La
muerte impone urgencias, encuentros, recuerdos deseados o no, rituales,
conversaciones, pésames y, a veces, algunas palabras sinceras deseadas o no.
Todo inevitable, casi previsto, poco menos que como una función bien ensayada,
al margen de los actores, al margen de Rogelio que aterrizó en la realidad ya
en el ruinoso cementerio del pueblo donde, como los elefantes, todos los
vecinos querían descansar, por mucho piso de doscientos metros en Park Avenue
que poseyeran. Hasta entonces la función, extrañamente ajena y envolvente se
desarrolló según lo previsto con notable éxito de público, a decir verdad, no
faltó nadie al tanatorio como a la ya olvidada romería del pueblo. Isa y Elías
tardaron en llegar, Jesús, en cambio, apareció de los primeros con expresión
sombría y silencioso, se sentó ante el cadáver de su madre cuya cara se fue
poniendo morada por el derrame –“como le pasó a él después de aquella hostia”
pensó fugazmente su padre- y allí recibió pésames y abrazos con monosílabos de
hijo devastado pero lo cierto, y Rogelio lo sabía, es que ni siquiera intentaba
sentir algo salvo el odio profundo hacía él cuando se veía obligado a mirarle.
Lo sabía por qué él tampoco sentía nada por mucho que se esforzara salvo cierto
apetito carnal cuando apareció la novia de su hijo; moza de escasas telas y
frondosa de carnes prietas, pujantes y con ella la sombra del “se la podría
quitar” que ni siquiera llego a formarse en su cerebro casi desconectado aunque
a punto estuvo. Pésames, apretones de manos, abrazos se sucedían sin que
llegara a saber del todo qué estaba haciendo ni menos aún a quien estaba
saludando por más que le sonara alguna que otra cara como la de la señora del
pelo lila tan elegantona, alguien murmuró el nombre de Antonia, pero ni
siquiera lo relacionó con ella.
Sin
embargo, tras el caos inicial, la muerte trae la imperiosa necesidad del orden.
Tirar ropas, escoger recuerdos, arreglar papeles, hacer en suma desaparecer lo
antes posible la memoria del difunto de la vida cotidiana, hacer huecos en los
armarios y poner marcos a viejas fotos antes de olvidarlas. A estas tareas
quería dedicarse Rogelio solo durante los días libres pero las cosas no iban a
resultar como preveía. Tras una semana de de locos poniendo en marcha de nuevo el
bar, buscando cocinera sobre todo, se disponía a dedicar el día libre a esos
asuntos tranquilamente, pero no iba a ser así. A las ocho de la mañana con
puntualidad suiza comenzaron a patear la puerta con una violencia un tanto
desaforada. Era Jesús que se presentó para ayudar a su padre, eso fue, al
menos, lo que dijo al llegar, pero pronto aquella idea pasó a la historia para
convertirse en una escena desagradable en la que dejó claro que la mitad de
todo era suya pues nadie quiso preocuparse de evitar que pudiera ocurrir algo
semejante. Además, no se limitaba al efectivo, sino al negocio y al piso y no
admitía más que efectivo. Había que
vender, liquidar definitivamente el asunto sin opción ni negociación. Rogelio nunca
había pensado encontrarse en una situación así y, por si fuera poco, ni
siquiera podía comprender el resentimiento y el odio acumulados e implacables
de su hijo a quien apenas reconocía. Ni pudo, ni supo, quizás no fue capaz ni
lo hubiera sido nunca –eso es lo que tienen los machos alfa, los “primus inter
pares”, que engañan mucho-. El caso es que se dejó avasallar de un modo
vergonzante.
-La
alhajas –todo bisutería más o menos buena- te las quedas, siempre podrás
regalarlas a alguna de tus putas. A lo mejor te hacen descuento.
