Mariola era
demasiado lista como para no saber que siempre ganaría haciéndose la tonta,
pero también lo era como para construir castillitos en el aire y, por supuesto,
para haberse construido esas fantasías romanticonas y sentimentaloides en las
que la secretaria se casa con el ingeniero (de los de entonces) o la enfermera
con el médico (de los de entonces), ni siquiera esa tan socorrida de que un
hombre descubriera en ella valores ocultos más allá de su aspecto y la calzara
el zapato de cristal, haciéndola reina de su hogar y de su corazón. Si alguna
vez, que lo dudo, tuvo la tentación de dejarse llevar para evitarlo estaba por
un lado su salud y, por otro, más cruel, el espejo. Los tules ilusión no eran
para ella, al menos no como para las otras. Cuando llegó la proposición, torpe
y poco clara, de matrimonio no necesitó que nadie le hiciera cargos sobre su
situación y su futuro, ni tuvo que imponerse a un instinto que rechazara a ese
hombre bastante mayor que ella y que no le gustaba en absoluto, vamos que no
tenía para ella ningún atractivo, en realidad, si bien lo miramos tampoco es
que Manolo sintiera un “amour fou” precisamente por ella, claro que Mariola no
lo sabía y, de ser otra, no hubiera necesitado mucho esfuerzo el novio para
convencerla de que sí existía por que nadie se convence antes que quien quiere
convencerse y engañarse. No era el caso. Ni el uno era capaz de tanta sutileza
ni la otra se hubiera dejado engañar ni por el propio Tenorio. Obviamente no
dio el sí por las buenas, alguna reserva tuvo, en parte no le parecía bien que
la cosa le resultara tan fácil y en parte quiso darle tiempo para pensárselo,
un par de amigas del grupo habían roto con sus pollos y hubieran sido para
Manuel un mejor partido que ella así que dejó pasar unos días a ver qué pasaba,
y no pasó nada, ni siquiera pareció darse cuenta. “Pareció”, pero era él muy
poco avezado en asuntos de faldas para engañarla. Claro que se dio cuenta, a
pesar de lo cual no se fue al olor de las sardinas carnales cual gato en celo
ni al otro olor de caviares cual cazafortunas pues ambas estaban mejor dotadas
en todos los sentidos que Mariola. Así fue como ella supo que su pretendiente
tenía un tipo de ambición a la vez insaciable y modesta. Quizás aquella
certeza, que tal vez le viniera de la sangre de mil generaciones de tratantes
de ganado, acostumbrados a conocer la res y sus flacos con un simple golpe de
vista, el paño y su calidad casi sin mirarlo y el cliente y sus debilidades con
tan sólo oír el timbre de su voz, fue lo que le hizo decidirse no tanto a
casarse, que esa decisión estaba tomada, sí a afrontar, clara y precisa, el
asunto de los hijos. Tema que debería ser espinoso, tanto más cuanto que entre
las cualidades de su pretendiente estaba la de saber tratar a los críos y
disfrutar con ello. Debería haber sido espinoso pero la ambición insaciable y
mísera de Manolo allanó el camino, tal y como ella sabía que ocurriría. Por eso
cuando las visitas cruzaban miradas cómplices ante su ajuar encargado a toda
prisa dándose a entender que “no sabía el novio el pastel que se iba a
encontrar”, Mariola sonreía indiferente, casi riéndose de la maldad ruin de
aquellas buenas amigas que tanto la querían y a quien había sentado como una
patada en la boca del estómago que ella, precisamente ella, se fuera a casar
antes que otras con novios añejos, por muy escaso partido que fuera el
correspondiente. Mariola, en cambio, ni siquiera se daba cuenta de ello, salvo
del asunto de lo de los niños, ni de los ramalazos verdosos de las caras de las
visitas. Ajuar semejante fue difícil de ver desde tiempos casi inmemoriales.
Hoy, aquellas chicas, provectas damas hogaño, no deben dejar de verse ridículas
–lo reconozcan o no- al recordarse ante bordados y entredoses, realces y
guipures, encajes e iníciales en realce, pero entonces y en una ciudad
provinciana de medio pelo, decadente y encerrada, no lo eran o por lo menos no
le parecía a nadie que lo fueran.
