodiana del mundo, quizás demasiado exquisita para el cine europeo de entonces, la recuerdo siempre por encima de los papeles que le adjudicaban, Ofelia aparte, claro.
Jean Simmons sólo podía compararse a tres grandes damas, las tres europeas: Vivien Leigh, Deborah Kerr y Audrey Herpburn. Con ellas te podías creer que la aristocracia y la sangre azul eran algo más que convenciones sociales, te podían llevar a bailar en el palacio de invierno o en Le Petit Trianon, con ellas ibas a un rincón perdido de Puerto Vallarta, a una Roma decandente buscando un gigolo, a una escalera de incendios en New York o a las sórdidas cloacas de la Antigua Roma. Ninguna nos queda ya. Ha habido y hay actrices de grandísimo nivel pero ninguna como ellas. Jean, al ser un poco más mía, al haberme despertado los sentidos a la pura belleza, me deja hoy un poco más solo, como a todos aquellos que la amamos de alguna manera.
Lamentable me resulta que la mayoría de las generaciones posteriores la recordarán por el papel secundario que hizo en El pájaro espino, serie de infaustísimo recuerdo. Para mi siempre será la joven romana de Espartaco o, como mucho, Ofelia.
He de confesar que si mi primer amor fue, como ya queda dicho en este blog, una niña llamada Inma de Santis, la primera imagen femenina que me cortó la respiración fue Jean Simmons, en un glorioso primer plano en Espartaco, en una conversación con Sir Lawrence Olivier. No podía creer semejante perfección dominando la pantalla de un cine. Nunca he olvidado aquella sensación de perderme en un rostro ni aquel deseo de que la cámara siguiese allí indefinidamente, dejó de importarme Espartaco, su revuelta de esclavos y todo el imperio romano, lo que es mucho decir pues siempre he sido de pelis de romanos, que no de peplum, ahí se podía haber acabado la historia del cine para mí. Desgraciadamente la película seguía un laaaaarguiiiiiiisimo rato más, pero ella ya formaba, de algún modo, parte de mí.
Ellos y ellas, infumables Brando y Sinatra, como casi siempre por otra parte, se iluminaba con una Jean Simmons encarnando a una activista del ejército de salvación deseando perderse en La Habana y pervertirse con Marlon. Una joven Isabel Tudor en aquella cosa titulada La reina virgen era el único aliciente del film. No pretendo ser crítico sino sólo decir lo que, en su momento me parecieron esas películas.
Recuerdo de nuevo mi pasmo al encontrarla en Hamlet, una Ofelia, que de haber sido como ella dudo mucho que Hamlet se hubiera planteado tonterías como la del ser o no ser, con mis respetos a Don William, prodigiosa. Salvo unas contadas películas lo cierto es que no tuvo grandes papeles, no por la calidad de los mismos sino por la de las películas, una lamentable cinta Desiré de nuevo se salvaba por verla a ella, quizás demasiado aristocrática para el cine americano, quizás demasiado elegante para la visión hollywoodiana del mundo, quizás demasiado exquisita para el cine europeo de entonces, la recuerdo siempre por encima de los papeles que le adjudicaban, Ofelia aparte, claro.
Jean Simmons sólo podía compararse a tres grandes damas, las tres europeas: Vivien Leigh, Deborah Kerr y Audrey Herpburn. Con ellas te podías creer que la aristocracia y la sangre azul eran algo más que convenciones sociales, te podían llevar a bailar en el palacio de invierno o en Le Petit Trianon, con ellas ibas a un rincón perdido de Puerto Vallarta, a una Roma decandente buscando un gigolo, a una escalera de incendios en New York o a las sórdidas cloacas de la Antigua Roma. Ninguna nos queda ya. Ha habido y hay actrices de grandísimo nivel pero ninguna como ellas. Jean, al ser un poco más mía, al haberme despertado los sentidos a la pura belleza, me deja hoy un poco más solo, como a todos aquellos que la amamos de alguna manera.
