A veces no le por más que ya estén medio vacíosqueda más
remedio por más que ya estén medio vacíos que arreglar armarios, bien por pura
necesidad, bien para buscar algo en concreto. En realidad no es, en sí mismo,
nada que tenga mucho que decir, se colocan aquí las sábanas, allá los
documentos a eso se reduce todo, o debería reducirse todo. Nunca es así, como
dijo el gran bardo de nuestro siglo XX allí nos esperan las pequeñas cosas, las
que nos hacen llorar cuando nadie nos ve; que ya bastante siniestro es el
asunto, pero, piensa mientras no le queda más remedio que afrontarlo, no son
nuestras pequeñas cosas, esas con las que al fin y al cabo podemos ir
conviviendo de tarde en tarde. Lo peor es encontrarse las huellas de lo fueron
historias de otros.
Es la caja donde guarda las bellas postales antiguas que ha
aparecido inesperadamente, acechándole. Postales, cartas, recordatorios,
estampas, de los ocho años de noviazgo de sus padres. Eran los cincuenta y los
San Valentín todavía no estaban de moda, todavía lo importante eran bienes
esenciales aunque ya empezaba a iniciarse el consumismo con insinuaciones como
la película de la Velasco. Él siempre lejos, Santander, Cartagena, Canarias,
Cadiz, enviaba las postales escritas casi hasta por los cantos. Casi suenan los
boleros al abrir aquellas desplegables en dos o en cuatro, con pajaritos o
florecitas cursis, pero encantadores. Bonet de San Pedro, Jorge Sepúlveda y,
sobre todo, Machín con su voz de miel. A ella le gustaba Machín, le gustó hasta
el día de su muerte hace ya tiempo. “Dos gardenias”, “Angelitos negros”, “El
manisero”. No se entienden aquellas
imágenes sin aquella música, por eso siente especial veneración por aquellos
años que tanto le costó entender siendo un jovencito de los setenta con
pantalones pata de elefante y porrete escondido debajo del colchón. Tuvo que
primero perderla, enfurecerse con ella y sus rarezas que tan mal camino habían
traído y, finalmente, leer un libro, un ensayo cuyo título no le hacía
especialmente atractivo “Usos amorosos de la posguerra española”. Allí, entre sus páginas, entendió casi todo
pero había más y nada bueno, por supuesto.
En aquellas postales hay vitalidad, no sólo una esperanza de
vida y felicidad, una vitalidad, una alegría de vivir en sus remitentes que
nunca les conoció. Claro que sus recuerdos más tempranos pasan, ya entonces,
por discusiones eternas, rencores, arrepentimientos de matrimonio. Ya en la radio no sonaban boleros sino
porrompoperos, chicas yeyé, y yencas. Según creció pudo darse cuenta de que
debajo de aquella eterna guerra continuaban vivos los textos interminables de
las postales del 53, 54, 55, e incluso de los esfuerzos que ambos hacían en
vano para sacarlos por encima de aquel marasmo de insultos enrabietados,
palabras coléricas y gestos hostiles, incontrolables que lo mismo estallaban en
la casa, que en mitad de la calle o en una reunión familiar, sin tregua, ni
siquiera esas ridículas treguas navideñas, no, al contrario: la Navidad, un
cumpleaños, cualquier día especial los combates se recrudecían sin concesiones,
no importaba donde no importaba delante de quien.
Como era de esperar las cosas no mejoraron con los años,
todo lo contrario, la palabra pronunciada se enquistaba, ya no se pasaba por
alto sino que se sacaba a relucir cuando convenía. El espíritu de aquellas
postales, que algunos llamarían amor, de aquellas cartas, sin embargo,
continuaba y casi se diría que cobraba fuerza, no sus ganas de vivir, no su
alegría. Fue quizás el peor tiempo, no tenía edad de saber ciertas cosas, de
saber ciertas cosas, esas cosas familiares que nadie debería saber nunca por
que ya son historias demasiado viejas para que le importe o por que son
demasiado íntimas. El era demasiado joven, por ejemplo, para saber que, al
menos en parte, el sexo era una de las causas de aquella situación, no la única.
