Llegué a esta casa con tres años hace cincuenta, no es de extrañar pues que en una vida hayan ido apareciendo rincones, recovecos y madrigueras en los que se refugian, esconden o guardan pequeñas cosas o grandes recuerdos. Digo todo esto a cuento de haber reiniciado mi labor reorganizativa de espacios líricos que diría un ex-profesor mío y de uno de esos reencuentros inesperados cargados no se sabe si de alegría por recuperar el objeto amado o de melancolía por el tiempo que sintetiza y te devuelve como una caricia y como una bofetada.
Corría el verano del 68, ay, Señor, ¡del 68! Para los niños de entonces los veranos eran largos, muy largos y lejanos, exóticos y libres. Para mí, urbanita y un tanto peculiar en gustos pues eso de matar gatos y cortar rabos a las largartijas nunca me emocionó lo más mínimo. Por aquello de cambiar de aires íbamos los tres meses a un remoto, remotísimo, pueblo del sur. Pasando el fin del mundo a mano izquierda. Cierto que hoy hubiera sabido disfrutar sus encantos desérticos, sus playas enormes, la soledad de las tierras aun no vejadas por el turismo. Hoy habría disfrutado de ello, entonces los techos de caña, la irregular llegada de la electricidad, sin televisión, apenas la radio se escuchaba a ratos y con las manos en la cintura de Adamo sonando en el tocadiscos de los adolescentes de la casa no eran en absoluto algo que me motivase lo más mínimo. Eran en gran parte los miedos infantiles lo que me hacía estar tan incómodo en aquel lugar dejado de la mano de Dios. Sobre mi proverbial miedo a la oscuridad había otros elementos que, inexplicablemente, me inquietaban sobremanera: uno era la gran cantidad de galgos vagabundos que recorrían la playa, me gustan los perros pero no cuando son más grandes que yo ni cuando aparecen por docenas; otro eran los niños del pueblo, ojos tristes, descalzos (lógico, pleno verano y en la playa) y con los mocos colgando, siempre; recuerdo especialmente a Frasquito, que a la hora de comer llamaba a la puerta –es un decir pues siempre estaba abierta- “vengo por los desperdicios”, era la peculiar recogida de basuras del pueblo. El tercer elemento que me mantenía en permanente estado de alerta eran los albinos. Nunca había visto a nadie albino pero allí abundaban los niños albinos. Unos albinos peculiares pues no eran de piel blanca sino muy bronceados lo que aun les daba un aspecto más inquietante. Hoy me parecen hasta seductores esos cabellos pero entonces me ponían atacaito de los nervios.
Yo era un niño raro que prefería los cuentos de princesas y hadas a las Hazañas Bélicas, y aún hoy cuando veo las reediciones lujosas de aquellos cuentos me arruinaría comprándolas. Mi idea de un castillo era el de La Bella Durmiente, no el torreón defensivo y medio derruido que presidía aquel pueblo y, por encima de todo, mi idea de lo civilizado pasaba por que hubiera luz todas las noches y por que cuando lloviera no pasara el agua entre las cañas.
Acostumbrado a que en casa éramos pocos aquella casa estaba habitada por ciento y la madre, primos que iban y venían, amigos, más primos, aquello era un caos para mi mente. Por otro lado tampoco tenía todavía el hábito de leer más que tebeos que allí no llegaban, además yo era el más torpe de todos los chicos, casi el tonto y lo cierto es que las compañías de mi edad en aquella época no me interesaban lo más mínimo; aún hoy esa generación, la mía, no deja de resultarme ajena y marciana. Me entendía mucho mejor con los adolescentes, esa generación que ahora tiene los sesenta y…, me sigue ocurriendo, soy alguien que tenía que haber nacido a finales de los cuarenta o a mediados de los setenta y nací en el 59. No es que me entienda mejor con los treintones pero por lo menos esa generación tiene una actitud vital menos amarrada que la mía. Sólo tenía como compañía mis soldaditos. No es cierto, también tenía otras compañías aunque no menos especiales. Los primeros Asterix publicados en España por ejemplo, que me llevaba de casa, claro, las inyecciones diarias, compañía poco grata pero sin duda presente, ah, y las diarreas que animaban mi vida como el circo romano la de la capital del imperio, y que no se me olviden las alergias variadas que hacían que todo aquello que supiera a algo (pescado “azul”, embutido) me produjeran una reacción cutánea espectacular. Durante las siestas, si había suerte, se cogía en la radio no recuerdo que emisora donde escuchaba “Un capitán de quince años” y luego… se dejaba de oír. Yo que era el rey de Radio Madrid por entonces, sin mi amada radio. Claro que tampoco necesitaba muchas más compañías, seamos sinceros. Los adolescentes tenían entrepiernas de las que ocuparse y con los chavales de mi edad ya dije que no hacía buenas migas. Siempre estaba solo pero jamás me aburría, quizás por que siempre he ido al margen de todo, he desarrollado una serie de técnicas para estar siempre liado con algo. Recuerdo especialmente aquel verano del 68 un juguete inesperado que vino a hacerme más llevadero el verano.
Los tebeos no llegaban al pueblo, ni en broma, pero las revistas de cotilleo sí, no sé como pero llegaban. Ahora que lo pienso alguien las debía encargar a la capital por que sí no, no me explico por que estaban allí. Tampoco había tantas, sólo Semana.