Lamentable me resulta que la mayoría de las generaciones posteriores la recordarán por el papel secundario que hizo en El pájaro espino, serie de infaustísimo recuerdo. Para mi siempre será la joven romana de Espartaco o, como mucho, Ofelia.
lunes, 18 de enero de 2010
Mi tío
Yo tenía un tío de color rosa. Sí, era de un color rosa fuerte como si acabara de salir de un baño muy caliente. Sé que era de color rosa por que mi alcoba quedaba enfrente del baño y un día le vi afeitarse sin camisa. Era de color rosa. La familia va, cromáticamente hablando, del macilento amarillo cetrino al bronce agitanado pasando por cierto grado de palidez más o menos sana, pero ¿rosa? Ni los bebés de mi familia son de color rosa. El caso es que no lo parecía. Vamos a ver. Tenía una cara normal, bueno casi. Lo cierto es tampoco era una cara muy normal. Era un joven, a la sazón contaría unos veintimuypocos años, que tenía pretensiones de santo de manera que llevaba como signo distintivo con respecto de los demás mortales una mirada hacia arriba, como de éxtasis –éxtasis místico, no del otro, no se había inventado todavía-, tenía la cara fina, ojos grandes, y gesto de mártir, caminaba de un modo que era lo más parecido a levitar y, de vez en cuando, bajaba la vista con un gesto de humildad y sonrojo. Bueno, todo eso no hubiera tenido importancia si hubiera habido algo de verdad en ello, no era el caso. Era una elaborada pose para justificarse, había intentado la vida religiosa pero no mediante seminario y demás sino entrando en la orden cartuja, cuya dureza a punto estuvo de hacerle perder el seso –si alguno había tenido alguna vez- y como toda la familia le advirtió no le quedó otra –según su punto de vista- que hacer el papel de hombre llamado por Dios pero a quien fallaba su cuerpo, que era de color rosa, un mártir. Recuerdo su “retención de orina”, su aire de martirio cuando se retiraba al lavabo antes de comer por que en casa no se bendijo nunca la mesa, recuerdo su aparecer y su desaparecer sin despedirse, recuerdo la Nochebuena que pasó en casa obligándonos a oír una y otra vez un disco con una misa grabada y recuerdo como un día nos dimos cuenta de que hacía años que no sabíamos nada de él.
Mi tío de color rosa tenía más pluma que cuatro gallineros, más amaneramientos que una legión de malos imitadores de gays y más ñoñerías que un colegio de niñas bien de casa mal, que se decía en años muy anteriores a mí. Pero, ah, no era gay. Claro que eso lo supimos muchos años después, cuando volvimos a saber de él fugazmente por algo que nos dijo alguien que le habían dicho.
Las familias son como enfermedades: por muchas vueltas que des siempre acabas topándote con alguna y, además, suelen ir asociadas. Siempre te encuentras con quien no te apetece en el entierro o velatorio de alguien. Es un axioma ineludible. Así, inexorablemente, me volví a encontrar con mi tío de color rosa en un hospital, otro pariente estaba a punto de morir. Habían pasado más de treinta años pero no me costó reconocerle con su expresión de iluminado mirando treinta centímetros por encima de tu cabeza, como si un coro de ángeles se le revelara en un rompimiento de gloria, como un santo asceta consumido por la visión divina, como quien tiene una buena excusa para no cuidar del enfermo, para no relacionarse con su gente, para no sentir nada por nadie. Su familia no es de este mundo. Buena excusa, pensé, para quien se lo crea, pero como decía la Marquesa de Vegallana, yo “soy tambor de marina”. Ese alguien que nos dijo que le habían dicho nos había puesto al día de que la vida del místico o del asceta que interpretaba mi tío de color rosa había sido de todo menos ejemplar. Claro que así se hicieron los santos pero ninguno de ellos ejercía de santo en vida a diferencia de él que se hubiera puesto sin muchos remilgos la coronita y subido a la peana a poco que alguien se lo hubiera sugerido. Así tuve la suerte de volver a perder de vista a mi tío de color rosa durante unos cuantos años más.