Era inevitable, a unas respuestas que no quería oír siguieron unas preguntas
que no debía hacerse. Por ejemplo, ¿Qué había pasado en la superficie de sus
vidas entre los textos de aquellas postales, que sabía vivos en el subsuelo, y
lo que a él le había tocado vivir? Sus amigos de los que tanto hablaban y que
habían tenido sus hijos prácticamente al mismo tiempo habían desaparecido,
incluso los vecinos que solían pasar a charlar por las tardes de invierno
dejaron de hacerlo. Fue en aquellas charlas en las que se hablaba de lo divino
y de lo humano, más bien de lo humano, todo hay que decirlo, donde había
empezado a oír desde muy pequeño las historias de diversos partos: mi Pepi,
casi me nace en el taxi, mi Angelín, nació en el intermedio de Las Leandras,
para sacar a Anita la comadrona se me tuvo que subir encima, yo creía que me
había muerto y Dios me había condenado a las penas del infierno. En realidad a
él siempre le han gustado las mujeres en todos los sentidos, por eso siempre se
le encontraba de pequeño, silencioso y observador, escuchando con los ojos, y más
aun los oídos, muy abiertos, entre las faldas. Lo que le enseñó cosas que no
siempre jugaron a su favor. El caso es que escuchar el parto de su madre que
entraba en el juego de la conversación con la misma naturalidad que las demás,
Por cierto, que hace falta ser bestia para contar delante de los hijos, no era
el único que estaba allí, semejantes atrocidades pero es o era al menos uso
femenino tradicional. Entonces hablaba de las veinticuatro horas de parto en
una noche de tormenta, con la comadrona sin apenas prestarle atención, hasta
que casi fue tarde, con las mujeres de la casa donde tenían alquilada la
habitación dándole canela para abrir los conductos, oyendo a los hombres,
también a su marido reír y celebrar el nacimiento. De cómo las contracciones
desaparecieron de golpe y ahí fue el correr. Tuvo que parirle sin contracciones
con caderas casi de chico. El horror vino ahora: el niño no lloraba, ya podían
sacudirle una somanta palos, el niño no lloraba. Otra vez a correr por una
inyección esta vez para él y por fin rompió en llanto. Según fue creciendo y conociendo la
resistencia al dolor de su madre, se le metió en la cabeza que aquella
experiencia había sido ese “algo” que ocurrió entre ambos momentos, luego pensó
que a eso habría que añadir estar escuchando la celebración al otro lado del
tabique. En suma, que lo que había pasado había sido él. Así fue anidando la
culpa cuando les veía a sus cuarenta y pocos años como dos seres que parecían
dedicados exclusivamente al arte de herirse.
Según crecía y se iba haciendo hombre, lo cierto es que se
iba haciendo más retraído y, por supuesto, más tímido con las chicas. De hecho
tomó fama de maricón en su entorno, no le importaba, en realidad, lo único que
le importaba era conseguir hacer su carrera y salir de aquella casa. Sí, amigos
tenía, en los grupos siempre hay que reírse de alguien ¿no?, ese era su papel
pero tampoco era tan importante, eran lo bastante amigos para pasar la tarde,
irse al cine o a dar unas patadas, ni ellos querían que se les viera demasiado
con el maricón, ni él les hubiera permitido acercarse más. Ni mucho menos
entrar en su casa, siempre al borde de la explosión. Por eso procuraba irse
pronto los domingos, si no lo hacía y le
creían dormido la bronca era sorda, continua, pero “sotto vocce” que acababa
por oprimirle el pecho o liarse el también a voces. Ya lo había hecho muchas
veces pero no sólo no arreglaba nada sino que quien dijo que entre matrimonios
no debe meterse nadie, y menos los hijos, tenía mucha razón pues no logró sino
darles más temas de confrontación. Era inútil, no había forma de escapar de
aquello, al fin y al cabo vivían los tres en la misma casa y él estaba aun
estudiando. A veces, todavía hoy cuando piensa en aquello, era como estar enredado
en una telaraña sin fin, pues aquello que llaman amor todavía brotaba, casi por
sorpresa en pequeños detalles, en palabras sueltas, en comentarios que el otro
no oía. Una maldita telaraña tejida a seis manos, pues él no había dejado de
tener mucho que ver con sus intentonas para mediar. El sexo, el parto, y luego
él como único lazo.
