En estas fechas, cuando los crisantemos florecen, son las que la tradición manda para recordar a nuestros difuntos. No es de extrañar. En todas las culturas existe la creencia, no tiene por que ser falsa, de que hay momentos en que el muro que separa el mundo de lo natural del sobrenatural se hace más fino, permeable, y así San Juan, Nochebuena y algunos momentos más del año, como éste, tienen ese poder, en realidad, en un nivel práctico no es estrictamente una fecha pues entre Halloween, Todos los Santos y Los Fieles Difuntos (que ya nadie parece recordar que es el dos de noviembre) se convierte más bien en un periodo que en un instante. Es tradición precristiana que los poderes eclesiásticos hicieron suya al no poder eliminarla. A mí me gusta, sé que no es políticamente correcto para mi edad, formación y pensamiento pero, como ya sabéis, lo políticamente correcto me trae al pairo. Me gusta por que, en cierto sentido, me convierte en eslabón de una cadena, aunque sea el último, y por los huesos de santo, y por que es tiempo de visiteo, aunque no se haga, y por que, por un tiempo, poco, me libero de los muertos.
Hace poco tuve una larga charla con un amigo. Apenas le llevo un año pero él aun no ha empezado. Me explico. Aun no ha perdido a nadie realmente cercano, sí, claro, a un par de tíos del pueblo a quienes trataba poco, a los abuelos en la infancia, esas pérdidas que cuanto más joven eres más naturales ves, por que el abuelo te parece viejísimo o por que realmente lo es. Sin embargo, otros, llevamos ya una carga de muertos en nuestra vida, cercanos, gentes que tratábamos todos los días y a los que, de un modo u otro, amábamos. Personas que, al marcharse, han cambiado nuestra vida, nuestra relación con el mundo y hasta nuestra cotidianeidad. Muchas de ellas con largas enfermedades que hemos vivido de cerca y que, en no pocas ocasiones, han hecho sino desear la muerte sí verla como un alivio para ellos. O eso hemos querido creer para hacérnosla más soportable. Cada una es hoy un silencio estruendoso, un rosario de recuerdos, de fechas, de gustos, de datos, de recuerdos que, sin que nos demos cuenta traen otros y éstos otros más. Unos se enredan con otros y con otros más. Hoy hace años del tío Jacinto, mañana de la abuela Juana, el viernes hará años de la boda de la tía Rosa, que en paz descanse. Así empieza la telaraña, de ahí a “¿te acuerdas cuánto le gustaba el turrón de guirlache?”, o “calla, que menudo disgusto el día que se nos olvidó comprarlo”, para seguir con “lástima que se fuera tan pronto” o peor aún, “si hubiéramos ido antes al médico”, “le pasó lo mismo al tío Pedro, debería haber ido antes al especialista”. Los recuerdos del tío pasan a enlazarse con los de la abuela, con los del amigo, con los del primo hermano, con los del suegro; las fechas se solapan, a veces se confunden, a veces se diluyen en “sé que fue en agosto pero no me preguntes que día”. Luego vienen las reflexiones, esas reflexiones inútiles que nos hacen tanto o más daño que el que nos hizo en vida quererles: “si hubiera bebido menos”, “con lo buena persona que era tenía un pronto que te cruzaba la cara si te descuidabas”. Lo peor no es eso sino que el turrón de guirlache no te sabe igual sino que tiene regusto a ausencias y casi, casi, llegas a echar de menos las bofetadas, sólo casi y aún así sueles acabar diciendo “pobrecillo”
Y las cosas, aquel jarrón espantoso que te regaló tía Enriqueta que conservabas para que no se ofendiera cuando iba a casa se convierte en algo sagrado, ¿cómo vas a tirar el jarrón con el cariño con que te lo compró?, ¿y las gafas del abuelo?, ¿y la pulsera rota en siete pedazos de la abuela?, ¿y la acuarela del primo Andrés?, ¿y el alfiler de boda de la bisabuela de la vecina que nos dio con todo cariño? Además, lo primero que hacemos todos (creo que todos, a lo mejor somos sólo los especimenes que compartimos genética) al faltar alguien querido es hacernos con una fotografía y ponerla en un marco. Así nuestros muebles empiezan a parecer altares de los antepasados pero no es eso lo peor sino ¿cómo vamos a deshacernos de la “galería de difuntos” de tía Eulalia? De ahí solemos quedarnos con quienes compartimos con tía Eulalia pero no tenemos corazón para romper las otras fotos de gentes que no conocemos. Las sacamos de sus marcos que aprovechamos para otros difuntos y las guardamos en las clásicas cajas de bombones que se nos van llenando de niñas de comunión perfectamente desconocidas, bodas anónimas y caras pueblerinas que no hemos tenido el gusto de conocer. A veces son cartas que tío Antonio guardaba con mimo en una caja de puros, de hace cincuenta, sesenta años. No las leemos por un profundo respeto a su intimidad y no las quemamos por la misma razón. Yo mismo conservo un tratado de Latín que escribió el padre de un medio pariente que me lo dio para que lo guardase por que sabía que sus sobrinos lo tirarían, y una colección de revistas que una compañera de hospital que por entonces tenía cerca de noventa años quiso que no se perdiera, y un duro que me regaló la madre de mi vecina el día de mi comunión, y un billete de cien pesetas con la efigie de Bécquer sólo por que fue el último regalo de una amiga de la familia, y un abanico hecho con palos de helado de plástico con lentejuelas (sí, ni os lo imagináis) por que alguien me pidió que no dejara que se perdiera ese regalo de su hermano, e incluso me hizo prometer que si tenía ocasión bautizaría a mi hijo o ahijado con el nombre de ese hermano llorando a lágrima viva.
