Si ella vivía todo
aquel trajín con aceptación serena, él, por el contrario, vivía en un estado de
continua agitación interna que no se manifestaba nunca salvo en algún exabrupto
desmedido con algún “inferior”. La educación en el pazo arruinado le había
dejado bien claras las escalas sociales y, si fuera sincero y dejara de
escudarse en su cristianismo de sacristía, sería capaz de establecer de una
mirada a cada uno en su lugar sin plantearse dudas. Para empezar esas
relaciones que buscaba entre los del escalón inmediatamente superior le
obligaban a cosas que no le gustaban como ir a salas de fiesta, bailar o
incluso ir a algún cine. Lo de leerse el mismo periódico que el jefe lo consideraba
parte de su trabajo, la mayoría de las veces era el “Ya”, pero otras era “El
Alcázar” o, excepcionalmente entre sus superiores más cultos, el ABC. Era
obligación tan asumida que ni siquiera se daba cuenta de en qué momento
cambiaba de diario. Como un trabajo se lo tomaba pues no le gustaba leer, ni
bailar, ni… bueno, ya hemos dejado dicho que no se le conoce nada que le guste.
No es cierto, de lo único que hay certeza que le gusta es “La flor de la
canela” que él, no sin esfuerzo, ampliaba a la música sudamericana. Por
supuesto no tenía ni tiene equipo predilecto, faltaría más, y en la cruel
tesitura de elegir tendría la sabiduría para decantarse por el del jefe o,
llegando un paso más lejos, por el del próximo jefe. Sin embargo, dos o tres
noches por semana se veía obligado a salir más o menos de buen grado, hoy una
cena, mañana una sala de fiestas, pasado un coctail, al otro la presentación de
un libro del hijo del gobernador civil, al de más allá una puesta de largo o
una boda o un bautizo e incluso algún funeral que otro.
Tras la primera
enfermedad de casados y el primer ingreso de Mariola hubo un tiempo en que
pareció que aquel podía ser el destino definitivo de la pareja, incluso Manuel
comenzó a moverse en ese sentido. Sin embargo, y ahora lo vemos desde los ojos
del abnegado marido, como siempre cuando tenía la sensación de encontrarse
cómodo en el lugar, de ir hallando amistades algo más profundas que las del más
superficial trato social, de ir encontrando los resortes, los rincones, los
encantos de cada lugar, comenzaba a sentirse incómodo. Algunos antiguos lo
definirían como “culo de mal asiento”, pero no era eso. Manuel deseaba, o eso
creía, establecerse definitivamente, pero esa desazón que le acometía
repentina, furibunda y silenciosa, tanto que ni sus confesores tenían noticia
de ella, le hacía casi inconscientemente buscar que le trasladaran, casi
siempre ganando en el cambio pero tan poco era el beneficio que ni compensaba
los gastos de mudanza. Por supuesto, Mariola ni se enteraba hasta que comenzaba
a verle aun más respetuoso en la cama, con la mirada perdida y como distraído;
llegó un momento en que al notar los síntomas, incluso antes de que él hiciera
nada ya comenzaba a empaquetar pequeñas cosas para ir adelantando. Eso sí, en
cada traslado confiaba la muchacha en que se acercarían a su familia y,
siempre, se equivocaba.
Hubieran podido pasar así su vida entera pero eran
los sesenta y hubo cosas y hechos que se fueron imponiendo, a pesar de Manolo.
Además eran armas de doble filo, y más en sus manos. La primera fue la
televisión generalizada, cosa grave pues no sólo tenía que hacerse con una, a
plazos, para demostrar un cierto poder adquisitivo que pretendía dar por hecho
ante sus amistades sin tenerlo pero por otro lado su presencia en el minisalón
de la casa le inquietaba, no se consideraba un mojigato pero tanta violencia y
tantas imágenes perturbadoras no le gustaban, es más le revolvían y procuraba
evitarlas por todos los medios. El segundo hecho que le vino todavía más
impuesto cuando de buenas a primeras se encontró siendo el único de toda la
oficina que no tenía coche. Casi aprisa y corriendo se compró el primero que le
ofrecieron, un R8 crema. También era arma de doble filo pues si bien como
efecto negativo tenía poder viajar más a casa de la familia de Mariola y, por
tanto, aceptar más compromisos del tipo: “hazme una batita de verano” y demás,
por otro lado le permitía organizar constantes salidas “de compromiso” con las
que evitaba que sus familias les visitaran demasiado a menudo. Además, al
sentirse el Amo y Señor de tan poderosa máquina consideró que ya podía volver a
casa sin tener que bajar la cabeza como le había dicho su abuelo. Cuando llegó
se encontró con que todos los supervivientes tenían mejores coches que él
aunque, eso tiene que reconocérselo todo el mundo, no conducen mejor que él. De
hecho aun hoy sigue atravesando el país y manejándose con el coche con
verdadera habilidad, y no solo conduciendo sino quitándose de en medio cuando
alguien les anuncia que va a ir a cerca de donde viven, “casualmente” ese día
estarán de viaje, y no miente, siempre tiene pendientes varios viajes para
estas ocasiones. No es, contra lo que pueda parecer, que no aprecie a quienes
llegan, no, ni mucho menos, esta actitud se debe a la misma causa por la que
buscó desde siempre pisos pequeños: para que nadie pueda quedarse con ellos ni
una sola noche. No es que le moleste su presencia, no, ni mucho menos, es más
se siente halagado y extraordinariamente satisfecho de poder agasajar a amigos
y parientes tanto fuera como dentro de su casa pero cuando él considera
oportuno y nada logra forzar su voluntad en ese tema, ni siquiera sus
compromisos sociales más intensos. En aquellos años eran muchos y adecuados
para las pequeñas mejoras que siempre buscaba a través de aquellas “amistades”
oportunas. Sin embargo, alguien que no se dejara enredar por el constante juego
de comidas, cenas, salas de fiestas, bodas, bautizos, comuniones y funerales
hubiera podido observar que mientras Mariola se acomodaba lenta pero
confortablemente en el nuevo lugar, Manuel se integraba de inmediato forjando
relaciones deprisa pero que cuando esas relaciones u otras que fueran
apareciendo se iban asentando y adquiriendo mayor intimidad, él se iba
encontrando más y más incómodo, iba rehuyendo precisamente a las personas con
la que la pareja se encontraba más a gusto, a aquellas con las que le resultaba
fácil sincerarse, casi como si le diera miedo de algún tipo de contagio.
Entonces surgía la posibilidad de traslado.