Aquello
acabó de vencerle. Uno de sus más queridos recuerdos paternales era el del
decimocuarto cumpleaños de de Jesús, ya todo un mocetón para su edad; al volver
de casa de Elías e Isa donde se habían soplado las velitas y todo eso que
conlleva una celebración familiar, le cogió por los hombros y le llevó al
burdel, como hizo su padre con él, allí le entregó a La Paca: “Trátamelo bien,
que va de estreno”, dijo a la madura profesional conocida por ser una de sus
especialidades habiendo desvirgado hasta a tres generaciones familiares del
barrio, sin tener en cuenta el sonrojo del chico. Él se metió en la habitación
con una de tantas y al salir tuvo que esperar hasta que La Paca abriera la puerta
con una sonrisa cómplice. Al cobrarle la mujer le susurró: “menudo semental has
criao, cabrito”.
Ahora
revolvía cajones como una bestia; que buscaba algo estaba claro, lo que no
podía imaginar Rogelio era cual era el objeto de la búsqueda hasta que le oyó
gritar.
-Aquí
estás, cabrona, por fin. Mira, padre.
-Se
sentó a su lado con una viejísima lata de dulce de membrillo que contenía ¡oh
sorpresa! Diversos papeles de banco y una cartilla de ahorros de la que él no
tenía noticia y menos aún de la cifra que constaba allí. Con aquello se habría
podido hacer la reforma del bar pero por todo lo alto.
-Ya,
pero mira a nombre de quien está –tardó bastante en asimilar lo que veían sus
ojos: ni él ni Jesús figuraban como titular.
-Vamos ahora
mismo al banco, a ver qué pasa con esto.
Y
Rogelio se dejó arrastrar, literalmente, por aferrado como por una garra por la
mano de su hijo que clavaba con ganas sus dedos en el brazo.
En
esencia el asunto era muy sencillo aunque Jesús necesitara un par de
aclaraciones y Rogelio no lograra comprenderlo por mucho que se lo explicaran.
Se negaba a admitir lo que tenía ante los ojos. Quizás no había querido nunca a
su mujer pero siempre había confiado en ella ciegamente. Otra mirada podría
decir que no, que lo que había hecho era desentenderse bajo la máscara de una
confianza a prueba de bomba; y aun otra más podría añadir que no concebía que
una mujer fuera capaz de tener idea alguna. Claro que ¿a quién iban a
importarle esas miradas?
Un
antiguo amigo de Jesús era el director de la sucursal y como, al fin y al cabo,
estaba ante los herederos de la finada quizás se extralimitara en sus
informaciones, y eso que el asunto, repito, era fácil: cuenta corriente a nombre
de las dos hermanas y Elías, ingresos regulares y, a menudo, considerables y
pagos también considerables pero que nada tenían que ver con el bar. Academias,
viajes, universidades, masters, trajes y hasta un par de utilitarios. La cuenta
se había vaciado el mismo día del entierro -lo que explicaba por qué llegaron
tarde-, unos nueve millones. Sobre esto Luisa había suscrito un seguro de vida
en el banco cuyos beneficiarios eran sus sobrinos, Quizás sobre este punto –les
dijo en confianza- se pudiera pleitear pero les iba a salir, aun ganando, como
mucho lo comido por lo servido, en frase mil veces oída en boca de luisa al
echar cuentas. Ahora lo entendía de otra manera: lo servido por ellos y lo
comido por el hijo de puta del Elías. Lo único que le quedaba era la casa y el
bar, a estas alturas un dado en medio de rascacielos. Desencajado, Jesús
masculló con aire de fiera herida:
-Quiero
la mitad de todo pero ya.
No hubo
razonamiento posible y en menos de un mes se vio obligado a malvender casa y
negocio para partir en dos y que Jesús lograra perder de vista a su padre para
siempre como así fue. Afortunadamente su parte le alcanzó para un pisito de una
alcoba en un barrio lleno de cementerios y el nuevo propietario del bar le
cogió de camarero casi como “souvenir” del local, al fin y al cabo necesitaba
seguir cotizando, al menos un par de años más como mínimo. No se había dado
cuenta de la edad que tenía, enquistado en una vida inamovible que fingía una
juventud sustentada por su buena salud y su buena planta. En pocos meses su
mundo se había puesto patas arriba y no tardaría en pasarle factura.