Revisando y haciendo limpieza me he encontrado este viejo relato, ni siquiera lo he corregido por que me da la impresión de que, a pesar de los veintitantos años que tiene, sigue lamentablemente vigente. De hecho, de vuestra opinión depende que lo corrija, ponga al día e incluya en "mi antología" o no. Ahì os dejo con él.
El viajero regresa a
casa cansado y sudoroso. Sube las maletas, un par de bolsas casi destrozadas
con ropa sucia y poco más, y se sienta en su cama un momento. Enciende un
cigarrillo por primera vez desde hace mucho tiempo sin tener que preocuparse
por disparos ni bombardeos. En el espejo del armario abierto ve sin querer las
huellas de esos meses en la ciudad sitiada, está más delgado, más enjuto y
anguloso, como cuando tuvo aquella temporada de dejarse el alma en el gimnasio.
También está más moreno; la verdad es que tiene un aspecto bastante desastrado,
por utilizar un término suave. Pelo largo, no demasiado limpio, manos
pegajosas, barbas de una semana, ropa que ya no merece tal nombre y el olor
impregnándolo todo.
Ya casi no cree
posible que el olor se vaya alguna vez, no tanto de sus ropas como de su nariz.
Es el resultado de las especias almacenadas en los sótanos junto al hangar, o
lo que demonios fuera aquello, donde tuvieron que refugiarse de aquel último
ataque, mezclado con los olores de la sangre, los muertos y los excrementos de
los enfermos. El calor era agobiante y el sudor también se combinaba con otro
olor, el del miedo. ¿O era solo la mezcla lo que él creía el del miedo?
Por alguna razón le
preocupa su aspecto, como cada vez que vuelve de sus corresponsalías
especiales. Una ducha, unas bolsas con ropa vieja en la basura y listo para
empezar otra vez. Sin embargo, hoy no le parece que sea como las otras veces,
aunque todo es igual, su vieja casa, los muebles impersonales, los sonidos del
patio y hasta la sensación de angustia al recuperar las comodidades habituales
y las habituales obligaciones. Todo parece inmutable, incluso la agenda con los
teléfonos de los amigos y las amantes más o menos fugaces, más o menos leales,
más o menos importantes. Ahí están todos, los unos y las otras, como siempre.
Tiene que llamar a su
familia, por lo menos que sepan que ha vuelto, pero no se sentiría a gusto
haciéndolo con este aspecto. Apaga el cigarrillo y se mete en la ducha. Bajo el
chorro de agua caliente, muy caliente, se enajabona con meticlusidad casi
obsesiva sin conseguir arrancarse el olor que, por el contrario, parece
taladrarle el cerebro pacientemente. Quizás con el tiempo se vaya quitando poco
a poco, pero lo duda mucho.
Envuelto en un mullido
albornoz llama un par de veces deseando colgar y meterse en la cama aunque sabe
que, seguramente, no podrá dormir.
Sin embargo, duerme un
sueño pesado y pantanoso en una cama por primera vez en mucho tiempo. Despierta
en lo profundo de la noche con el olor sofocándole y empapado en sudor. No,
este regreso no es como los otros, quizá por la jovencita ametrallada en la
última carrera hacia el avión, el último avión, con su melena negra ondeando y
cubriéndole la cara en el instante del espasmo final como los tiros cubrieron
el grito. Lo más probable es que no, que sólo sea el cambio de hora, o hambre,
ahora recuerda que hace demasiado tiempo que no come, o frío.
Se levanta de un
salto, como un gato asustado, y se viste. Conoce un bar de carretera a menos de
media hora, justo en la salida de la autopista, que está abierto toda la noche
y donde no hay que aguantar a los señoritingos trasnochadores, pijos gastando
el dinero de papá, o aprendizas de furcias amateurs. Allí paran los que
trabajan, gente real aunque ni ellos mismos se lo crean.
