Hace
casi un año he sufrido una pérdida de esas que sabes que te van a cambiar la
vida y no por sabidas y esperadas menos espantosas. “Nunca es triste la verdad,
lo que no tiene es remedio” dijo Serrat. Nada más cierto. Casi podría hacer
esta entrada con frases de sus canciones, desde “A quien corresponda” a
“Pequeñas cosas”, pero no voy a ser tan obvio, creo. La casa. Hay que organizar
la casa para uno solo y arrancar de las paredes la pena acumulada, adherida
como un liquen y venenosa como la hiedra. Sí, sé que en este tiempo tan
racionalista decir que el dolor se incrusta en objetos materiales, una pared,
un mueble, está mal visto. Hay que vivir desde la racionalidad más absoluta,
como si cuanto nos rodea lo fuera, y no hay nada más desquiciado y falso que la
supuesta realidad en que vivimos. Además, quien no lo haya sentido, ya lo
sentirá o habrá logrado que su razón mate algo de sí mismo. Y no hablo de
oídas.
Vaciar
armarios y cajones, repasar una y mil veces los documentos para no deshacerse
de algo importante, intentar, en vano en mi caso, ordenarlos. Ya sé que quien haya pasado por algo
semejante sabe de qué hablo y quien no, desgraciadamente, lo pasará. No es nada
que no sea universal precisamente por ser radicalmente subjetivo. Se quiera o
no se quiera no hay más que dos opciones o te quitas de en medio o se inicia
una nueva etapa de tu vida. Un tiempo que necesita su espacio propio o ese
liquen que comentaba seguirá ahí, aferrado y pegajoso, casi maloliente. Si
decide uno quedarse hay que abrir ventanas, ventilar espacios, despejar huecos
y hasta crear vacíos no tanto para que entre lo nuevo como para alejarnos de los
viejos dolores, a menudo ajenos, que llevamos dentro como líquenes del alma.
Los recuerdos se amontonan y te encuentras guardando una receta de un jarabe de
hace veinte años o un billete de metro, y te van ahogando si no te defiendes
como si fueras un desalmado, un Atila de los sentimientos, esto hace que algo
que permanecía entreverado entre lo demás surja levemente: la culpa. ¿De qué?
No importa, siempre hay algo de qué culparse, de no haber hecho esto o aquello,
o de haberlo hecho, no importa. Y aun estamos en la fase de grosso modo,
todavía no han entrado en juego las pequeñas cosas. Llega un momento en que
entran en tromba, el de abrir cajas, joyeros y demás, te arrollan y casi
sientes que te matan.
Siempre
hay algo peor. In finitamente peor. Por Dios os lo advierto, si llegáis a vivir
algo parecido no leáis jamás, jamás, los diarios, las anotaciones en las
agendas ni siquiera los papeles sueltos que queden pegados al fondo de los
cajones. No leáis nada, nunca pues es demasiado fácil que encontréis ahí lo que
no se quisiera saber nunca sobre nosotros mismos, o lo que no creimos nunca que
quien los escribió pensara de nosotros. O todavía peor, descubrir sus
sufrimientos inútiles por un pasado como una losa que no viste. No los leáis
nunca, por que al hacerlo, los dolores personales del ausente sus cargas van a
caer sobre vuestras espaldas.
A
veces hay notas, cartas o sobres expresamente dirigidos a uno, no queda más que
echarle valor y leer pero no lo hagáis solos. Que haya alguien en casa, aunque no
esté a vuestro lado en ese momento. Aunque sean para nosotros pueden esconder otros
dolores que mejor es almohadillar en hombro ajeno.
Aun
así: el coctel más peligroso ya está servido sin necesidad de leer nada:
evocación y culpa a partes iguales con un aroma de hiel y un toque de sal de
lágrimas, se sirve caliente y en vaso largo, tan largo que nunca se va a
vaciar. Además es adictivo, muy adictivo. La corbata marrón que llevó en tu
comunión –horrible moda la de los sesenta-, los zapatos de tacón que se puso
para da igual qué boda, todo, cada cosa desde eso, una corbata a un botón,
evocan algo. Hay que aguantar el tirón como que podemos hacerlo aunque sepamos
que no, que no podemos.
Ayer,
anteayer o el día anterior, no recuerdo, me llega un correo de la gestoría
sobre el interminable tema de la testamentaría comunicándome que el notario
pide, atémonos los machos, el original del DNI de mi madre muerta hace 32 años,
que se dice pronto. Tuve que lanzarme a la busca y captura del famoso DNI.
Supongo que como todo el mundo tengo un par de centros neurálgicos de los
recuerdos y las nostalgias geográficamente localizados en las profundidades de
los armarios. No conviene tenerlos demasiado a mano o no escaparemos nunca de
sus telarañas y tampoco demasiado inaccesibles pues allí, y sólo allí, está lo
que somos. Aunque no queramos.
