Mañana del día de
Navidad. Me levanto sigiloso, me afeito apurado,
como a él le gusta, ducha rápida y a la cocina. Empiezo a preparar el
chocolate artesanalmente, como toda la vida he visto hacer, sacando finas
virutas con un cuchillo y paciencia, canela, espeso. Enciendo la freidora para
preparar unos churros congelados y mientras se calienta y antes de seguir
adelante me atuso, me peino y perfumo, ese perfume tan caro que me regaló el
año pasado. Me pongo el pijama rojo y el batín de seda. Me quito el pijama y me
aseguro de que el cinturón del batín quede en el sitio adecuado. Enciendo las
luces del árbol y compruebo por vigésima vez los lazos de los regalos, lo
reconozco: soy un pelmazo con los envoltorios. Un buen envoltorio es casi medio
regalo, es tiempo que alguien ha dedicado a ese lazo, ese rizo o esa etiqueta
para ti. Aun no ha levantado el día por completo y me parece que va a haber
niebla. “Mañanita de niebla tarde de paseo”. Nunca nieva en Navidad, cualquier
otro día, pero nunca en Navidad. Una sola vez, de niño, de vuelta de ver el
Nacimiento del Asilo de San Rafael, ya de
noche, y cuatro copos mal contados. Espera que no sea una tarde de paseo
sino de lluvias y pasarla con él acurrucado en sus rodillas, comiendo nueces y
viendo “¡Que bello es vivir!"; los teléfonos ya están desconectados desde
anoche, los ordenadores, cerrados y sin más luces que las del árbol, cada año
más horteras, desbordando las ramas y trepando por los visillos. Disfruta como
un crío poniéndolas con esa energía de la edad. A mí, más formal, me
corresponde el Nacimiento con su río para el que nunca le alcanzan los ahorros
e improviso de cualquier manera, las ovejas, siempre con las patas demasiado
juntas y que hay que ir apoyando en piedrecitas o musgos para que no se caigan
y parezcan una masacre lobuna; los ángeles, sí, esos que no hay forma de fijar
hasta que se encuentra el equilibrio y que hay que colocar mil veces pues al
rozar el soporte caen en tropel. Me gustan esos ángeles, son
nuevos, de una especie de plástico pero se les ve desgastados, como si fueran
parte de la otra caída masiva de ángeles; la estrella pidiendo a gritos la
jubilación y los Reyes Magos que vamos acercando cada día un paso, como hacíamos
de niños. Cada vez menos luces y más ángeles. Anoche, a última hora colocamos
al niño en su cunita poco evangélica, sin duda, pero indispensable para
nosotros. Al hacerlo nuestras manos se rozaron primero y se entrelazaron
después, muy fuerte con el conocido nudo en la garganta de una desesperanza
común. Acabaré llorando si lo sigo pensando. Levantamos la copa y nos deseamos
una feliz Navidad. Como siempre él puso “El Mesías” y nos sentamos a oírlo aun
con las manos cogidas y las lágrimas colgando de sus largas pestañas negras. Yo
prefiero los villancicos de zambomba y marimorenas varias pero él es un
melómano exquisito, algo que admiro, aunque no entiendo de la misa la media. Ah,
sabía que se me estaba olvidando algo, el detalle que casi se me escapa y eso
que lo dejé preparado anoche, Adeste fidelis, su villancico favorito (para mí
si no hay peces en el río no hay villancico, la verdad) ¿Qué más
nos hace falta? Nadie, no, nadie más nos hace falta. Ya he esperado demasiadas
navidades en vano a amigos y familiares, al menos un “vente a cenar”. No, no
necesitamos a nadie más. Familia y trastos viejos, pocos y lejos, lejísimos, ya
que nos ponemos. ¿Listo todo? ¿le hará gracia que aparezca con el espantoso
tanga de leopardo que me regaló bajo el batín o me preferirá a pelo? No correré
riesgos. A ver: las jícaras, los churros, las servilletas con Papás Noeles
bordados, y el centrito con una ramita de acebo. Vamos allá. ¿Será posible? Se
me ha olvidado encender el fuego? ¿en qué estaré pensando? Pues en él. ¿En qué voy a pensar? tengo
cada cosa que… Ahora se enfriarán los churros. A ver si hoy con la fiesta se
anima a levantarse, hace un par de días que está apagado, todo el día en la
cama. Me preocupa que haya pillado algo. ¿Cuándo me dejará?, dice que nunca
pero yo sé que sí. Demasiada diferencia de edad, cierto que apenas son dos
años, sí, pero lo suficiente para cambiar de dígito. De “está a punto de
cumplir los treinta” a “ya va a cumplir treintaiuno. Parecen sólo palabras,
pero no lo son. Apenas puedo vivir con esa angustia de no saber si cuando
llegue a casa ya se habrá marchado dejando una nota, o escuchar ese “tenemos
que hablar” que viene a ser el “ahí te quedas” pero en papel de regalo. Claro
que me va a dejar. Ya lo han hecho muchas veces pero no soporto la idea de que
él, precisamente él, me abandone. Me ahogo sólo de pensarlo. Que me deja es
inevitable e intento ir haciéndome a la idea pero no creo que pueda soportarlo.