-Si no fuera por el chico te juro que no me veías más el
pelo –era una frase repetida por uno y por otro en plena refriega.
-Maldita la hora en que
Y ahí se quedaba la frase, colgando, o el “si no fuera por
lo que es”, o sea él, “aquí iba a estar yo”. Sin embargo, aquello no era
suficiente, había palabras peores, que si en la adolescencia ya había aprendido
a torear, de niño le sumían en secretos terrores no siempre nocturnos. Por eso
siempre tuvo prisa por crecer, para alejarse de todo aquello. Pensaba una vida
tranquila, sus clases, su casa, sus lecturas, si acaso escribir algo, sí,
claro, como no, con una familia pero curiosamente nunca se tomaba en serio a sí
mismos al acercarse a una chica. Era, como decían “boda y mortaja del cielo
bajan”. Nunca daba un primer paso, aunque más de una vez estuvo a punto, por
qué sabía que de lo delicado del asunto y se veía demasiado tosco para hacerlo,
nunca veía los primeros pasos por qué no pensaba que fueran hacía él.
Entretanto la vida se iba espesando y la telaraña transcurriendo, sólo se
animaba pensando en que ya quedaba menos para irse de casa.
Es curioso que recuerde el último San Valentín, coincidió
con ellos en un gran almacén, él soñando ya como iba a elegir la cama y demás,
pues el trabajo estaba asegurado y la casa no tardaría en llegar. Ellos,
buscando no recuerda qué. Naturalmente le tocó elegir el regalo, unas flores
metálicas de tradición artesana de algún sitio.
Últimos exámenes,
primeros días de trabajo y la muerte de la madre en un infarto
fulminante. No estaba en casa y siempre se ha arrepentido de haber vuelto
aquella noche, debería haber huido aunque no supiera de qué. Ahora, desde
entonces, ya no hay posible huida, acompaña a su padre que, de algún modo, sólo
ha salvado de casi treinta años de convivencia, esa pasión subterránea, eso que
llaman amor, eso de lo que él –lo ha descubierto tarde pero lo ha descubierto-
se ha pasado la vida huyendo para no volver a vivir lo vivido. Ha olvidado casi
del todo el infierno cotidiano de los tres “amores” cruzados, como los fuegos,
no lo ha olvidado, evidentemente, pero casi no tienen importancia para él. En
cambio su hijo, recuerda todo lo contrario, lógico, no puede recordar lo que no
se ha permitido sentir: esa lengua de lava subterránea que aparece en esas
postales, en esas cartas. El no quiso vivir el infierno de la superficie y la
telaraña aun más espesa y opresora, le ha arrebatado la posibilidad de vivir
las tonterías de las postales con pajaritos, de los juramentos eternos, de los
apodos tontos. Y, precisamente hoy, un
absurdo día de San Valentín, cuando ha vuelto a reencontrarse con esas
postales, esas cartas, ese torrente siempre ajeno e incluso con algún bolero
que ha sonado en la radio “si se queda el infinito sin estrellas, si perdiera
el ancho mar su inmensidad”. Pasará la
tarde viendo comedias románticas con su padre y luego intentará seguir con la
novela que tiene que entregar en diez
días: “Amor en campiña”, de la Colección “Tul ilusión”. La telaraña tejida a
seis manos ya se ha cerrado definitivamente en torno a él. Con una sonrisa y,
tal vez, un principio de lágrima, coloca las bellas postales antiguas y cierra
la caja.