William Maw Egley 1858
El tema iconográfico de la Dama de Shalott, inexistente en España, es más, diría que es tema exclusivamente británico, alcanzó su punto culminante durante el s. XIX. La interpretación que se da a este hecho, poema de Tennyson aparte, evidentemente, tiene que ver con la visión que este siglo va forjando de la mujer, sus capacidades, su lugar en el mundo y su inexorable destino. Así, la cultura en general y la pintura en particular se llena de Ofelias, Damas de Shalott, Salomés, etc. En suma: mujeres que se apartan de la norma y que pagan el precio de salirse de su lugar. Bien, nada que no dijera Confucio con respecto a todos unos cuantos milenios antes. La Dama condenada, como nuestro hispano Segismundo, a vivir encerrada en una torre viendo el mundo sólo en el reflejo de su espejo (o en el caso calderoniano, su conocimiento meramente intelectual), siente a Lanzarote y la ya irrefrenable pulsión del sexo –reacción que, parece ser, provocaba Sir Lancelot con frecuencia-, se asoma a la ventana para verle, su tejido se enreda y sabe que ha de pagar la trasgresión, se sube a la barca tras escribir en su proa su propio nombre, de nuevo el agua como representación de la vida, y se deja morir cantando, curiosamente como la shakesperiana Ofelia. En resumen: ella rompe el tabú y muere como consecuencia de ello. Quedándonos en lo literal se podrían hacer interpretaciones de todo jaez de estos puros datos.
Sin embargo, desde la lejanía del s. XXI, hay otra lectura menos concreta, menos misógina, por cierto, hay momentos en que la más radical misoginia da la mano al más radical feminismo.
La lectura freudiana de los cuentos tradicionales infantiles nos habla de que la princesa representa el alma o la parte más sensible, y débil, del ser humano, hombre o mujer. Lo que vale para la tradición de Blancanieves debería valer para la Dama de Shalott. Tal y como yo lo veo, además, es un mito que parece diseñado para el hombre moderno. Sí, para el ser humano que hoy se enfrenta a su realidad. Una lección de vida para nosotros. Una triste lección de vida.
Vemos el mundo a través de reflejos, sombras, ilusiones mientras la vida trascurre alrededor sin que queramos –o tengamos fuerzas para mirarla- (televisión, información manipulada, evasión con pretextos más o menos culturales, deportes, sexo plastificado y comercializado, tecnología) y sabemos, una voz profunda nos lo ha dicho como a la dama, la voz de nuestros padres y educadores (“no te signifiques”, es la fórmula predilecta) que si no lo hacemos la maldición caerá sobre nosotros. Nuestro destino es tejer un tapiz de etéreas verdades falsas (creencias, hipotecas, necesidades, partidismos “yo del Madrid, tu del Barça”, “yo de la Jurado, tú de la Pantoja”, culto al cuerpo y a la salud) viendo el mundo a través de esos espejos.
Ya no hay Lancelots por el mundo cabalgando, tampoco Ginebras, pero si algo hiciera que volviéramos la cabeza hacia la ventana, que mirásemos la vida como es, no la versión televisiva (espejo por excelencia tanto física como metafóricamente), nosotros, como la Dama de Shalott, tendríamos que salir de esa torre y nos sabríamos condenados. No podríamos dejar de incorporarnos al río de la vida hasta dejarnos morir, tan sólo nos cabe como única salvación que, al final, cuando lleguemos a Camelot alguien sepa nuestro nombre, escribir pues nuestro nombre en la proa del bote o lo que viene a ser lo mismo: pensar con nuestro propio pensamiento, con nuestro nombre dejando bien claro quienes somos a pesar de lo que nos haga la vida. Que Sir Lancelot pueda decir que caímos con honor y gracia. Por eso no lo hacemos, no apartamos la mirada del espejo y seguimos tejiendo ignorando los cantos y las risas, los llantos y lamentos que llegan tanto desde fuera de la torre como de dentro de nuestra mente aturdida.
Arthur Hughes 1873