Desde su ventana, mientras prepara sus clases, le ve. Cada día. Cada mañana, para ser más exactos. Baja por su calle, paso largo, pantalón corto, deportivo, camiseta blanca, zapatillas también deportivas, todo ello ajado, viejo. Cruza la avenida, es su nombre aunque no sea más que una calle estrecha de un solo carril paralela a los setos de un parque, sin mirar. Pelo más bien largo que se agita con su zancada decidida. Cruza los setos sin seguir los caminos, siguiendo los destrozos que otros han hecho, y se pierde cruzando el parque. Camina con prisa, o lo parece, no es desde luego el paso de alguien que quiere hacer deporte ni el de quien ha de hacer caminatas a paso ligero por su salud, es el de quien tiene que llegar a algún sitio con hora fija. Cuando se dio cuenta de su existencia, allá con el final de una fría primavera, pensó que se trataría de esa carpeta que lleva bajo el brazo. Cosa de media hora más tarde le ve aparecer entre los setos, cruzar la avenida y subir la calle arbolada. Con la misma prisa y con una carpeta bajo el brazo que no logra adivinar si es la misma u otra. Nada extraño, cabría suponer, si no fuera por que al rato de nuevo le ve hacer el mismo recorrido, ida y vuelta. Durante toda la mañana. Cuando sale de casa sobre las dos y media suele acabar de bajar con la misma urgencia. Con el paso de los días se fue fijando en él. Es un hombre que rondará por lo bajo la cuarentena, hombros anchos, fibroso, diríase que no tiene un átomo de grasa en su cuerpo, como alguien muy hecho al ejercicio duro; en la cara no tiene expresión pero resulta dura, desagradable, quizás hostil.
Es curioso como alguien que pasaría inadvertido puede convertirse con único rasgo en el centro y el eje de la atención de cualquiera. Nada hace a ese hombre especial, uno más entre quienes viven en una gran ciudad, se supone que convencionalmente apresurados, incluso su desaliño le esconde. Calzado deportivo ajado, calcetín verde militar, pantalón corto del mismo color y camiseta de manga corta blanca. No varía salvo las contadas ocasiones en que el frío extremo le impone un jersey azul oscuro y un pantalón de chándal gris. Nada que no sea corriente, indiscernible del entorno. Sin embargo, chirría. Por lo menos a él, espectador anónimo y distraído desde su mesa de trabajo junto a la ventana, le chirría y le inquieta. Siempre ha tenido que frenar su mente para no montar historias pero los años le han ido ayudando en esa tarea, sin embargo, no puede evitar ver cierto peligro en el hombre que cruza. ¿Alguien que vigila los movimientos de alguien? ¿un correo ilegal dentro de esa carpeta? ¿terrorismo?
Sin darse cuenta va estableciendo las horas en que el hombre cruza, siempre apresurado, siempre sin mirar nada, siempre con la misma ropa y con la carpeta bajo el brazo. No hay norma, no hay horario, no hay nada fijo salvo su figura a paso rápido.
Primero estas apariciones inquietan, excitan la curiosidad, luego se elucubra con ellas, se inventan historias, se hace uno preguntas, más tarde, inevitablemente aunque esas visiones sean de unicornios montados por hadas y guiados por ángeles guardianes, acaba uno acostumbrándose. Así, el hombre que cruza va desapareciendo de su vida y sólo ocasionalmente se tropieza con su visión al levantar la vista de los libros.
Hasta que se encuentra con él, cara a cara, fuera del barrio. En pleno centro de la ciudad, el mismo paso, la misma actitud, la misma mirada que parece no ver nada, la misma indiferencia ante los coches y los semáforos. El baja hacia casa, el hombre que cruza sube tan presuroso como siempre. Ve como casi le arrolla un deportivo demasiado lanzado sin que ni siquiera pestañee ni vacile un segundo en seguir su camino. Quizás no haya camino, no haya punto final de la subida ni lugar donde girar, quizás no vaya a ninguna parte sino que fluya, desorientado y asustado, perdido en un mar de cieno y niebla del que quiere huir, por eso camina a paso de carga, una mente fuera de lo que se considera “normal y sana”, por eso mira sin ver, lanzada a la destrucción de su laberinto bajo las ruedas misericordiosas de un camión.
