Hoy ha madrugado más que nunca, en realidad no ha dormido dando vueltas en la cama y en la cabeza a todo aquello, a todo esto, en realidad, siempre ha sido esto, nunca ha habido distancia suficiente para que fuera “aquello”. Ha desayunado su leche desnatada con descafeinado, su tostada con aceite, sus cinco pastillas, su protector gástrico y su calmante para los dolores de las cervicales. Se ha asegurado de meter en el bolso el cartoncillo con algunos ansiolíticos otro juego de pastillas por si se le hace tarde y tiene que comer fuera. Se ha vestido como si fuera a una boda, con la misma ilusión por estar guapa, ayer fue a la peluquería y se tiñó el pelo del mismo color, castaño oscuro, que tenía entonces. Hoy incluso se ha pintado un poco, nunca fue dada a pinturas y potingues, tampoco hubiera podido pagarlos pero no le atrajeron nunca, no como otras cosas que jamás ha podido comprar y que, sin embargo, aun se detiene a mirar en escaparates o revistas. Unas gotas de Maja, las últimas de un frasco viejo, del último regalo de… Ya no existe esa colonia ¿o si? No la ve en los escaparates ni en los hipermercados. Hace tanto tiempo ya de todo que casi cuesta creer que sea en la misma vida, a pesar de todo. Se ha comprado un vestido del mismo color que aquel con que lo supo, e incluso ha intentado llevar los taconazos de entonces pero los kilos de más y los juanetes se lo han impedido. Al cuello la Cruz, La Milagrosa y La Virgen de Lourdes, como siempre. Sujeto al sostén el escapulario que le dio Sor Isabel, aquella monjita tan risueña. En el bolso, metido en una bolsita de tela, el rosario de su abuela, y en la cartera, en lugar de las fotos de los nietos, estampas de Lourdes y Fátima, el relicario con un trozo del vestido de Santa Gema y una fotografía diminuta del Niño del Remedio. El niño.
Hoy ha pedido el día libre y no tiene que ir a fregar la oficina, algunas de sus compañeras se ríen de ella por lo bajo, otras, lo sabe, la creen loca de remate y alguna la compadece. Ninguna toma en serio su historia. La historia de una mujer de pueblo, un pueblo blanco y perdido, que llegó de niña a la ciudad con unos padres que huían de un pasado rojo y que se asentaron en el anonimato de un barrio obrero, que se dejaron la piel para llevarla al colegio de monjas donde le dieron lo que entonces se llamaba “una cultura general”, una profunda formación religiosa y la más profunda enseñanza de guardar: había que guardar los bienes, administrarlos, decían, guardar las distancias, por eso dejaban claro a las educandas a qué clase pertenecía cada una, guardar las formas, por eso ocupaban mucho tiempo en clase de urbanidad y buenas maneras, pero sobre todo le enseñaron que había que guardar la pureza.
Hoy coge un taxi, hace años, muchos años, que no lo hace; desde que Enrique… En parte por que es un día grande y en parte por que duda mucho que el temblor de piernas le permitiera subirse a un autobús. La ciudad desfila ante ella pero no la ve. Ve aquella que recorrió de joven, entregando las prendas de costurera de su madre, en Feria del brazo de sus amigas -esas que hace años que dejaron de prestarle atención-, riéndose de todo, del brazo firme de Enrique. Guardó su pureza, claro que sí. Inmaculada llegó al altar como le enseñaron las monjas. Ella hubiera querido casarse en la capilla del convento anejo al colegio donde le enseñaron las vidas de Santa Catalina de Siena, de Santa Teresa de Jesús –censurada-, de San Juan Bosco y alguna más que ya no recuerda, a rezar el rosario con sus misterios gozosos, luminosos, dolorosos y gloriosos; a recitar la letanía en Latín, por supuesto, (Virgo prudentísima,Virgo veneranda, Virgo prædicánda, Virgo potens, Virgo clemens,Virgo fidélis), a rezar los novenarios, las flores de María, a recorrer las estaciones en Semana Santa, a seguir los Santos Oficios y la Santa Misa todos los domingos y fiestas de guardar, pero las hermanas se negaron cuando recibieron los informes del párroco del pueblo, aunque arguyeron que decorar la capilla con flores adecuadas les iba a salir demasiado caro y que no estaba la pareja para tirar el dinero, sugirieron la parroquia como solución y allí fue, en un barracón con una cruz construido por Regiones Devastadas donde se casó de blanco, con el azahar, la liga azul, el velo prestado y los pendientes de su abuela.