Hubo boda.
Evidente. El vestido hoy sería un modelo vintage de lo que –in illo tempore-
era la más rabiosa moda, incluso demasiado moderno para el gusto del lugar,
Mariola siempre ha entendido de modas y demás. De hecho, cabría decir que se
adelantó unas temporadas, recto, sobrio, sin más concesiones a la tradición
barroca que llenaba a las pequeñas burguesas como ella de floripondios y
apreturas que el velo aparatoso, sí, pero simple. El tul ilusión que “no tiene
caída, pero da volumen” era la única concesión pues hasta los zapatos de tacón
bajo y cuadrado eran revolucionarios en su entorno. Creo haber dicho ya que
Mariola no tiene un pelo de tonta y menos en estos temas. Con un cuerpo como el
suyo cualquier otra opción habría resaltado precisamente lo que la más
elemental coquetería quiere disimular. ¿Por qué me extiendo tanto en el vestido
de Mariola? En parte por qué soy un cotillo, de acuerdo, pero mayor medida por
qué ante las viejas fotografías en blanco y negro de tan solemne momento ella
aparece tal y como era y sigue siendo pese a los casi cincuenta años que han
pasado. Discreta, sobria y dejándose ver en un segundo plano. Si eso fue el día
de la boda cuando lo único que sobra en las fotos es el novio nos dice mucho de
la actitud vital de esa muchacha que se casaba convencida y sin los dos grandes
lastres de todo matrimonio: la ilusión y la pasión. Se casaba dispuesta a
afrontar lo que se suponía que era la vida correcta de una niña burguesita del
momento. Sus labores, su casa, su marido y poco más. Era evidente que se
tendría que ocupar de hacerles la ropita a los sobrinos, a su hermana, ayudar a
sus padres cuando fuera necesario, al fin y al cabo ella no iba a tener hijos.
Una vida planeada, estable, una horma en la que no tenía que hacer ningún
esfuerzo por encajar, en el fondo era seguir el caudal del río donde había
nadado toda su vida.
A la boda acudió la
segunda fila de lo mejorcito de la ciudad por parte de la novia y, por
supuesto, toda su familia. Por parte del novio fue diferente. De hecho, de la
familia directa o indirecta, no se presentó nadie a pesar de que, metódico como
siempre, había enviado las invitaciones una tarde de jueves a todos a la vez
rogando confirmación de asistencia. Eso fue lo que dijo ante la consternación
de sus suegros al comprobar que nadie de la familia venía. Su madrina fue la
mujer del jefe de departamento de su anterior destino, una oronda señora con
peineta de plástico y flores en el vestido de la que Manuel no recuerda el
nombre. Decíamos que por parte del novio no acudió nadie de la familia pero eso
no quiere decir que no tuviera invitados propios, propios y variopintos, todo
hay que decirlo. De hecho llegaron de todas partes del país sus antiguos jefes
y sus señoras, al menos cinco confesores de sus diferentes destinos, unos
cuantos compañeros que habían subido deprisa, otros pocos con carreras
prometedoras, tres o cuatro apellidos ilustres del subsecretariado general del
país, sus compañeros actuales, el confesor actual que seguía pronosticándole la
eterna condenación y que a duras penas le absolvió para que pudiera comulgar en
su boda –siempre lo hacía pero se hacía de rogar-, la patrona de su pensión y
algún que otro “compromiso”. En pocas ocasiones se ha podido usar ese término
con mayor precisión. Mientras que a la boda de Mariola se iba por que
“pobrecilla”, a la de Manuel no fue nadie que no fuera “por compromiso”.
Algo nuevo, algo
viejo, algo prestado y algo azul. Se cumplieron las tradiciones, algo nuevo, el
vestido y el descubrimiento de cierta actitud ante el poder de Manuel, algo
viejo, los pendientes de perlas de la abuela y el olor a naftalina de los
invitados de Manuel, algo azul, la liga y las camisas –azul muy oscuro, demasiado
oscuro, según convenía a la época- de los asistentes más agasajados por Manuel,
y algo prestado, los guantes que no se puso y ella. Ella en el, hasta entonces,
desconocido mundo de su novio-marido.