He de señalar que para mí nunca hubo buenos tiempos y por buenos tiempos quiero decir tiempos en los que estuviera cómodo. Los tiempos eran regulares o malos. Luego fueron empeorando. En los tiempos regulares el Jueves santo quedábamos el hermano de mi madre y su mujer, a quienes quería mucho pero con quienes por temperamento nunca llegué a conocer a fondo para pasear por Madrid. Eran los tiempos en que Madrid se vaciaba en este puente y solíamos partir de la entonces catedral de San Isidro para patear las calles castizas silenciosas, si se podía entrabamos a ver La Macarena y el Gran Poder, para una silla de ruedas no es fácil acceder a la mayoría de las iglesias con eseas puertas escalón y solo cuando, mi tío y mi padre estaban bien, mi padre sufría mucho de lumbago y mi tío era el único que sabia ayudar podíamos entrar. Una vez entramos en Jesús el Pobre, antes de que Telemadrid convirtiera esa humilde procesión en lo que es hoy, las vecinas bajaban a ayudar a poner flores al pequeño paso con el delantal puesto pues habían dejado el potaje en el fuego. Otra vez entramos en Medinaceli, he de reconocer que cada vez que entrábamos en una iglesia era un triunfo personal mío pues ninguno era especialmente creyente y tampoco demasiado interesado en el arte. Medinaceli es una de esas iglesias de las que tuve que salir corriendo, Hay algunos templos que me producen un revuelto de malas energías y tengo que salir para no volver.
Por la tarde me tenía que poner pesado para lograr que mi madre se animase a hacer torrijas y ayudándola aprendí a hacerlas, Era un día tonto, sin nada como para tirar cohetes pero era uno de mis días favoritos, Madrid todo para los cuatro peatones -recuerdo una Calle de los Mancebos en absoluto silencio y saliendo de un balcón la Saeta de Serrat, Recuerdo lo felices que eran los dos hermanos cuando estaban juntos, a mi tía con su tic de guiñar los ojos, curiosa por las cuatro o cinco cosas que sabía yo de arte por entonces. El olor de las torrijas en la sartén, como mezclaba el azúcar y la canela, como empapaba el pan. Nada especial. Nada que me hiciera feliz. Sólo un día apacible y un paseo agradable, Siempre esperando que los tiempos mejoraran. No lo hicieron.
Un Viernes de Dolores mi tío se puso malo, nada según los médicos de urgencias, pero que cuando pasara Semana Santa sacara número para un cardiólogo. Aquel Jueves Santo mis padres fueron a verle, yo no podía pues era un tercer piso sin ascensor y rara vez emprendía yo la escalada a gatas de tales alturas. Me quedé en casa y descubrí en una adaptación rara de la Flauta Mágica las arias de la Reina de la Noche, mientras mi tío caía fulminado sobre mi madre con un infarto cerebral. Sí, fue en Jueves Santo. Aquella tarde mi vida se partió en dos y los Jueves Santos siguientes yo intentaba -como los perrillos abandonados que procuran repetir rutinas- revivir con los que quedábamos aquellas mañanas pero ya hasta las torrijas sabían a lágrimas. Luego vino la masacre, Mi familia se convirtió en un tiro al blanco de feria y, uno al año cayeron siete parientes, el mayor de 58 años. Finalmente mi padre y yo repetíamos la rutina del Jueves Santo más o menos serenos. Incluso le enseñé a hacer torrijas que no sabían a lágrimas sino a supervivencia. Sin ella a él nada le importaba salvo yo, y si meternos en la cocina me anestesiaba un poco tanta nostalgia acumulada, nos metíamos. Finalmente también él se fue. y yo seguí como el perrillo abandonado. Incluso el año pasado me salté el confinamiento para dar mi triste paseo de la Colegiata y el centro de la ciudad, pero ya no tuve energía para las torrijas. Y este año ni para salir a comprar el pan y tomarme un café las he tenido.
Hay silencio en torno mío, hasta la casa de al lado cuya madre suele gritar como una energúmena calla. Sólo el olor a potaje que entra desde el patio y las ganas de llorar.