Por fin llega, un edificio nuevo cercano al centro, un centro social o algo así. Se baja del taxi y sube los tres escalones, lleva el sobre con la cita en la mano, casi no se ha desprendido de él ni un minuto desde que lo recibió. Le indican que pase a una sala de espera que está casi llena. Matrimonios más o menos de su edad, mujeres con hijos o hijas, incluso nietos ya grandes. Ella va a un rincón donde se sienta alejada de los demás. Enrique lo ganaba bien, compraron ya antes de casarse un piso pequeño pero soleado con una preciosa habitación para el niño. Ella dejó de trabajar ayudando en el taller de costura de su madre y fueron felices unos pocos meses, querían un hijo pronto, no llenarse de niños para que fuera a un buen colegio y luego a la Universidad, pero querían desesperadamente tener ese hijo. Pasó un año y luego otro, y otro más. La casa se llenó de estampas a qué rezar para pedirles el hijo, de remedios caseros de vecinas y viejas, de direcciones de médicos de pago que no podían pagar… pero lo hacían. No había motivo ni en ella ni en él –a Enrique no le dolían prendas en pensar que podía ser el culpable, no era como los hombres de su época- pero seguía sin llegar. Pensaron en adoptar pero de nuevo los informes de los párrocos de los pueblos respectivos se interpusieron. Su padre murió de angustia por sentirse culpable de la desgracia de su hija -como no paraba de recordarle su mujer transida de ese dolor de yermo de la hembra vacua-, por haber tenido una opinión, su suegro se había matado unos años antes, cuando le quitaron las tierras. Ellos se compraron una casa mejor y un utilitario. Ella recorrió todas las iglesias de la provincia rogando por el hijo, abriendo la bolsa para que las monjitas, sus monjitas como ella las llamaba, se acordaran de ella y de sus ansias en sus oraciones. Así pasaron diez años, iba a cumplir treinta, y cuando él no estaba pasaba el día llorando por los rincones de la casa, sobre todo en esa habitación soleada y grande donde tenía que haber un niño y no lo había. Cuando él llegaba, Beatriz se comía sus lágrimas y fingía, como él, una alegría que no sentían. Pero seguían queriéndose y así un mes no le bajó la regla. “Eres vieja”, le dijo la suegra, “Sí, no te hagas ilusiones” le dijo la madre. “Si Dios hubiera querido que tuvieras un hijo no hubiera esperado tanto”, dijeron las hermanas. Sólo Enrique, en la oscuridad de su alcoba, casi con miedo, le dijo que sí, que estaba seguro de que iban a tener un bebé. El segundo mes tampoco bajó la regla y las dudas comenzaron a disiparse. Pidió a las monjas, a sus monjitas, que les recomendasen una buena clínica a pesar de que suegra y madre se empeñaran en que naciera como siempre había sido, en casa y atendido por una comadrona de confianza. Parió en la clínica privada, cara que no podían pagar… y pagaron.
Hasta ahora nada de cuanto sonaba en la sala de espera le llegaba al oído. Sin embargo, algo ha resonado. Nombres, nombres que llevan años resonando en su cabeza y repetidos en silencio el silencio, el doctor XXX y la matrona YYY, atiende a la conversación entre dos mujeres viejas, más viejas que ella.
-Y a mí el doctor XXX me dijo que se había muerto y yo le estaba oyendo llorar.
-A la mía se la llevó la matrona YYY diciéndome que estaba muy sana y vino media hora después a…-nombres que tuvo que callar para que no la creyeran loca o algo peor.
-A mi me lo dijo la monja, Sor Isabel, y que no me preocupara, que ya tendría más si Dios quería.
Fue un parto difícil pero al final nació un niño precioso que lloraba como un becerro, se lo enseñaron, tres kilos doscientos, con mucho pelo negro. Apenas un par de minutos y se lo llevaron. A la mañana siguiente a Enrique le dijeron que había nacido muerto. Se lo dijo el médico bajo la mirada de Sor Isabel, no le permitieron verle. Sólo ella sabe que nació vivo, nadie más le vio, nadie más le tuvo en brazos y ni siquiera les permitieron asistir al entierro. Se dieron cuenta entonces de que era mejor no seguir adelante, no preguntar, no decir nada, cuando, sencillamente, alguien, no recuerda quien si el médico, la monja o la matrona sacó a relucir ciertos informes parroquiales y todo quedó dicho.
