Dos de las deliciosas tarjetas de Juan Ferrándiz, últimamente parece que redescubierto. Es curiosa la contraposición de la superiore con un punto de partida medieval y santiaguesco y la inferior con un tema en el que se centra en lo que serán sus señas de identidad, los niños traviesos con o sin alas y los animalitos, menos formal pero más cercana. Un maestro en cualquier caso.
Cuando era pequeño, allá por los sesenta, no recuerdo que por estas fiestas el correo trajera la felicitación navideña, en cambio, sí llegaban postales por santos, cumpleaños o aniversarios, hoy de esa costumbre sólo quedan unas cuantas postales en las viejas cajas de lata, claro que entonces solía hablarse por el teléfono del bar que era el único del barrio y eso se guardaba para emergencias.
Prácticamente en un mismo proceso, que no deja de ser interesante desde el punto de vista sociológico, fueron llegando a las casas la televisión y el teléfono. Si bien la una no mató del todo la estrella de la radio, el otro sí que acabó con el uso de felicitar por correo. Todo ocurrió en muy pocos años, en mi casa, que no fuimos ni de lejos de los primeros en nada por la precariedad económico-sanitaria en que nos encontrábamos, puedo datarlo con exactitud: entre el 62 y el 66, salvo el teléfono que retrasó su entrada triunfal hasta el 72, cuando ya no había que ir al bar sino a casa de cualquier vecino para las llamadas urgentísimas (así nos enteramos de la muerte de mi abuelo en el 69 pues en mi barrio, aun a medio colonizar, no había ni cabinas)
En esa primera mitad de los sesenta fue cuando se generalizó la costumbre de los “crismas”, así, a la castiza: crismas. Poca gente corriente sabía que demonios quería decir la palabreja más allá de la tarjeta navideña. Quizás esa década fuera, al menos en España –y dejo sentado que no sé mucho del tema- la edad de oro de la felicitación navideña, si no en cantidad, sin duda sí en la calidad de los trabajos que incluso con técnicas notablemente inferiores a las actuales producían obras maestras del género; baste un nombre para demostrarlo: Ferrándiz, cuya obra aun hoy sigue vigente y cuya influencia se extendió notablemente durante muchos años. No era el único maestro pero sí uno de los pocos cuyo nombre se recuerda.
Hay que reconocer que había un elemento que favorecía el florecimiento artístico de este género que no era otro que el peso de la religión oficialista. No era concebible una felicitación sin el pie forzado del tema religioso a uno u otro nivel, incluso tras el Concilio.
Si en los 60 se produjo el pico de calidad fue en los 70 cuando se alcanzó el de cantidad. Según nos acercábamos al final del ciclo político iba subiendo el consumo del producto que, como consumo, no de dejó de crecer hasta bien entrados los 80. No puedo afirmar que exista una relación directa entre el cambio de régimen y el cambio de “iconografía” en las felicitaciones pero el caso es que fueron apareciendo desde los primeros 70 las fotografías de adornos navideños, los Papás Noeles, muñecos de nieve sin referencias religiosa y mil temas más. Hasta el punto de que guardo una felicitación que es el dibujo de una chica completamente a la moda (pelo afro, abrigo largo, etc) en un paisaje nevado, no recuerdo si con algún regalo y esa era toda la referencia navideña.
Entonces los buzones se llenaban todos los días de diciembre, se enviaban tarjetas incluso a quien veías todos los días, a la familia con quien ibas a pasar las fiestas y hasta al gato si se terciaba. Fue entonces cuando cogí la costumbre de usarlas como elementos decorativos apoyándolas en los libros, cubriéndolos casi por completo.
En algún momento, quizás a mediados de los 80, hubo un cambio de tendencia, al principio bastante coherente. No tiene sentido felicitar por escrito a quien ves a diario, luego vinieron las bajas, amigos y parientes que se fueron muriendo y, finalmente, la felicitación no respondida que envías un par de Navidades pero que acabas por dejar de hacerlo ante el silencio o la indiferencia. La llegada de las nuevas tecnologías fue una excusa perfecta para ir abandonando la costumbre y hoy apenas son siete u ocho las tarjetas que decoran mi biblioteca.
Aunque yo, que frecuente y violentamente, soy acusado de decimonónico, pertenezco a la vieja escuela de enviar felicitaciones (respondidas en un algo más del cincuenta por ciento), echo de menos el pequeño ritual que, en cierto sentido, preparaba las fiestas.
Cada año se elaboraba en casa la lista, a nadie se le ocurría guardarla de un año para otro (ahora tengo una carpeta en el ordenador “Felicitaciones”, con los nombres y las direcciones, muy funcional); se compraban una a una, cada miembro de la familia que veía algún “crisma” que le gustara lo compraba. Luego, una tarde, quizás en torno a un café con leche bien calentito, se escogían: “éste para tu tía Mari”, “éste para la tia Abuela Luisa”, “éste con el gatito para tu prima que al niño le va a hacer gracia”, y se anotaba en el sobre. Algunas tenían que ser de mano de uno de nosotros, la de la tía abuela tenía que escribirla necesariamente mi padre, la de uno de mis profesores era imprescindible que fuera mi letra por muy nefasta que fuera, otras tenían que decir cosas –una pequeña carta-, unas pocas había que tratarlas con pinzas, de esas se hacía una especie de borrador, eran las dirigidas a quien había perdido a alguien o cosa parecida. Se iban escribiendo a lo largo del mes, con calma. Hoy escojo un paquete de alguna ONG, con tarjetas más o menos estandarizadas y apenas elijo las menos feas para una o dos personas. Luego las escribo, una tras otra, sin pensar cual gustará más a quien, por fin, todas juntas, salen hacia su destino. Más o menos todos hacemos lo mismo, lo sé por que las pocas que me llegan son muy similares y todas con el nombre de la ONG al dorso. Cierto que ahora hay otro ritual que también cumplo, elaborar las felicitaciones en el ordenador, elegir tus contactos y enviarlas. Una liturgia de soledad ante un teclado y una pantalla con New Roman 12 o Monotype Cursiva, 14, negrilla. Sin embargo, por mucho cariño que quieras poner en buscar imágenes, escribir textos más o menos aparentes y montarlos, no es lo mismo.