Casi da pudor, por
tópica, contar esta parte de la historia, así que sintetizaremos pasando por
alto citas, tonteos y demás, incluso vamos a dar por hecho que todos sabemos
que la cosa acabó en una de esas bodas que dícense “de segundas” con convite y
todo, aunque aquí tenemos que detenernos pues algo pasó que llegó preñado de
ciertas cargas de profundidad que, a la larga, surtieron su efecto. Para
empezar Antonia tenía una lista de invitados moderadamente amplia, casi todos
de la familia de su difunto, Rogelio no tenía a nadie, así que para no quedar
en ridículo ante su nueva familia política se tragó su orgullo e invitó a Isa,
Elías y sus hijos. Por supuesto también envió invitación a Jesús que respondió
por escrito asegurando que le iba a ser imposible acudir pues iba a estar
ocupado “desatascando cagadas”. Naturalmente guardó la respuesta sin
enseñársela a la novia. No quería mostrar sus puntos flacos antes de tiempo.
¡Si sabría él como tratar a las mujeres!
Fue al final de la
velada, cuando ya sólo quedaban los íntimos, charlando en la última mesa.
Elías, asegurándose de que no le pudiera oír más que el recién casado soltó con
aire satisfecho.
-Encontraste la
foto ¿No?
Le hubiera gustado
hacerse el tonto pero no pudo o no supo o, simplemente, le superó la curiosidad
que ya se sabe que mató al gato.
-¿Qué hacía una
cosa como esa en casa de Rosa?
-Decía que le
recordaba a ti cuando la pretendiste y te la tiraste, aunque eso no me lo dijo,
así que se la di. Quizás se “consolase” de su soledad con ella ¿no? –en otro
tiempo le habría borrado la sonrisita con cuatro guantazos, o al menos eso
quería creer, pero ahora se sentía avergonzado recordando sus largas relaciones
con la Rosa, demasiado señorita para trabajar, y hasta echando de menos su
ternura y la pasión con que se le entregó durante años-. Pero no te preocupes,
las demás fotos las tengo yo, se me ocurrió que podían ser un regalo de bodas
muy personal, al fin y al cabo es la vida de tu hijo, por cierto, que lástima
que haya podido venir –se sacó del bolsillo un abultado sobre que le pasó
clandestinamente-. Ya las verás en casa con calma.
-¿Qué sabes de él?
-Ah, está bien,
trabajando en el mantenimiento del edificio donde mis hijos tienen el estudio;
pero la pregunta no es esa, Rogelio, la pregunta es: si yo pasé de oveja a
cabrón ¿Quién es ahora la oveja? Isa que ya va siendo hora de irse y dejar
solos a los tortolitos.
No pudo reaccionar
y se dejó llevar por las bromitas y despedidas tópicas un tanto fuera de lugar
dada la edad de los contrayentes pero ¿Cuándo se da cuenta uno de la edad que
tiene? Durante los siguientes días, en el tópico viaje a Canarias, Rogelio aparcó
el asunto de las fotografías que dejó en su nueva casa, la de Antonia, en un
cajón cualquiera, le preocupaban otras cosas como hacer inventario de las
cuentas corrientes y propiedades de su esposa y trazar un proyecto para poner
en marcha otro bar, entre los dos podrían amortizar la inversión en un par de
años. Desde luego no era tan buena guisandera como la Luisa pero tampoco lo
hacía mal del todo y aprendería rápido. Sin embargo, antes de acabar lo que sin
duda por puro recochineo llaman “luna de miel”, se topó con un inesperado
problema de índole íntima. Antonia no tenía la indiferente disponibilidad de
Luisa sino una feroz resistencia muy, pero que muy, activa. Tan sólo
ocasionalmente concedía con ciertos aires de reina, el acceso a su cuerpo con
mal disimulada repugnancia. Tiempo después descubrió, bastante tiempo, supo que
no sentía asco ni al sexo ni a los hombres sino a él, por mejor decir, a su
cuerpo, pero en esos días faltaba mucho para llegar a tales confidencias y, lo
supieran o no, ambos se estaban tomando las medidas como dos boxeadores.