A las cuatro de la
mañana la ciudad está casi desierta y apenas se cruza con cuatro o cinco coches
que la atraviesan como él, a toda marcha y sin mirar los semáforos. En una
acera vacía una mujer con tacones altos pasea. ¿Es una profesional, una amante
abandonada, una noctámbula solitaria o un travesti?. Más adelante dos hombres
pelean mientras otros miran y ríen. De un coche sale una música a todo volumen
y una botella de cerveza que se estrella contra el asfalto. Unos muchachos
ensayan patadas de karate arrancando papeleras y, por alguna parte, suena la
sirena de una ambulancia.
Junto a la carretera,
que apenas deja atrás las manzanas del barrio y las chabolas, aparecen las
luces llamativas pegadas a una gasolinera. Ante ellas están los camiones de
frutas y pescados, furgonetas y utilitarios de quienes entran a tomar un café,
un bocadillo o una copa de orujo para calentar el estómago.
El hombre de cara
triste y sonriente de detrás del mostrador habla con los habituales y le saluda
al reconocer al tipo raro que, de vez en cuando, se deja caer por ahí.
Pide un café y un
bocadillo de jamón. Mientras espera intenta recuperar el olor de aquel local,
agrio de humo enfriado a esas horas y espeso de conversaciones y alcohol
barato. El pan está duro y el jamón es salmuera, no hace dos días no lo habría
notado aunque se lo hubieran dicho. Al menos el café está caliente y los
clientes sigue charlando, como siempre, de las mismas cosas, sólo que ahora no
suenan igual.
Dos cuarentones
fornidos discuten sobre la buena o mala gestión del presidente de un club de
fútbol; otros, algo más jóvenes, tratan el tema de un jugador que no ha sido
llamado por el seleccionador y, más allá, un joven que todavía lleva el sello
de quinto habla, poniendo el alma en ello, de las motos que, posiblemente, no
sabría conducir.
Resulta, a pesar de
todo, confortable oírles perdidos es su propio marasmo, cómodamente satisfechos
y felices -o desgraciados- por asuntos de dioses, ídolos de pies de algo peor
que el barro, con sus fuertes muslos y sus bien repletas cuentas corrientes en
Dios sabe donde. Claro que eso mismo estaba ocurriendo no hace todavía un año
en aquel país del que salió tomando casi al asalto un avión que podía ser el
último.
Seguramente el jamón
le ha sentado mal. Su estómago es incapaz de soportarlo dentro y exige
expulsarlo rápidamente. Era un bocadillo espantoso, nada que ver con el
fogonazo que se le ha venido a la mente del soldado con las piernas arrancadas
dando gritos tirado en una calle que nadie cruzó por el tiroteo. Tampoco él.
Vomita en el lavabo no
demasiado pulcro y, por un momento, de allí brota el olor que sigue metido en
la nariz. Pide otro bocadillo y otro café que se toma sin prisa, procurando
charlar con sus vecinos de barra, aunque están demasiado interesados en las
marcas de un atleta yanqui como para hacer caso al melenudo con vaqueros que
necesita hablar en su propio idioma y que está sentado a su lado.
Pide una copa de coñac
barato, que es el único que se pueden permitir los clientes, y, aunque le
parece increíble, el alcohol va entonando su organismo estragado. Mirando la
copa como un adicto reflexiona sobre su ciudad, nació, creció, estudió, amó y
espera, llegado el momento, morir en ella. Ha sido siempre el centro donde
volver, pero ahora es diferente. No encuentra en ella sus referencias y hasta
se ha desorientado en su barrio. Por momentos le parece haber entrado en un
laberinto desconocido ideado por un escritor de ciencia-ficción, son pequeños
fogonazos ante una calle tranquila, una tienda o un jardín.
