Ante todo dsiculparme por el restraso en felicitaros las fiestas y es que este año el Espíritu de la Navidad Presente anda un poco fané y descangallado. Melancóloco, apático, hierático, herrático y lunático. Vamos: hecho unos zorros y le está costando sobrevivir, yo creo que es falta de morcillas y tocino, o de bocadillos de calamares de la Plaza Mayor, pero bueno, con más o menos trabajo sobrevivirá.
Retomo lo que empezamos el año pasado de echar un ojo a los objetos más usados como repressentación de nuestra Navidad en un sentido más simbólico:
La larga y complicada
elaboración de la actual figura de Papá Noel o Santa Claus es un camino
complejo y, sinceramente creo, que controvertido, interesado y poco convincente
en demasiadas ocasiones. Así que no voy a entrar en semejante avispero; sin embargo,
a lo largo de de ese camino nuestro barbudo Pulgarcito fue dejando miguitas
simbólicas, o no tanto, en forma de diversos elementos que han ido conformando
nuestra iconografía navideña. Si se me permite: nuestra imaginería ensoñada en
la infancia, y esto es tan universal como el hemisferio occidental.
Una de esas
miguitas ha tomado la forma de calcetines. Cierto que no es parte de nuestra
tradición católica de las celebraciones navideñas, pero la actual globalización
cultural (o cocacolonización) ese matiz resulta irrelevante. Bien, el ritual de
los calcetines, ahora grandes y de colores llamativos, es colocarlos sobre la
chimenea esperando que amanecer la mañana de Navidad llenos de regalos –creo
que básicamente golosinas- . Hoy a menudo ha quedado reducido a elementos
decorativos pero siguen configurando la imagen de la Navidad como tantos otros
elementos.
A pesar de
no pertenecer a los usos católicos hemos de remontarnos a los primeros siglos
del cristianismo para encontrar los orígenes de esta tradición. Concretamente
al S. III, a Licia, en el Asia Menor, donde nació S. Nicolás que llegó a ser
obispo tan pronto que le conocieron sus contemporáneos como “el obispo niño”.
Llegó a ser arzobispo de Myra en torno a 350, participante en el Concilio de Nicea
(325) –uno de los más importantes de los primeros tiempos del cristianismo-.
Murió aproximadamente entre 342 y 343. Ya en vida se le conocía como protector
de los niños por la atención que les prestaba de la que nos han llegado algunos
ejemplos, uno de ellos será el origen del tema que nos ocupa.
Centrémonos
en él. Como veremos habría que enmarcarlo en tradiciones culturales mucho más
antiguas y amplias pero no es este el momento pues nos llevaría demasiado
lejos. En la ciudad natal de Nicolás había una poderosa familia que, poco a
poco, se había venido abajo y vivía en la más absoluta ruina, lo más lamentable
es que parte de esta familia eran tres hermanas muy jovencitas pero ya en edad
de ir buscando marido aunque sin dote era una labor imposible. La familia se
moría de hambre así que no quedaba más remedio que vender a las muchachas –no queda
claro en los textos manejados, si como criadas, esclavas o prostitutas, nada
bueno para ellas en cualquier caso-. Resignadas, las chicas ya se estaban
preparando para afrontar su destino con el mejor aspecto posible -¿coquetería femenina
o buscar mayor precio?- lavaron sus mejores galas y pusieron a secar sus medias
a secar junto a la chimenea. La preocupación del arzobispo por los niños le
había llevado a interesarse por la situación de esta familia y su delicadeza le
impedía intervenir directamente en modo que pudiera interpretarse como
ostentación de limosna, así que con toda discreción se acercó a una de las
ventanas y desde allí arrojó tres bolsas con monedas de oro que, casual o milagrosamente, cayeron dentro de las
medias. Desde entonces se colocan los calcetines o medias junto a la chimenea
esperando los regalos de San Nicolás.
Existe otra
versión en la que en lugar de bolsas de monedas el arzobispo arrojó tres
manzanas de oro, origen de las bolas doradas que colgamos de nuestros árboles
de Navidad.
Hay en esta
leyenda o tradición algunos elementos de lo que antes llamé algo así como una “tradición
mayor”. Empezaremos por las tres hijas, o las tres hermanas. En una inmensa
cantidad de los cuentos más antiguos de Europa e incluso del universo
preislámico en que tres son los hermanos o hermanas protagonistas, generalmente
príncipes y princesas. Olvidemos ahora las mucho menos frecuentes historias de
príncipes y miremos qué sentido tiene ese grupo de tres princesas –de las
cuales la protagonista suele ser la más joven- , que ha dado lugar hasta al
viejo cuento chascarrillo:
Este era un
rey
Que tenía
tres hijas
Las metió
entre botijas
Y las puso a
vender
¿Quieres que
te lo cuente otra vez?
Si abrimos
un poco la mente nos encontramos con todo un mundo de tríadas femeninas y, en
suma, con la Triple Diosa Primigenia. Su añadimos esa otra versión en que las
monedas no son tales sino manzanas de oro, nos precipitamos inevitablemente con
las manzanas del jardín de las Hespérides. Uniendo ambas cosas y sin que tenga
que ver con el cristianismo llegamos a un mito básico en Occidente, mucho más
de lo que podamos pensar en un primer momento: el juicio de Paris. ¿A dónde voy
a parar? Simplemente a que en medio de las tradiciones más aparentemente
cristianas asoman, más o menos enmascaradas, huellas vivas de los mitos
paganos.
Un detalle
más antes de acabar. Si Santa o Papá Noel usa los calcetines para dejar los
regalos, nuestros Reyes Magos usan los zapatos. En el fondo es la misma función
en diferente objeto. Me arriesgo al destacar un perfume extremo oriental al
conceder tanta importancia al pie y sus fundas, pero no quiero dejar de
hacerlo.