Chesterton ya se lamentaba de que parecía casi pecado disfrutar y amar la Navidad. Un respaldo histórico para un amante de estas fiestas siempre viene bien, desde luego. Sin embargo, la presión social contra nosotros (todos la celebran pero nadie parece amarla ni desearla ni disfrutarla) acaba por hacernos, hacerme para ser más concreto un poco imbécil. Quizás para encontrar la causa de tal imbecilidad o para todo lo contrario por primera vez me pregunté en serio por que a pesar de no tener buen recuerdo de ninguna Navidad, salvo los juguetes de Reyes y aun esos venían con la visita mi insoportable primo que se cargaba la mitad y con los deberes de las vacaciones que, como corresponde a cualquier estudiante que se precie, había dejado para última hora, y de encontrarme celebrándolas solo sigo sintiendo una pasión incontrolable por la Navidad.
No suele ser bueno hurgar en los más antiguos recuerdos, sobre todo en mi caso dado que mi infancia fue, con mucha diferencia la peor época de mi vida por la enfermedad (los que me han seguido saben que hablo de polio) pero si se quiere conocer una realidad hay que empezar por los orígenes y no me quedó más remedio que entrar en la caverna de aquel universo de pesadilla y creo que encontré algo que quizás tenga en parte la "culpa" de mi pasión navideña.
De niño, cada
Navidad, llevaban a ver el Nacimiento del Asilo de San Rafael, en el edificio
viejo, Paseo de la Habana nosecuántos. De aquellos años no recuerdo veranos, ni
días soleados, siempre es invierno en mi memoria de entonces. Siempre oscuridad
y frío. Paredes gris naval o gris cemento. Espacios vacíos. Espacios vacíos y
miedos, muchos miedos. El pavor absoluto a la oscuridad que aun apenas he
superado, quizás fuera uno de los peores. Desde luego el más visible aunque sea
absurda la frase. El cine, por ejemplo, era un espacio vetado, por eso la
primera película que recuerdo fue en un cine de verano, con las luces del bar
bien visibles desde de mi punto de vista, por cierto era “La verbena de la
Paloma” de Concha Velasco. Castizo que es uno.
En illo tempore, el Nacimiento del
asilo de San Rafael era casi una referencia para la ciudad, así al menos lo
vivía yo, y me atrevería a decir que para mí era especial de un modo muy
diferente.
Solía ir frecuentemente al Asilo de
San Rafael, recalco lo de “asilo” por que la perspectiva de beneficencia
planeaba sombría al mencionarlo. En general ir era sólo aburrido hasta decir
basta. La hora de rehabilitación, el rato de piscina, si aquello se podía
llamar piscina pues nunca he visto nada menos parecido a una piscina, pero
cumplía su misión y poco más. Eso la mayoría de los días pero había otros era
un viaje al infierno de dolores, gritos y acusaciones. Salas blancas, viejas,
con tamaño de nave industrial, bancos largos para esperar, blancos, blanco,
blanco, siempre blanco. Odiosamente blanco. Un blanco viejo, limpio pero ajado,
sólo se rompía el ofensivo blanco en los espacios de transición, pasillos, etc,
no por que no fuera igual de blanco sino por que apenas estaban iluminados.
Había uno en especial, inolvidable, algo más oscuro, que me llevaba a la sala
de yesos, donde viví algunas de las experiencias más espantosas de mi vida
sobre una mesa larga de mármol y bajo una lámina de Moisés y la Serpìente de
oro que luego supe que era de Doré, para mí era un montón de gente muriéndose
sin más. Era pues aquel pasillo no sólo siniestro sino el equivalente para una
mente de tres o cuatro años lo más parecido al carro hacia la guillotina o si
nos ponemos en plan americanofilo a la milla verde. La sala de yesos,
deslumbrante, me esperaba con sus horrores tras una enorme puerta blanca,
aquella sí que era la puerta del infierno y no había redención posible. Pero
antes, en el pasillo siniestro se abrían cuatro manchas rojas. Eran unas
vitrinas empotradas en la pared forradas de terciopelo, supongo, rojo y delante
blancas recibiendo de pleno unos focos para que se pudieran apreciar bien. Eran
moldes de escayola de cuerpos retorcidos por la polio, pies al lado de los
cuales los de las chinas eran un prodigio de corrección anatómica,
espantosos monstruos sin cabeza, sin
brazos, troncos sueltos con columnas en ángulos imposibles, jorobas inmensas,
pies sin piernas en los que costaba distinguir los dedos del talón. Entonces
aparecía la voz. No siempre era la misma, a veces era la de algún fraile, Fray
Pedro siempre llevaba caramelos en los bolsillos, cuadrados, de colores,
pequeños, duros, y una gran sonrisa, pero nunca estaba en ese pasillo, era otro
cualquiera, generalmente desconocido; otras veces era la de mis padres,
aleccionados como si fuera una consigna, un santo y seña, la que llegaba a mis
oídos: “así es como acabarás si no haces lo que se te dice”. Hubiera sido
suficiente para helarme la sangre en las venas si no supiera que lo que me
esperaba detrás de las gran puerta blanca era infinitamente peor que esa mera
amenaza en principio lejana, el dolor era inmediato, inevitable y abismal. Creo
que llegué a inmunizarme a la visión de aquellos Quasimodos de escayola por
contraste. Frente a lo que me esperaba dentro aquello era un chiste o poco
menos.