Al entrar en la noche
se han difuminado, como absorbidos por ella, la mayoría de los recuerdos anteriores
al viaje, la familia, tan presente al llegar a casa, apenas es ahora un grupo
de desconocidos unidos a él por una extraña red de vínculos ante cuya
comprensuón se confiesa impotente. Los amigos, aun los pocos íntimos, son
simples nombres que no puede relacionar ni con caras ni con lugares. Todas las
mujeres se han fundido en un solo ser sin forma ni nombre, las que poseyó y las
que amó, incluso la que amaba al partir, todas en una presencia ambigua y
excitante y, al mismo tiempo, sórdida y cenagosa.
Ha pasado la noche
casi del todo, el nuevo día se anuncia, antes que por la luz, por los coches y
los trabajadores. Los primeros bostezos de la ciudad que apenas lo parecen.
Allá no había bostezos ni camiones camino de los mercados, habían volado los
mercados y el sonido de los amaneceres era, y sigue siendo aunque él ya no lo
oye, los disparos de artillería o los bombardeos.
El sueño parece
acercarse a él, venciéndole. Paga la consumición y sale del bar, hace frío a
esas horas y el coche aparece como un reducto
caliente y cómodo, sin los ruidos de las conversaciones ajenas y excluyentes ni
los de las maquinitas tragaperras, como mucho puede oír un poco de buena música
en la radio. Pequeños placeres que casi había olvidado, a pesar de que,
mientras recorría las calles recién bombardeadas o veía correr a las gentes, le
parecía estar oyendo compases de las grandes sinfonías. Las músicas que habría
puesto si tuviera que montar las imágenes que mandaba; casi podía ver la escena
como la veían en sus casas los espectadores: la cámara siguiendo a una camilla
con alguien agonizando en ella, después las eternas imágenes de los niños
heridos con ojos asustados y, para terminar, le ven a él ante un edificio
derruido, la fachada de un hospital o un museo ardiendo, contando con frases
cortas, que no hablan nunca del olor ni del miedo que se respira, las novedades
en las que la mujer que cayó a su lado poco antes con un disparo en la sien no
es más que una unidad que añadir a la cifra que siempre va delante del verbo "han
muerto" y de su complemento "hoy".
Pero también puede ver
nítidamente las zapatillas, la bata, la lata de cerveza y la mueca de quien
recibe esas imágenes; puede hasta oír el "quita eso que nos van a dar la
cena" y el "clic" del mando a distancia buscando otro canal más
confortable. "Como si no tuviéramos bastante con lo nuestro".
Prefiere no pensar en
ello, como siempre. Es un trabajo que hace lo mejor que sabe, dicen que es
bueno, pero, en cualquier caso, él no puede hacerlo mejor. Lo que ocurra ante
las pantallas luminosas de los televisores, millones de cajas multicolores
emitiendo a la vez los mismos mensajes, es asunto de otros. También es asunto
de otros evitar o acabar con los objetos de sus reportajes. El no puede hacer
más. Así ha sido siempre, pero esta vez no vale. No consigue convencerse
mientras mira a la luz indecisa del amanecer a unos y otros salir y entrar del
bar hasta que le vence el cansancio y se queda dormido.
Ha sido un breve sueño
del que despierta sobresaltado, dolorido y confundiendo el tráfago de la
cercana autopista con las carreras hacia los refugios y el frío de la mañana
con la ambigua gelidez de los muertos y del miedo. Y el olor derramándose hasta
alcanzar impregnándolos todos y cada uno de los objetos que pueden resultarle
familiares, el encendedor, los guantes que quedaron olvidados en el coche antes
del viaje, el paquete de pañuelos de papel que tanto echó de menos en la ciudad
sitiada, los cassettes con la música pizpireta de Mozart, todos son ya parte de
ese olor que sólo le incita a escapar como sólo querían escapar los hombres y
mujeres de aquella ciudad. Ellos para sobrevivir, él, sin embargo, para
encontrar aire fresco. Les ha visto recurrir a los medios más ingeniosos y
también a los más ruines para salir de las calles desempedradas a fuerza de
bombas que eran un tiro al blanco de verbena para los francotiradores cuando no
se entrenaban sobre los patios de los colegios en los que cada mañana había
menos niños. Sabe, y ha sabido siempre, todo eso, incluso ha creído comprender
la angustia, el miedo y hasta el dolor de ser traicionados por los vecinos y
los amigos, pero ahora ve que no. Ahora es él quien necesita escapar del olor,
ya no es una jaula en la que le retiene su trabajo de donde quieren escapar los
otros, es él quien quiere salir de no sabe donde pero que siente como realidad
sin límites. Atrapado en un paisaje liso hasta los horizontes como en un cuadro
surrealista que parece extenderse según se avanza, pero es un paisaje dibujado
sólo con líneas y colores de olor.