Hace unas semanas supe que mi tío de color rosa ha perdido la cabeza. Es curioso por que en mis familias todos estamos “mu centraos” de toda la vida, podemos estar pirados pero “mu centraos”, claro que tampoco somos de color rosa. Y uno, cargado de mala intención, se pregunta si alguna vez tuvo la cabeza en su sitio o si ha terminado creyéndose su propio papel que le fue útil para echarle cara al asunto y vivir del cuento. Y uno se pregunta, lleno de mala intención, si el color rosa era algo más que un tono de piel y su actuación de elegido por La Llamada no quería enmascarar un rosa más profundo, si esa Llamada no era sino una manera de escapar a una verdad más carnal y, entonces, marginal. Y uno no sabe si seguir pensando que mi tío además de rosa era gilipollas o sentir lástima de un hombre que quizás sí era de color rabiosamente rosa más allá de la epidermis.
Mi tío de color rosa tenía más pluma que cuatro gallineros, más amaneramientos que una legión de malos imitadores de gays y más ñoñerías que un colegio de niñas bien de casa mal, que se decía en años muy anteriores a mí. Pero, ah, no era gay. Claro que eso lo supimos muchos años después, cuando volvimos a saber de él fugazmente por algo que nos dijo alguien que le habían dicho.
Las familias son como enfermedades: por muchas vueltas que des siempre acabas topándote con alguna y, además, suelen ir asociadas. Siempre te encuentras con quien no te apetece en el entierro o velatorio de alguien. Es un axioma ineludible. Así, inexorablemente, me volví a encontrar con mi tío de color rosa en un hospital, otro pariente estaba a punto de morir. Habían pasado más de treinta años pero no me costó reconocerle con su expresión de iluminado mirando treinta centímetros por encima de tu cabeza, como si un coro de ángeles se le revelara en un rompimiento de gloria, como un santo asceta consumido por la visión divina, como quien tiene una buena excusa para no cuidar del enfermo, para no relacionarse con su gente, para no sentir nada por nadie. Su familia no es de este mundo. Buena excusa, pensé, para quien se lo crea, pero como decía la Marquesa de Vegallana, yo “soy tambor de marina”. Ese alguien que nos dijo que le habían dicho nos había puesto al día de que la vida del místico o del asceta que interpretaba mi tío de color rosa había sido de todo menos ejemplar. Claro que así se hicieron los santos pero ninguno de ellos ejercía de santo en vida a diferencia de él que se hubiera puesto sin muchos remilgos la coronita y subido a la peana a poco que alguien se lo hubiera sugerido. Así tuve la suerte de volver a perder de vista a mi tío de color rosa durante unos cuantos años más.
Hace unas semanas supe que mi tío de color rosa ha perdido la cabeza. Es curioso por que en mis familias todos estamos “mu centraos” de toda la vida, podemos estar pirados pero “mu centraos”, claro que tampoco somos de color rosa. Y uno, cargado de mala intención, se pregunta si alguna vez tuvo la cabeza en su sitio o si ha terminado creyéndose su propio papel que le fue útil para echarle cara al asunto y vivir del cuento. Y uno se pregunta, lleno de mala intención, si el color rosa era algo más que un tono de piel y su actuación de elegido por La Llamada no quería enmascarar un rosa más profundo, si esa Llamada no era sino una manera de escapar a una verdad más carnal y, entonces, marginal. Y uno no sabe si seguir pensando que mi tío además de rosa era gilipollas o sentir lástima de un hombre que quizás sí era de color rabiosamente rosa más allá de la epidermis.