No de él. Sabía que no debía volver a enamorarme y menos de él, que debía
huirle. Un mal presagio apenas le vi. Sabía que no podría soportar su abandono
y mucho menos aun su ausencia pero no supe, no pude o no quise defenderme. Me
dejé atrapar, los dos nos dejamos atrapar en la maldita telaraña del amor y
ahora él no encuentra el modo de escapar ni yo el de hacérselo más fácil pues
no sabré sobrevivir cuando se vaya. No quiero que se vaya, no me importan los
cuernos que pondrá. Me quiero engañar y tampoco sé. Cuando me engañe me
desesperaré y morderé la almohada para que no me oiga llorar. Será un dolor que
apenas puedo imaginar, y no será por qué no me hayan cornamentado veces, pero
que lo vaya a hacer él, si es que no lo está haciendo ya es peor, infinitamente
peor y aun así, no es nada al lado de la sola idea, de la certeza de que se va
a ir. No, no podré soportarlo, me volveré loco o le seguiré mendigando una
mirada, una sonrisa o, mejor, me tiraré al metro y así no tendré que saberle en los brazos de otro, en la cama de
otro, con su piel acariciada por otras manos. Me vuelvo a engañar. Jamás tendré
ni el valor para suicidarme ni la mala intención como para que se sintiera
responsable, y soy demasiado orgulloso para perseguirle, me quedaré
arrinconado, como un juguete del que sea cansado. Callado, fingiendo aceptar lo
que no puedo, lo que nunca podré. Así ocurrirá, la cuestión es cuando. ¿Cuántos
días, semanas, meses, años quizás, me quedan de felicidad? Sólo puedo intentar disfrutar el
día a día a su lado, a su sombra, a su amparo y su calor. Hoy no se irá, no me
haría eso en Navidad pero ¿y mañana? ¿y al otro? Me ahogo al imaginar esta casa
sin él, me ahogo. No, sé que no lo soportaré. He de agarrarme a que hoy no se
irá, todavía hoy es mío, todavía hoy me ha elegido, pero ¿y si cambia de idea?
¿y si le llama el otro y decide marcharse hoy?. No podré soportarlo. Es una mera
idea y ya no puedo. Mírale, duerme tan tranquilo que mejor no le
despierto. Le dejaré dormir. Mientras duerme, aunque sueñe con el otro (¡Dios
no me permitas inaginar esos sueños!) está aquí, conmigo. Le esperaré leyendo a
lado del árbol. El hambre le despertará. Sí, le esperaré leyendo, como cada año
“Canción de Navidad”. Quitaré la música no vaya a despertarle. Ojalá ya
estuviera en pie. No puedo con esta angustia, no aguantaré mucho tiempo.
Veamos: “Marley había muerto para empezar”, esto es volver a pisar terreno
firme, “Marley había muerto para empezar”. Nada como la serenidad de la letra
impresa, digan lo que digan los modernos.
(A media luz en el dormitorio el
rigor mortis ya ha empezado en el cuerpo de un hombre estrangulado junto a unas
maletas y un único pasaje de avión para esa mañana del día de Navidad)