-A mi es que mi padre me contó que me compraron a una monja de la orden de JJJJ en Navalperales de la Malcruzada, a plazos, iba todos los veranos a pagarle un tanto y por eso estoy aquí, quiero saber quien soy.
“Me han robado a mi niño”, decía primero a gritos, luego en un susurro y finalmente para sus adentros. Tendría ahora treinta y dos años, y treinta y dos años lleva su cerebro gritando “me han robado a mi niño y está vivo en alguna parte”. Apenas pudo moverse acudió a su refugio de siempre, el convento, sus monjitas, que le dieron el consuelo de que estaba con Dios y que alejara esos pensamientos del diablo de su cabeza.
-A nosotros –dice otra mujer un poco más joven- es que el padre de mi marido lo fusilaron por rojo y…
-En la clínica Tal había una monjita muy risueña ¿verdad? Esa fue la que le dijo a mi marido que…
Sí, en la clínica Tal, había una monjita sonriente, Sor Isabel, Beatriz la recuerda por que iba a menudo al convento a Las flores a María y a la Novena de San José y… siempre sonriente. ¿Sonreiría cuando se lo dijeron a Enrique? Su mano busca en su escote y arranca el escapulario.
-Por lo que me dijo mi padre les pagó –la cifra se le escapa pero era mucho dinero y a la vez no era nada por un hijo-.
-Y ¿Cómo es esto del ADN o como se llame? –pregunta una anciana que apenas se mantiene sentada en su silla de ruedas, alguien se lo explica.
Enrique aguantó mucho tiempo sus afirmaciones, sus obsesiones, sus insomnios, su salir corriendo detrás de un niño por que creía reconocer sus rasgos, mucho tiempo, pero al final no pudo más. Tenía que seguir adelante, para él su hijo había muerto, lo creyera o no, y no podía obligarla a hacerlo. Una mañana él no estaba. Le dejó cuanto tenían pero no volvió. Cuando se legalizó el divorcio él fue a lo que había sido su casa a pedírselo. No, no estaba con nadie, no, no quería a otra mujer, sólo quería vivir en paz, salir de aquellos dos días en los pasillos blancos de la clínica y vivir en paz lo que le quedara. No hubo una palabra más alta que otra, no hubo más que unos papeles y ella que al despedirse le dijo como tirándoselo a la cara: “Me han robado a mi niño”. Ella no recuerda la muerte de su madre, ni la de sus hermanos, ni la de su suegra. Sólo aquellos días y la rutina diaria de trabajos y devociones y limosnas al convento. ¿A cuanto habrían cobrado a su niño? ¿Cómo un médico puede hacer eso? ¿Cómo una comadrona que ve a los niños nacer todos los días puede…? No. Ellos, aunque quisieran, entonces no podían solos. Solos, no. Hoy quizás sí, entonces no. De un manotazo se arranca las medallas y las tira al cenicero.
Alguien pronuncia su nombre y entra en una salita que parece la consulta de un médico. Le hacen unas preguntas: la clínica Tal, el Doctor XXX, la Matrona YYY, las fechas, cosas del embarazo, si vio al niño. Una joven muy dulce le acerca un bastoncillo a la boca y la abre con tanta fe como cuando comulga, incluso siente ese estremecimiento que sólo la recorre ante la presencia de Dios en forma de oblea. Sale de allí y abre la cartera, saca las estampas y las reliquias y busca una papelera con la misma rabia y desesperación que repitió millones de veces “Me han robado a mi niño”. Después respira hondo y levanta la cabeza, por primera vez en años levanta la cabeza y siente que el mundo vuelve a su sitio. Sí, le han robado a su niño y no está loca, y no tiene que callarlo, y no tiene que imaginar nada, así, por primera vez deja de sentir la necesidad de gritarlo, de argumentarlo. Sí, le han robado a su niño y punto. A buscarlo y a vivir lo poco y lo mal que le quede con esa esperanza, no en el callejón sin salida de un silencio estruendoso. Levanta la cabeza y a través de la gente que aún está allí, esperando, ve otra cabeza levantada, el pelo blanco, los ojos fijos en ella. Sólo en ella y en su gesto altivo y firme. Enrique se acerca y coge su mano. Como entonces. No necesitan decirse nada pero él dice casi para sí mismo: “Nos han robado al niño”. “Vamos a encontrarlo” responde ella aferrándose a esa mano cálida y un tanto débil ya. “Vámonos a casa”.