La taberna de mi barrio no se llama Casa Paco ni Casa Maxi pero, salvo eso, es como tantas otras de este país que parece tejido de ellas, urdimbre y trama a la vez. No puedo ninguna decisión, de la Constitución a la peor estafa que no se haya gestado acodados delante de unas cañas o unos vinos con unos pinchos de tortilla o boquerones en vinagre en una taberna más o menos fina-pija –entonces se llama “cafetería”-. La de mi barrio es más modesta, de gente media con más pensiones, también medias, que sueldos fijos –alguno alto hay, pero esa es otra historia-, con un porcentaje un poco más alto que otros de bastones, muletas y sillas de ruedas por las obvias razones de la edad de mis vecinos y de que la taberna de mi barrio no tiene sino un mínimo escaloncito.
En la taberna de mi barrio no falta la fotografía de un torero autografiada, José Tomás, y el calendario de la pescadería contigua, siempre una hermosa manceba de pechos enormes que acompaña mucho, ni, en temporada, el cartel de la Feria, ni otro calendario taurino con una mala pintura, un reloj de Coca-cola y una fotografía del dueño –de uno de ellos- junto a un antiguo famoso que hoy nadie recuerda. Tampoco falta la televisión de nosecuantas pulgadas, unas cuantas fotografías del Madrid viejo –ese que se ve desde mi barrio pero al que no pertenecemos- y, curiosamente, cuando es tiempo un ramo de flores frescas. Sin llegar a ser grande, es amplia, sin excesos, y tiene una terraza cuadrada y, esa sí, grande, que en invierno ofrece un panorama desolador de cemento y el andamiaje del toldo veraniego oxidado y ya un tanto ruinoso.
La taberna de mi barrio tiene sus borrachos fijos, con sus horarios fijos, -al cuarentón que siempre tiene accidentes se le puede ver a partir de las dos, al jubilado del bigote blanco le encontramos desde las diez de la mañana-. También tiene sus grupos fijos: las escandalosas maestras del Colegio-Instituto; las señoras mayores que bajan a desayunarse sus porras un poco más tarde; los oficinistas, pocos, pues es barrio de poco centro de trabajo y, ya al final de la mañana, los tenderos de la calle para el aperitivo. Por la tarde hay un rato de relativa calma con unos jubilados lozanos que se echan sus partidas a las que se une el jefe, quizás en el único rato de descanso del día. Luego vuelven de las oficinas que, camino a casa, se toman el tiempo de una caña, llegan las parejas aburridas más o menos maduras, los que escapan de sus casas con la esperanza de volver a ellas lo bastante bebidos como para no enterarse, los solterones y divorciados, desorientados, las divorciadas y madres solteras, los unos y las otras con miradas de náufragos que acaban disolviéndose en cerveza, cubalibres y el partido del día. En verano hay otro universo paralelo a éste que queda recluido siempre bajo la luz brillante del interior. Fuera, en la terraza y en torno a mesas casi vacías se posicionan las parejas hastiadas, al borde de la vejez, silenciosas, que parecen esperar no se sabe bien qué, si el soplo de aire fresco, que pase alguien conocido con quien romper el silencio u otra solución más definitiva. También, junto a esos agujeros negros de la vida, sentadas alrededor de mesas abarrotadas de vasos y platos grupos de padres jóvenes rodeados de carritos de bebé intentando prolongar un tiempo que ya no es el suyo pero aun no lo saben. Una o dos parejas, algún solitario maduro, silencioso, sombrío, que también espera y tampoco sabe qué tiempo es ya el suyo.
La taberna de mi barrio tiene lo que podríamos llamar algo así como “labor social”, en plan ONG local, muy local, prácticamente insignificante pero, a menudo, esencial para algunas vidas y no hablo de los obreros casi deshidratados que sacan de allí las botellas de agua helada para subsistir a pleno sol hasta el final de la jornada. Me refiero a esos señores a quienes sus mujeres o la dulce inmigrante visten como mejor pueden, les sientan en su silla de ruedas y la empujan trabajosamente hasta el bar, les piden un descafeinado y les dejan allí, de medio tertulia, recibiendo los saludos de los parroquianos habituales, vigilados y acompañados mientras ellas en un par de horas se lanzan apresuradas a hacer la compra y alguna tarea doméstica. Eran dos, compañeros y amigos de siempre, ambos con la mirada perdida y silenciosos, el uno, a veces, exigía a voces un whisky, el otro ni eso hablaba; el uno vestido por tan desastrado como toda su vida, el otro, impecable de traje y corbata, unas corbatas de los setenta, variadas y siempre impoluto y oliendo a Lucky a unos doscientos metros. En año y medio se fueron, hace ya tres pero todavía muchos de los que entramos a media mañana por nuestro café de supervivencia volvemos la vista al rincón donde les colocaban y, a veces, iniciamos un saludo. Otras veces alguien les nombra y tras unas palabras de recuerdo o alguna anécdota se hace un silencio, todos perdemos la mirada unos segundos en nuestro cortado, cerveza, o sol y sombra, pensando, sin duda quien o quienes será, seremos, los siguientes en ocupar su puesto.
La sabiduría popular dio un nombre a cierto tipo de personas que hoy es políticamente incorrecto pero que define a la perfección –como todos los que brotan sin ser sembrados- a esos personajes, por otra parte tópicos: el tonto del pueblo. Como urbanita que ahora teme por su pescuezo y como mente pseudo científica me veo obligado a traducir y definir el término brutal pero expresivo: aquellos cuya inteligencia no les permite una vida “normal” pero que se valen por sus medios, si se mantienen en un entorno cómodo. Todas las tabernas son una referencia para ellos, a veces un refugio y a veces toda una forma de vida. La taberna de mi barrio tiene, o tenía, por mejor decir, tres de estos muchachos ya cercanos a la cuarentena, Jose, Paco y Eliseo. Jose aparece poco o nada por allí desde hace algún tiempo, concretamente desde que alguien tuviera la idea de encomendarle el cuidado de unos pequeños jardines en los que logra arrancar unas gloriosas rosas blancas y unas extrañas flores rojas. A Paco se le sitúa en torno a la taberna más que dentro, pero siempre, mirando de un lado a otro, yendo de una esquina a otra, como si estuviera esperando a alguien que nunca llega, siempre por las tardes y siempre solo; a Jose se le ve siempre sonriendo y, a menudo, integrado en pandillas de quinceañeros que, al crecer, le dejan atrás; a Paco nunca le vemos sonreír y siempre está solo, con los ojos negros y angustiados, buscando. Eliseo es el más niño, ya peina canas, bueno, se las peina su madre con esos repeinados repulidos propios de ello, se le ve merodear por la terraza las tardes de buen tiempo buscando que alguien le haga caso y también ayudando a su padre con las bolsas de la compra. Otras veces paseando con su chándal azul y rojo por las seis calles de mi barrio, sin rumbo, sonriente como un crío. El año pasado Eliseo se cayó junto a la verja de un jardín y cuando acudieron a levantarle estaba muerto. Hoy, cada mañana al salir de mi portal, veo una corona renovada en su aniversario de flores de plástico, rojas, blancas, amarillas, con una foto suya plastificada dentro y un papel también plastificado en el que alguien con rotulador rojo, letras torpes y desiguales ha escrito “No te olvidamos”.