A pesar de empezar a
resultarle difícil recordar o imaginar el mundo sin ese hedor envolvente, que
se concentra en el habitáculo cerrado del coche hasta hacerlo irrespirable,
consigue saltar hacia atrás, como si se remontase a un tiempo idílico perdido
para siempre, y llegar a las impresiones de verdura y humedad, y hasta un
regusto a hierbas aromáticas en el aire acogedor. Se pregunta si seguirá siendo posible para él dejarse
llenar los pulmones de aire sin partículas de miedo en suspensión aunque sea
una sola vez. Rememora trabajosamente, como entre las nieblas de los recuerdos
infantiles, el verdor de aquel parque junto al río donde hace poco más de dos
meses pudo leer poesía por última vez, en una ciudad despaciosa de piedras y
evocaciones.
La ciudad se remansa
en pequeñas plazas y calles angostas donde nada ha cambiado en siglos y el
pensamiento puede fluir despacio, entretenido en una reja, una ventana o la
imagen de una virgen magullada por el tiempo. La ciudad sigue allí, asentada
sobre su historia y su leyenda; aunque le cueste creerlo, siguen las piedras de
la catedral enmoheciéndose entre los contrafuertes, las enrejadas puertas
chirriando y los geranios creciendo, floreciendo y secándose a su tiempo. La
ciudad sigue allí con sus aromas fluviales y en sus jardines, encerrados, los
aromas de aquel aire.
La huida ahora tiene
un destino. Demasiado cansado para conducir hasta la ciudad, arranca el coche y
avanza rumbo a la estación. A media mañana sale un tren, zarpa un galeón
aventurero según lo siente, y necesita estar en él con la misma, o mayor,
desesperada angustia que le poseía al subir entre golpes y codazos al último
avión que despegó de la ciudad sitiada.
Los embotellamientos
habituales de las mañanas aún no han acabado y el trayecto hasta la estación
resulta una interminable sucesión de gentes encerradas en los exiguos espacios
de sus vehículos. Algunos leen, otros escuchan la radio acompañándola con el
rítmico golpeteo de sus dedos sobre el volante; éste parece ensimismado, aquel
vocifera a otro conductor que ha optado por ignorarle. A la derecha un señor
habla por teléfono desde su cochazo tapizado en cuero, detrás una joven sonríe
cargada de paciencia. Por un momento podría hacerse la ilusión de no haber
salido del atasco, tan igual a sí mismo, en los últimos meses. Podría, con gran
esfuerzo, si no fuera por el maldito olor que sigue entreverándose en humos y
tabacos.
La vieja estación
aparece sobre el paisaje de techos de automóviles y erguidos semáforos. Una
isla, quizás la de Robinson, de donde partir. También aquel último avión debió
parecer una isla entre la tempestad a aquella muchacha de sueltos cabellos
negros ondeando en el movimiento de la carrera brusca y definitivamente
interrumpida. Un disparo, un grito ahogado, y él reuniendo toda su voluntad
para no volver la vista. Una imagen menos que intentar borrar, bastantes cosas
tiene que olvidar, demasiados cadáveres en la memoria y demasiado cerca el
sonido de los cuatro jinetes. La vieja figura, tan vulgar para él en otro tiempo,
ahora le resulta asombrosamente comprensible: el hombre, encadenado y desnudo
ante cuatro caballeros armados sobre enloquecidas cabalgaduras, solo puede
esperar, gritar y oler la descomposición encerrada en las armaduras.
