Una de las pocas cosas que le hacen tolerables sus demasiado frecuentes visitas al hospital es que puede ir caminando. Cierto que la mayoría de las veces a horas intempestivas en la que los únicos peatones son quienes esperan los autobuses para incorporarse al tráfago de la ciudad y el trabajo y quienes pasean al perro con la bolsita en la mano, algunos con prisa, otros con toda la calma del mundo. Las calles suelen estar mojadas y cuando no es invierno suele ir descubriendo el despertar de los brillos grises de las aceras y el asfalto, la revelación de los verdes y el opaco definirse de los ladrillos. El espectáculo cotidiano que nunca sorprende pero que tampoco deja hacerlo, nunca es igual aunque el proceso sea el mismo.
Le gusta especialmente ver las gotas en el césped de los parques que atraviesa y, cuando las consultas son un poquito más tarde, correr a los chiquillos que llegan tarde al colegio. Le gusta mirar. Dejarse penetrar por la realidad que le circunda hasta sentir como si se deshiciese en ella. Le gusta observar con su paso lento y casi sibarita cada detalle. La luz que se enciende, el perro que se escapa del dueño, el apacible tono marrón de la hoja caída, el tono de los primeros rayos de sol en las bases de las nubes y el envés de las hojas de los chopos cuando las agita la brisa. Le gusta mirar. No sólo lo convencional, a veces en un simple trozo de acera descubre una infinita gama de matices, sombras, objetos, colores, y, en contadas ocasiones que le hacen llegar casi tarde a la cita, vidas enteras en un par de detalles: una mancha de sangre, de vómito, un trozo de papel de regalo con restos de cinta dorada, un camioncito de juguete, confeti, un zapatito, o un vaso medio lleno de algo que bien puede ser cerveza o el fruto de una vejiga demasiado borracha.
El último septiembre subiendo la cuesta junto al parque disfrutando del amanecer que iba iluminando las hojas más altas de los árboles que, aquí y allá, comenzaban a amarillear, recorriendo con su mirada cuanto le rodeaba vio junto a su zapato una rosa de tela, no de esas más o menos toscas que se usan para floreros o para sepulturas y ahorrarse así las naturales. No, era de un tejido semitransparente, beige, con el reborde de los pétalos ligeramente más rígido, un tallo de pocos centímetros y una hoja verde. Uno de esos prendidos que usan las señoras en los tocados de gala o en los vestidos de ceremonia. Lo sabía por que allá por el… hace un montón de años, cuando él todavía estaba vivo, su madre lució una parecida sobre un vestido azul eléctrico para la boda de un primo. Fue el canto del cisne. Ésta del suelo, ajada y empapada era algo más clara, menos pastel. Era lunes y lo mismo podía habérsele caído a la madrina de una boda el sábado por la noche que haber salido del contenedor en el que alguien estuviera deshaciendo una casa y su portadora hubiera muerto treinta años atrás. Siguió su camino un tanto entristecido, aunque burlándose de su mentalidad romántica que apenas podía dejar de imaginar historias sobre aquel trozo de basura.
Al día siguiente le volvía a tocar consulta, una de esas revisiones pesadas y absurdas que nunca llevan a ninguna parte, y volvió a hacer el mismo recorrido un poco antes, eso sí. Las calles estaban más mojadas, había menos perros escapándose y las hojas más altas de los árboles todavía no habían sido tocadas por el sol, aunque ya había suficiente luz para que las farolas estuvieran apagadas. No se dio cuenta de que la rosa estaba allí hasta que pisó el tallo, los eficientes servicios de limpieza no debían haber pasado por allí aquel día. Alguien había aplastado los pétalos llenándolos de barro, con la punta del pie arrincona junto al césped la maltrecha flor.
Cada vez que se sube una cuesta normalmente hay que bajarla, la espera ha sido eterna y es tardísimo cuando ese día le toca bajarla, el sol aprieta y el estómago vacío clama por sus derechos. Inconscientemente baja la mirada justo a tiempo para verla, aún húmeda, supone que ahora a causa de los aspersores. Se acuclilla y acaricia el tejido de uno de sus pétalos, seguramente sea gasa pero no entiende tanto de telas, rígido por el barro. Como si fuera un gorrioncillo herido la toma entre sus manos formando un nido, sonríe y baja a buen paso la cuesta. Desde entonces la rosa de tela beige preside su casa destacando entre las que rellenan un florero de cristal, delicada entre las resistentes, traslúcida entre las chillonas, extremadamente llamativa precisamente por no serlo y él. Él no puede evitar una sonrisa cuando la mira ni una caricia cuando pasa cerca, claro que tampoco una autoburla por su mente sensiblera y sentimentaloide. La sonrisa se hace más amplia y profunda.