Que esa es otra, las deudas con ellos. Las deudas con nuestros muertos, éste nos enseñó a apreciar la pintura, aquella hacía unas croquetas que le han debido ganar el paraíso, el de más allá nos enseñó la técnica para envejecer la madera. El tío Pepe venía a poner las luces al árbol de Navidad, el primo Olegario consiguió que nos entrara en la cabeza las bases del álgebra, con algún pescozón, eso sí, pero lo hizo. Así cuando ponemos las luces en nuestro árbol de Navidad o cuando probamos unas croquetas, envejecemos un marco o resolvemos una ecuación se nos hacen presentes a veces trayendo una sonrisa, a veces una congoja.
Fechas, actos, cosas, deudas, todo ello teje una telaraña personal que se trenza con la de tu seres queridos vivos y los recuerdos de las enfermedades, de los comportamientos en torno a ellos, de los hospitales, de cómo cayó fulminado sobre el regazo de alguno de nosotros, cumpleaños, aniversarios de boda, “tal día como hizo la comunión su niña, iba él más contento”, de muerte. Para que no se nos olvide tenemos los recordatorios, objetos fetiche a los que nos aferramos irracionalmente.
Así, nuestros muertos nos van envolviendo hasta casi materializarse como ectoplasmas. Sin embargo, no es esto lo peor, ni siquiera esas ausencias que nos van dejando el alma y la vida como un queso gruyere. Lo peor es el perpetuo, continuo, recuerdo de su muerte y de su enfermedad. Quienes hemos vivido de cerca esas enfermedades las tenemos presentes como yagas que no cierran nunca, si largas por la angustia inenarrable que suponen, si fulminantes por el bayonetazo que fue un cambio brutal de vida en quince minutos o, peor aun, treinta segundos. A algunos el sonido del teléfono les pone el corazón en un puño por que fue así como supo del accidente, a otros son los aviones por que fue un bombardeo lo que se llevó por delante a su pariente, la sirena de una ambulancia, una tos, el aria de la Reina de la Noche que yo escuchaba mientras a unos pocos kilómetros me estaba cambiando la vida para convertirla en un infierno.
Siempre presentes, incluso en los momentos felices en los que te esfuerzas por no pensar en los huecos, siempre hay alguien que cae vencido y “que pena que no esté aquí el abuelo” y su presencia desembarca en una larga conversación recordando sobre todo su agonía, su enfermedad, su muerte. Aunque haga ya treinta años y estemos en la comunión de un bisnieto que no llegó a conocer.
A veces su envoltura es acogedora, a veces divertida, a veces, la mayoría, una tortura refinada que nos aprieta el pecho. Por eso, en estas fechas, yendo a los cementerios, comiendo los huesos de santo, me parece que hago las paces con todos ellos, que me libero de intentar no pensar en ellos, que tengo bula para hacerlo, para enfadarme con ellos, para reírme con ellos o para llorarles. Para eso florecen los crisantemos, las hojas se tiñen de rojo y llueve.
Claro que siempre hay otra forma de verlo.
Estaba tan entretenido con tu texto que se me ha olvidado echar una firmita en el brasero. En serio: me transportas a mundos olvidados.
ResponderEliminarYo con los que se fueron y me marcaron me comunico cuando lo necesito. Nunca ha sido en un cementerio.
Un abrazo
Hace años que no visito el cementerio, no por nada particular, una mera cuestión geográfica, los restos de mis antepasados descansan lejos en Castropol (Asturias), en una pequeña capilla, allí se espera que yo tenga mi última morada mirando a la Ría del Eo. Los años pasan y acumulamos recuerdos y cuantos más años pasan más cercanos estamos al pasado, pero da igual ellos siempre están presentes o al menos para mi.
ResponderEliminarNo se si me ha hecho bien en esta ocasión leerte, Joaquin. Acabo de llegar de Madrid, he ido alli huyendo de mi mismo. Intentando no mirarme la herida que desde hace apenas quince dias y de mucho antes me parte el corazón. Yo que todo lo guardo, no he querido guardar la esquela de mi madre, si me apuras he olvidado includo el dia del mes que fue. No se si es lo correcto, pero estos dias he preferido no pensar. Un fuerte abrazo.
ResponderEliminarUNo: si no acotase el tiempo para permitirme enfadarme con ellos y decirles todo lo que callé en vida, me aplastarían todo el año. Gracias por lo de que te transporto a mundos olvidados. Un alto elogio.
ResponderEliminarJavier: eso es lo malo, que siempre están presentes, amenazantes con la nostalgia o las rencillas y no dejan espacio a la vida, al presente. Nuesto amor por ellos a menudo nos puede.
David: creo que he cometido un error garrafal al publicar esto. Siempre se hace daño cuando se tratan según que temas, enfrascado luchandon con mi vivencia del tema, olvido que hay heridas aun más vivas y recientes. Un abrazo.
Gracias a todos por leerme y un fuerte abrazo.
Nunca puede ser un error expresarse con el corazón.
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