miércoles, 13 de enero de 2010
El desprecio
Últimamente he estado viendo demasiada televisión, oyendo demasiada radio y leyendo demasiados periódicos y he llegado a la conclusión de que los gerifaltes de los medios en realidad no trabajan, no. Ojo, no hablo del pobre currito que cobra cuatro duros, no, hablo de los altos ejecutivos, los cargos, quienes dirigen las líneas directrices de esos medios. Ya sabemos que cada medio tiene un Amo a quien debe obediencia y que parte de esas líneas directrices vienen determinadas por el axioma de “quien paga, manda, y quien me pone un piso en Miami, manda más”. Sin embargo, no quería hablar de eso hoy. Decía que, en realidad, no trabajan. En sus puestos de trabajo lo que hacen es reírse a carcajadas de la canalla inferior que se traga la pura bazofia de sus medios. Esa gente ha estudiado y no precisamente en el colegio municipal –si fuera de esa clase no tendría poder de decisión-, esa gente ha ido a los mejores colegios, la mayoría con becas que se pagan con los impuestos que se cobran a los que sí tienen que ir a los colegios públicos, esa gente, ha sido también becada y con el mismo dinero para estudiar en el extranjero, han hecho masters, viajes de estudios y más masters y viajes de estudios. Quiero decir que no son cuatro analfabestias, nuestro dinero nos costó que no lo fueran, y todo eso para ofrecer al público –además de la información convenientemente manipulada pues repito que quien paga manda- cosas como quien se acuesta con quien, quien deja de acostarse con quien, que música les pone no sé que entrenador a sus muchachos, que se dice que una diputada ha dicho que podría ser qué, una colección interminable de cocineros dando recetas de cocina –en un país o de gente mayor que no puede comer prácticamente más que sopitas y buen vino o de gente con problemas de peso, el conjunto de ambos colectivos debe ser un 80 por ciento de la población como mínimo-, o que en Valdenabos del Marquesado de Sade ha nevado veinte centímetros, eso sí, todas estas “grandes noticias” las repiten una y mil veces, letra por letra, imagen por imagen durante días y días y días y días. ¿Os imagináis lo que se deben reír de la vil canalla que se emboba ante un programa de radio que no es sino la trasmisión de una charla tabernaria de machos medio borrachos, que dispara la audiencia cuando una individua suelta improperios e insultos como una ametralladora –no es ella la culpable, en la mayoría de los casos no dan para más-, que medita como ante Las Escrituras ante artículos sobre los calcetines de un futbolero, eso sí llenos de faltas de ortografía? Cada día se ríen más y eso ha generado un profundo desprecio al espectador-lector que sigue pagándoles su casa, su apartamento e incluso sus diversas aficiones (leedlo en el peor sentido). Eso es lo que se respira en los medios: desprecio que hace que se ponga la misma película en el mismo canal dos veces en quince días, que se cambien sin previo aviso las programaciones, que las músicas se interrumpan por que al locutor se le ha ocurrido una gracieta, que –esto me acaba de ocurrir- en un vídeo de la edición digital del periódico más leído del país te cuelen un anuncio, señores, el vídeo era, lamentablemente, sobre el terremoto en Haiti; ese desprecio hace que se mantenga en su puesto de trabajo a un señor que ante el atroz tsunami de hace cinco años su única preocupación fuera como iba a repercutir en las audiencias de Oprah Winfrey el hecho de que el novio de uno de sus competidores hubiera muerto en la catástrofe. Podría seguir durante días enumerando pero no nos llevaría a ninguna parte. Claro que la pregunta surge inmediata e inquietante, si los receptores de los medios prefieren revolcarse en ese fango (dicho en fino) ¿acaso merecen otra cosa?
domingo, 10 de enero de 2010
¡Que bonito es el invierno!
¡Que bonito es el invierno! Me cago en la XXXX madre del invierno, de las borrascas polares, siberianas y árticas, en los vientos de componente norte, de los de componente sudoeste, en las caídas de las temperaturas, en las lluvias, las aguanieves y las nieves, en las placas de hielo, en los catarros, las gripes A, B o Z, los enfriamientos, los dolores de huesos, los moqueos, las congelaciones, en los días enteros con las luces encendidas, las nubes, los soles engañosos que parecen de agosto y son una trampa para asesinar a incautos, en los barrizales helados, y sobre todo, por encima de todo en los que dicen en mayo: "pues este invierno no ha hecho frío". Creo que esa frase justifica el asesinato.