No
me quedó más remedio que vaciar prácticamente un armario y afrontar los
desafíos de las cajas de madera con las postales antiguas, las de cartón con el
libro de la comunión y una pitillera de piel que nunca llegué a usar y, por
fin, las de lata. Las cajas de bombones de lata son, casi por destino, el
receptáculo (cursi palabreja) de las temidas fotografías. Sí, temidas por que a
las fotografías hay que temerlas pues, como el retrato de Dorian Gray, nos
devuelven no lo que fuimos ni con quien lo fuimos sino todos aquellos sueños y
proyectos que tuvimos, teníamos y que, nunca se sabe cómo se han ido diluyendo.
Como buenos masoquistas que somos –lo reconozcamos o no- nos gusta conservarlas
y volver a ver las caras de quienes se fueron, y hasta las nuestras cuando teníamos
la tira de años menos. Generalmente el envejecimiento que se ve en ellas suele
deprimir, afortunadamente no es mi caso: de joven era gordo, granujiento, de
cabellos negros, ensortijados y grasos como un barril de aceite, las gafas de
culo de vaso y una barbilla afilada saliendo de una muy desarrollada papada
completaban el cuadro. Así que cuando las veo y me comparo me doy cuenta de lo
mucho que he ganado con los años en aspecto. Dejemos la parte narcisista y
volvamos a la caja de Freixenet edición especial que contiene los sobres donde
está, más o menos ordenada, la mayoría de las fotografías.
Uno,
el primero resulta especialmente ofensivo por motivos que no vienen a qué pero
lo bastante intensos como para tener que alejarlo o romper a llorar a moco y
baba, que, por lo visto es saníiiiisimo pero que yo nunca he visto que
solucione nada. Luego vienen los demás; uno a uno te van echando encima las
tragedias de todos. Cada una de ellas contiene al menos una tragedia, muy a
menudo, varias. Si se ven con alguien siempre se acaba uno riendo de las modas;
yo no, pues no me he sino con lo que me ha cabido, y eran los tiempos de la
camisas ceñidas, recuerdo una de color verdemar (o verde nilo que dice Adamo)
hombreras anchas y cintura de avispón, ya que hablamos de hombres, con unas
solapas cuyos picos daban en las hombreras que me frustraba enormemente pues ni
el más egregio de los modistos me podía colocar algo así con mis pintas. También
eran los tiempos, y esto ofende aun, de los pantalones que se encajaban en la
cadera y se pegaban ciñendo los muslos (y lo demás, claro) para abrirse con más
o menos vuelo, según lo fashion`s victime que fueras, ni mis dos muslos juntos daban para rellenar
el más fino de los pantalones de ese tipo, así que llevaba pantalones de
abuelo. Eso te acaba haciendo reír si estás con alguien pero yo estaba solo e
iba viendo las caras más o menos amadas que evocaban sus historias (abandonos,
palizas, cuernos, cirrosis, cáncer, infartos, matrimonios desgraciados,
horfandades, hambres) me iban cayendo encima, como losas. En los más cercanos a
mí, podía, puedo ver en los ojos –blanco y negro, papel de rebordes
irregularmente ondulados- como esa tragedia del abandono del primer amor, del
primer muerto, del primer luto, del primer fracaso iba creciendo y no sólo en
sus miradas. Casi imperceptiblemente la expresión, el rictus va cambiando. De
pronto oyes la risa de tu madre, que inundaba la casa como una cascada de
alegría bidestilada y miras las últimas fotos, cuando ya hacía mucho tiempo que
no reía y le preguntas ¿dónde te fuiste sin irte? Oyes los gruñidos de tu tío,
cincuenta años y ya acabado, y le preguntas ¿Por qué nunca la olvidaste y
dejaste que te envenenara con alcohol hasta la cirrosis? Miras la cara agria
del abuelo el menos borracho y le preguntas ¿cómo pudiste ser tan … para pegar
a tu mujer delante de tus hijos?
Casi
desesperado bscas sonrisas, algo que no traiga más sordidez a tu mente y,
aunque pocas, las encuentras. Un padre con su bebé en brazos, una pareja en la
verbena, y poco más. No puedes llorar, no está en tu naturaleza, pero hay
lágrimas hacia dentro por tanto dolor acumulado en los tuyos y que,
inevitablemente, ha caído en tus hombros a poco sensible que seas. Sólo
entonces descubres hasta qué punto has querido o no a esa persona. Cuando cerré
la caja de Freixenet edición especial, llevaba todo el agobio del mundo y el
DNI de mi madre en la mano. Han pasado tres días y aun me dura la resaca
emotiva. Eso sí, tengo localizado el documento. Algo es algo.