Todo esto viene a cuento por que el otro día en una de mis campañas organizativas encontré un sacapuntas. Vaya cosa ¿verdad? Pues sí, vaya cosa. Claro que no es un sacapuntas normal. Es un cisne blanco entre cuyas alas está el sacapuntas. Helo ahí:
Me lo compró mi madre en la única tienda del pueblo, uno de los pocos caprichos que allí me podía conceder y se convirtió en el único toque de civilización que veía alrededor. La de lagos y espejos que ha cruzado ese cisne en mi imaginación, la de princesas que han volado a sus lomos, la de bailarinas que le han contemplado mientras esperaban que el soldadito de plomo les dijera por ahí te pudras. Cuarenta y … años después sigue evocándome todo aquello siendo sin serlo más cisne, más real, más glamouroso que cualquier otro. Sin embargo, trae a mi mente otros recuerdos que no lo son tanto.
Lía Uyá representó a España en el festival de la Oti de 1974 con la canción Lapicero de madera. No he conseguido encontrarla pero la idea es que el olor del lapicero venía a ser como la magdalena de Proust, y algo así como mi estilizado cisne sacapuntas.
La casa donde pasábamos los veranos –creo recordar que ya he hablado de ella en alguna ocasión- tenía un “porche” con tejadillo de cañas sobre soportes de maderos, un bordillo encalado de la altura de una silla que a menudo funcionaba como banco, dos peldaños que daban directamente a la playa y el suelo de cemento.
Frente a la casa había una isla de rocas pardas, en realidad eran dos pero una de ellas apenas una roca un poco gorda. Por lo que decían los zánganos adolescentes que iban allí a menudo, a veces nadando, veces en botes, había buena pesca. En realidad los adolescentes de aquella casa tenían un duelo vulgar de “a ver quien la tiene más larga”, metafóricamente hablando claro, pues ambos primos se odiaban, sin paliativos. Como si fueran Caín y Caín, pero en primos hermanos. Lo cierto es que más de una vez volvieron con una buena carga de erizos de mar y un par de veces con meros algo más que grandes. El olor a mero todavía me revuelve el estómago y no ha habido régimen que haya conseguido que lo coma y el erizo de mar me parece un bicho decorativo pero una de esas cosas que me sugiere : “eso no se come”. A veces era peor.
A veces los chicos venían con pulpos, ¡que cosas verdad!, pues sí, venían con pulpos bastante grandecitos, más de un metro tranquilamente. Si por entonces hubiera conocido el art nouveau, hubiera podido encontrar algo de glamour en aquel bicho repugnante. Sin embargo, aparte de el asco, el recuerdo que tengo es otro que habla de la femineidad, la pulpeidad y la atónita mirada de un crío de nueve años ansioso de algo bello y, sobre todo, no doloroso ni brutal en medio de aquel secarral ajeno a mí hasta en sus más mínimos detalles.
Entre las Madres de familia de la tribu había una, andaluza, especialmente salerosa, del tipo esférico, siempre risueña. Cuando llegaba el pulpo, trofeo de macho vencedor, LA MADRE por excelencia del clan, se llevaba un gran disgusto, siempre se llevaba un gran disgusto y montaba un circo, pasara lo que pasara, desde que el hijo llegara tarde a que sobraran dos sardinas de la comida. Tras la función correspondiente, a la que nadie salvo yo prestaba atención alguna que no fuera la convencional para cubrir las necesidades de vedettismo de la protagonista, llegaba la Madre andaluza salerosa, agarraba al pulpo, le daba la vuelta del revés, o sea el interior hacia fuera, como un calcetín, lo cogía de lo que debía ser su estómago o algo parecido y lo golpeaba brutalmente contra el cemento del porche, una y mil veces, decían que para quitarle no sé qué, supongo que sería para ablandarlo. La imagen era brutal, feroz, despiadada, aquella mujer por lo demás encantadora era la encarnación de una furia del averno (si yo hubiera sabido que era eso) desencadenada; recuerdo el extraño sonido del animal, entre viscoso y duro, contra el suelo y a todo el mundo mirando.
El cisne que me compró mi madre resultaba ser el único rasgo con un cierto grado de belleza, glamour si queremos, y serenidad al que me pude agarrar aquel verano. Durante los setenta los cisnes se pusieron de moda en la decoración casera y, dentro de lo posible, me hice con unos pocos. Cuando me hice mayor, esa tontería de los dieciséis años me parecieron cursis, almibarados y definitivamente insoportables así que me deshice de ellos. De algún modo el sacapuntas escapó de la masacre pajarera. En cuanto a los pulpos, para mí, simplemente no existían sino como cosas sobre las que hacer documentales, tan es así que hace apenas un par de años que puedo comerlo, pues antes su textura me hacía vomitar directamente. Natalie Portman me devolvió el interés por el sinuoso capricho de la naturaleza que es el cisne, animal con muy mala uva, dicen; y la revisión de Hokusai me hizo ver al octópodo de otro modo. No puedo por menos que reírme cuando pienso que mi sacapuntas-cisne apareció justamente cuando estoy investigando sobre la iconografía del pulpo y la mujer.
Por que la mujer es el tercero de los elementos. Cuando oigo hablar generalizando, como si fuera un absoluto, de mujeres frágiles, débiles, sometidas, invisibles, recuerdo a aquella andaluza salerosa girando sobre sí misma para tomar impulso, la violencia del choque de los tentáculos del animal y la presteza en preparar el siguiente golpe y me limito a levantar la ceja y pensar como somos capaces de engañarnos los humanos.