Sin embargo, al llegar Navidad todo
aquello cambiaba. Ir a ver el Belén de San Rafael, que ha sido tradición
madrileña desde hace muchísimo tiempo, cambiaba el tono hasta de los grises y
de los fríos del camino habitual y ya en el edificio se llegaba a él por un
ancho pasillo de suelos relucientes negros y marrones, flanqueado por macetones
de pilistras con una galería de enormes ventanales semicirculares al jardín, entraba
ese sol de invierno tan madrileño, tan imposible de brillante y frío, a
raudales, a la izquierda de vez en vez entre macetón y macetón se veían altos
ventanales estrechos a los gimnasios y las piscinas (de nuevo el blanco, el
aterrador blanco) pero yo no miraba sino al frente. Aquel corredor anchísimo
era a mis ojos el colmo del lujo y cerca del final había una puerta a la
izquierda y allí una hornacina de boca semicircular y luego, para mi absoluto
espanto, se apagaban las luces. Ante nosotros se desplegaba un mundo ajeno al
habitual, lleno de colores, los Reyes al fondo creo recordar en primer término
un ángel anunciando a los pastores, alto, vestido de rosa sobre una nube, el
brazo en alto y las alas verticales. Inesperadamente aparecía la magia pues
empezaba a anochecer en la bóveda del Nacimiento, los tonos sonrosados dejaban
paso a los azules donde brillaban las estrellas, La Estrella y se iban
encendiendo las casas, las hogueras y la luz más fuerte sobre la Sagrada
Familia, me sobrecogía esa parte por que era demasiado oscura para mi gusto
pero era tan bonito aquel cielo estrellado y el ángel iluminado no sé si desde
abajo por la hoguera de los pastores o bien por otro foco como el del Niño.
Tenuemente por la izquierda el azul se hacía más claro y luego rosa hasta
amanecer y llegar al mediodía. No sé si había música, no lo recuerdo, yo estaba
fascinado por toda aquella magia de los personajes, las casitas, las luces, el
ángel. En aquel semicírculo se abría una ventana a otra realidad de colores, de
luces, sin miedos, de permanente renacer pues a una noche sucedía un día y
luego otra noche, una ventana que me decía que había algo más que aquel averno
de dolor y miedo, de gris y frío que yo vivía como niño enfermo y solitario
entre gentes angustiadas unas y amargadas otras. Aquella visita anual fue
durante mucho tiempo una especie de faro entre grises que al final fueron
ocupando su puesto dejando espacio a días cálidos y a colores vivos.
Quizás sea es la causa de mi pasión
por la Navidad, quizás un simple recuerdo de un niño de tres o cuatro años o
nada. La construcción del nuevo y espantoso hospital con los mismos horrores
dentro pero sin el menor gusto estético dejó aquel espacio durante un tiempo
prácticamente colgando con escaleras etc. donde yo no podía llegar, hablamos de
hace más de cuarenta años, y nunca he vuelto a ver ese Nacimiento que, parece
ser, sigue siendo una referencia madrileña.
Acabo de ver el nacimiento de 2015
y, no censuro, pero ya no son las mismas figuras, supongo que mejores,
preciosas, sí, pero ya no son las que me abrieron la ventana en el frío gris de
mí sobrecogida infancia.