Nada más complejo
que los entresijos y engranajes de un matrimonio, seguramente harían falta
varios gruesos tomos para expresa, o simplemente relatar todos los matices,
trampas, juegos de poder, verdades a medias, odios, desconfianzas, venganzas y
desprecios que hay un par de horas de relación de una pareja que se ame. Con
esta premisa se entenderá que vuelva a recurrir a una síntesis feroz de lo que
fue sucediendo en los primeros tiempos de esta unión.
Antonia estaba
acostumbrada a su Pepe que, como marido, era fácil de complacer, poco exigente
y lo bastante lúcido como para valorar su manera de ser, delicado, atento,
detallista pero firme y autoritario llegado el caso y, desde luego, un tanto
chapado a la antigua. Naturalmente no le amó, conocía demasiado bien las
consecuencias del amor como no escarmentar en cabeza ajena, pero fue un
matrimonio razonablemente feliz. No es que Antonia llegara pura y virginal al
tálamo de “su Pepe” pero ninguna de esas experiencias previas le dejaron huella
alguna ni lograron, que por un segundo, se las tomara en serio. Sin embargo, sí
que había un regusto de despecho en ella desde su juventud en el pueblo.
Aunque conocía a
Rogelio desde siempre la convivencia resultó de lo más reveladora, lástima que
ya no hubiera marcha atrás. Ese hombre cayó en su casa como una plaga. Ni sólo
era desordenado sino que actuaba como un conquistador en el doble sentido del
término: de tierra tomada y de mujeres, sin serlo ni de una ni de otras, y
mucho menos de ella. Desde luego tampoco había sido un matrimonio por amor –ya
era tarde para eso pensaba Antonia o dicho de otro modo “a buenas horas, mangas
verdes”- pero por alguna razón le importaba lo que hiciera más de lo que le
había preocupado lo que hiciera Pepe, quizás por qué se sentía en peligro, por
qué le conocía demasiado o por cierto viejo resquemor. Ahora fue cuando
descubrió el valor tanto de las devociones –reales o fingidas- y de uno de los
consejos que le dio Pepe cuando supo de la gravedad de su enfermedad. Iba a
dejara con cuarenta y pocos, de buen ver, con un par de casas y una saneada
cuenta corriente, tarde o temprano encontraría otro hombre, ante esto sólo le
dijo dos palabras pero muy repetidas: separación de bienes. Rogelio ni siquiera
pensó que aquello tuviera ningún valor legal una vez casados, al fin y al cabo,
era sólo una mujer.
Cuando Rogelio le
quiso imponer la idea del bar comprendió ella lo acertado del consejo de su
difunto y no pudo evitar reírse a carcajadas en la cara de su marido. Eso sin
contar con que la idea de que ella se metiese en la cocina como la Luisa le
resultaba tan ridícula que del ataque de risa cayó en un sillón y tardó un buen
rato en recuperar la compostura ante al incomprensión pasmada de su cónyuge.
-NI hablar
–contestó todavía secándose las lágrimas de la risa-, no cuentes ni con meterme
en un antro a guisotear ni con mi dinero.
Hubo una
discusión, claro, pero ahí fue donde descubrió que la mente más brutal del
campesino afloraba en él con un temor supersticioso, vio la misma mirada que
debieron ver sus antepasadas hechiceras, un ancestral miedo a sus poderes,
absurdo pero invencible, Salió de casa dando un portazo y ella pudo dar rienda
suelta a sus carcajadas: a estas alturas Rogelio aun no había salido del pueblo
de su infancia. No pudo encontrar nada más ridículo que eso; el buen humor se
esfumó unas horas más tarde cuando volvió apestando a hembra barata y se dejó
caer en la cama a su lado. Tuvo que levantarse a vomitar, no sólo de asco, sino
por que se había dado cuenta de que ella tampoco había salido del pueblo.