¡Que disfrutéis del invierno! a ser posible junto a una buena chimenea, comiendo en condiciones (o sea: nada de berzas y filetitos a la plancha) y con alguien que os quiera al lado por que como no sea así el invierno no es una estación es, con perdón, una putada de tres a cinco meses de duración. Por algo rima con infierno.
Por cierto: ¿alguien concibe su vida sin Forges como banda humorística de su vida?
domingo, 3 de enero de 2010
Los Reyes Magos
Lo confieso: tengo debilidad por la fiesta de Reyes. Sí, ya sé que tengo una edad cuasi provecta que debería inmunizarme ante esta fecha pero no quiero. Seguro que a quienes me rodean y me leen les parezco ridículo con mi gusto por los lazos, los papeles de colores y los regalos bien envueltos, con esa costumbre de tener un detalle para todo el mundo, con que me quede clavado en el sillón viendo la Cabalgata, con que deje mis zapatos aun sabiendo que no van a estar ahí mis regalos si alguno hubiera a la mañana siguiente. Sí, comprendo que no parece propio de un hombre sin hijos y a las puertas de una senectud algo prematura pero senectud al fin y al cabo. Comprendo que se me puede tachar de inmaduro, de infantil, de descerebrado pero sólo soy un rebelde, como Sagunto, Numancia, Zaragoza y Troya. No quiero dejar de hacer todo eso por que los Reyes Magos son algo más que un intercambio de objetos más o menos caros y/o deseados, hecho con más o menos buena intención (a la vista de algunos regalos se duda de ello), más o menos que un montaje para niños. El día de Reyes debería celebrarse el día Internacional del Derecho a Ilusionarse, a esperar que algo cambie nuestra vida para bien, a creer firmemente que puede ocurrir un pequeño acontecimiento que quite algún pedrusco del camino. Eso es lo que quiero celebrar ese día y esa noche: el derecho a ilusionarme con la posibilidad, el derecho a soñar en suma. No a soñar con “si me tocara la primitiva” o “si me ascendieran y me subieran el sueldo”, no, nada tan concreto, sólo el derecho inalienable a sentir ilusión por envolver un regalo, desenvolver otro, arrancar una sonrisa, ver unos ojitos abiertos como platos, cortar el roscón esperando que te toque la sorpresa. El derecho inalienable de escapar de la sordidez en la que pretenden hacernos vivir, de soñar aunque sólo sea con el hecho de que seamos capaces de ilusionarnos con una postal, un caramelo o una vida menos difícil.
Sin embargo, la gente se empeña en regodearse en la podredumbre de una vida sin ese privilegio de la condición humana que es la capacidad de ilusionarse unos pocos segundos y, poco a poco, va acabando con los restos de ella. No tardarán mucho en lograrlo, cada día de Reyes es un poco más oscuro, más realista, más anodino. Ganarán la batalla, por que el mal siempre gana las batallas y las guerras, ganarán por que la comodidad se impone, ganarán por que siempre vence la materia económica a lo importante. No quisiera vivir en un mundo en el que la ilusión de un instante se haya perdido o visto reducida a los párvulos. No quisiera vivir en un mundo en el que el momento de una sonrisa no sea buscado. No quisiera tener que vivir en el mundo en que vivo.
Sin embargo, la gente se empeña en regodearse en la podredumbre de una vida sin ese privilegio de la condición humana que es la capacidad de ilusionarse unos pocos segundos y, poco a poco, va acabando con los restos de ella. No tardarán mucho en lograrlo, cada día de Reyes es un poco más oscuro, más realista, más anodino. Ganarán la batalla, por que el mal siempre gana las batallas y las guerras, ganarán por que la comodidad se impone, ganarán por que siempre vence la materia económica a lo importante. No quisiera vivir en un mundo en el que la ilusión de un instante se haya perdido o visto reducida a los párvulos. No quisiera vivir en un mundo en el que el momento de una sonrisa no sea buscado. No quisiera tener que vivir en el mundo en que vivo.
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