La experiencia de mirarme al espejo nunca ha sido de mis favoritas (el narcisismo lo debo llevar por otro lado) así que cuando lo hago es por cuestiones estrictamente funcionales: el rizo indomable, la barba igualada y demás pequeñeces estéticas. Sin embargo, hay otros espejos en los que no puedes elegir mirarte o no.
El otro día recomencé mis clases y no pude evitar darme cuenta de cómo había cambiado en estos tres meses de vacaciones. La devastación interior que se ha precipitado –especialmente esa tarde- ha terminado saliendo al exterior. Como soy muy pillo dejé que la conversación fluyera y acabó en la edad, así que solté como quien no quiere la cosa el tema de las canas afirmando que se me habían multiplicado, la respuesta fue una afirmación general. No es que me importe tener el pelo más o menos canoso sino el por que de esa repentina velocidad en el proceso; me preocupa el cataclismo interior que no puedo remediar, por más que haga, por más que me esfuerce.
A no recuerdo quien que le pedía un retrato, Felipe IV le contestó que ya sabía lo vago que era Velázquez y que, además, últimamente le daban miedo los espejos. Viendo el último retrato del monarca que hizo el Rey de los Pintores se entiende perfectamente la actitud del pobre Felipe.
Dentro de unos días tengo una reunión familiar y me dan miedo los espejos. Esos que no puedes evitar ver. Esos que ponen de repente ante la realidad de que las pequeñas cosas de tu pasado pesan más ya que todo tu presente y todo tu futuro.
Todo, empero, tiene su toque de humor y no hay por que dejarlo atrás, Ayer esperando el ascensor en el hospital apareció, cual hada inesperada, una diminuta mujer, no tendría más allá de los treinta y poquísimos, bata blanca abierta dejado ver un vestido azul, adornos coquetones, muchos. Morena de verde luna, pelo negro, y –y aquí me perdí- calzando unos zapatos de tacón realmente glorioso. Ninguna belleza pero sí una mujer femenina y grata a la vista, voz suave y dulce en las pocas y convencionales frases (¿usted sube?, Ya está aquí) Una delicia poco corriente y más en un hospital masificado que se vio repentinamente deshecha con el comentario a otro pasajero sobre mí: “Este señor se baja aquí”. Hacía tiempo que lo esperaba, al fin y al cabo tengo 53 años, pero ayer me llamó señor por primera vez un adulto, adulta en este caso. Bueno, concedido el espacio al humor que merece la anécdota, volvamos donde estábamos.
Al abrir los armarios buscando la corbata me encuentro con todas las viejas ocasiones en que he usado cada una, con que venga la moda que venga tengo una corbata que encaja y lo que es mucho peor: que me da igual una que otra. Al abrir los armarios encuentro pulseras, anillos, relojes, y con ellos las viejas ilusiones, las alegrías, con que los compré o los recibí. Lo malo de las pequeñas cosas no es su presencia inesperada, no es que te pillen con la guardia baja y te hagan llorar a solas, como dice Serrat, no. Lo malo de las pequeñas cosas son aquellas que no están, los huecos que dejaron las que se perdieron, los que se fueron, y –las peores de todas- las que nunca estuvieron y se fueron convirtiendo en esperanzas vanas a las que uno nunca sabe en que momento renunciar.
Y uno siente la necesidad de vaciar los armarios hasta que no quede ni una mota de polvo y prender fuego a todo, como si destruyendo el pasado se pudiera partir de cero, recuperar la ilusión por algo, pero uno ya lleva demasiadas cosas –y me refiero a cosas- en sus espaldas, cosas que si renunciara a ellas sería renunciar casi a su esencia misma. Uno no puede partir de cero ni inaugurar una casa vacía. Así que con esa hoguera sólo conseguiría más espacio, eso sí.
Una de las esperanzas a las que no sé cuando renunciar: estar delgado
Ja,ja,ja, esa misma sensación de necesidad de quitar lastre, de vaciar armarios la tengo yo estos dias. Y ya tengo algunas medidas previstas que me sorprenden a mi mismo que me conozco de hace años. Seran los 50. Un abrazo.
ResponderEliminarEstupenda reflexión. Cada cual sin embargo, manejamos el pasado como creemos conveniente o como podemos. Yo conservo de lo que me entristece, estrictamente aquello de lo que no consigo desprenderme.
ResponderEliminarY no me hables de canas, chavalin.
Sí, tienes toda la razón acumulamos historia, acabo de cumplir 51 y me doy cuenta de que hay cosas que ya no se pueden cambiar, puedes adaptarte mejor o peor, pero ya no cambias. No creo que sea ni bueno ni malo, son los años vividos, y como tales está bien.
ResponderEliminarDavid: es que los 50 son una edad mu mala.
ResponderEliminarUno: algunos no manejamos el pasado, somos manejados por él. En cuanto a las canas no me preocupan en sí, me preocupa el porque tan deprisa, tan de golpe. Además me sientan bien.
Javier: no es eso lo que yo quería decir, aunque estoy de acuerdo completamente, sino que cargas con cosas físicas y mentales pero eso no implica que no se pueda cambiar, al menos yo lo veo así. Entre otras cosas por que los años vividos no están bien, nunca lo han estado y salir de esa pesadilla siempre puede ser posible o sólo queda el suicidio.
Gracias por leerme y un abrazo a todos.