Alguien toca el claxon
pidiendo paso imperiosamente y, por la acera, las madres tiran de sus hijos
camino del colegio. Un grupo de adolescentes, vaqueros y bolsas multicolores,
cruzan la calle con el semáforo en rojo.
Por fin alcanza la
entrada del aparcamiento de la estación, está despejada y se puede permitir
relajar el freno. Las cubiertas abovedadas le devuelven el eco de sus pasos
multiplicado y se da cuenta de cuanto ha añorado el silencio durante este
tiempo. Dura poco. Las puertas de cristal se abren al acercarse y el torbellino
de conversaciones y de la información de la megafonía llega a él casi como un
empujón. También en la ciudad hay silencios esperándole agazapados entre
esquinas de piedra gastada y sombras de árboles húmedos. Silencios limpios y
aire profundo. No necesita más; un baño para su oído y su nariz.
Compra el billete sin
esperar cola, le atiende una taquillera desangelada que duda si es el de la
tele o no. Ante la duda opta por no dejar de comportarse con la habitual
sequedad que regala al público todos los días.
Se sorprende al
comprobar que apenas queda un cuarto de hora para que salga el tren. El ir y
venir de la estación le acoge y le hace suyo, recuperando los viejos viajes
soñados en los andenes de antaño. No son recuerdos, apenas ecos; ahora sólo
puede recordar los acontecimientos de su vida desde que llegó a la ciudad
sitiada. Allí no cabían añoranzas ni evocaciones, sólo había sitio para el olor
y lo inmediato. Las únicas realidades a las que se podía recurrir para
comprobar que se seguía vivo y despierto y que aquello no era una pesadilla
febril ni la boca del infierno. "Estoy vivo porque huelo y tengo
hambre". El mundo acababa en los límites de la piel, lo demás no podía
existir.
La cotidiana necesidad
de vaciar los intestinos es ahora un mensaje más del cuerpo que confirma su
permanencia en el mundo de los vivos. Sonríe como sonreía en la ciudad sitiada
cuando su vientre le devolvía la consciencia de sí en aquel universo
desarticulado.
Como siempre, los
servicios están añejamente sucios; como siempre, huelen a sordidez. Llega ese
olor a él mezclándose con el otro y trayéndole visiones aisladas de su facultad
que no reconoce sino como postales de una colección ajena. Al final del viaje
el olor cederá ante las acometidas de lo que queda y con el aire fresco
volverán los recuerdos que debe tener y cuya ausencia le desasosiega al entrar
en los lavabos.
Se cruza con alguien
de quien percibe pasos largos y rápidos. De dos sonoras zancadas un hombre le
cierra el paso; contra el negro de una cazadora y el metal sucio de hebillas y
tachuelas se destaca el brillo límpido de la hoja de una navaja. Oye que le
dice algo pero no entiende las palabras, la hoja tiembla, todo el hombre
tiembla. No tiene tiempo de pensar en el peligro que hay en esos ojos de
pupilas dilatadas que ha detectado su instinto. A la luz opaca de los lavabos
la hoja dibuja con su estela un amplio arco seccionando su garganta a medio
camino.
Su espalda se desliza
contra los azulejos de la pared mientras siente el calor de su sangre empapar
la camisa y el silencio de su voz. Frente a él una puerta abierta le insulta
con el papel higiénico desparramado por el suelo, piensa que en poco tiempo
será rojo. Por megafonía anuncian la inminente partida de su tren. Crece el
frío y el olor, ya sin límites, revienta. Con un último acto reflejo sonríe al
imaginar su cadáver en la pantalla de un televisor y oír el comentario:
"por Dios, que asco, quita eso, como si no tuviéramos ya bastante".