Descubrir estas cosas a uno le incita la compasión, es cierto, nada nos hace compadecernos más del otro que aquel mal que sentimos cerca de nosotros mismos y cualquier hombre sensato debe sentir cerca la locura o ya no es que esté cerca. Ahora veía al hombre que cruza como quien ve a un suicida, a un iluminado o a un visionario. Le asusta, como a todo ser pretendidamente racional, la pendiente resbaladiza de la mente, le asusta tanto como para quedar paralizado y no asumir un papel protector, como por ejemplo enterarse de quien es y avisar a la familia o informar al menos a las autoridades y quitarse la responsabilidad de encima. Está demasiado asustado por la cercanía de la demencia y se paraliza. Lo peor es que él sabe que hay algo más, algo inconfesable pero que se podría verbalizar de un modo tan brutal como: “cuando alguien le atropelle ya no tendré que enfrentarme a su deslizarse enloquecido, perderé de vista esa amenaza y estaré más tranquilo”. Demasiado inhumano pensamiento para ser reconocido como propio, demasiado potente como para negarlo. Durante el invierno se esfuerza en convertir esa repugnancia intelectual en lástima, misericordia o algo que sea menos ofensivo para su autoestima pero apenas logra más que fingir una indiferencia forzada. Se tranquiliza cuando el frío se va alejando y esa indumentaria tan escueta va quedando menos fuera de lugar y, sin querer, a pesar suyo incluso, se siente bueno hasta lograr convivir en paz con el hombre que cruza y su idea de él. Primer paso para el olvido.
Aun viene el viento fresco pero el sol mañanero ya calienta incluso a primera hora de la mañana. Le gusta aprovechar esas mañanas para solucionar las gestiones que va abandonando a lo largo del invierno. Apenas son las ocho de la mañana pero ya inicia la subida de la cuesta que sale del barrio camino del ministerio, como le gusta hacer las cosas, con tiempo, sin apresuramientos ni agonías. La cuesta, según sube, se va incrustando en lo que debió ser torrentera del casco viejo de la ciudad; a un lado quedan casas viejas, un rombo recordando que allí nació no sé quien, un descampado, una antigua fuente, como todas sin agua, ropa tendida; al otro un aun más empinado parque, césped, pinos retorcidos y espaciados donde el sol refulge e irisa el riego de los aspersores. En pie, sobre el césped, lejos de la calle pero no lo suficiente, está el hombre que cruza, por primera vez le ve quieto y sin la carpeta debajo del brazo. La sorpresa le hace detenerse en la acera desierta. El hombre que cruza está sin su consabida camiseta blanca, con los pantalones en los tobillos y el calzoncillo, también verde militar, por debajo de las rodillas, la mano izquierda en la nuca, los ojos cerrados, expresión de deleite al sentir la brisa y el sol envolviendo su cuerpo desnudo y salpicado por los aspersores, la mano derecha en el inequívoco gesto de masturbarse. La viva imagen de la alegría de vivir, del gozo de simplemente estar. Se pregunta qué mente está deslizándose fuera de todo control, un autobús baja, como siempre, a toda marcha e incluso baja un pie de la acera para saltar bajo él pero no es lo bastante rápido. Sube de nuevo a la acera, saluda al hombre que cruza con la mano y sigue subiendo camino del ministerio.
Has conseguido engancharme hasta el sorprendente final. Muy bueno. Un abrazo.
ResponderEliminarWow, menuda historia, y tiene un misterio que va in crecendo desde el principio, y que engancha, y un final realmente inesperado. ¡Buenísima!. Me resulta, además, un buen estímulo para la reflexión. Porque hay que ver la de "desconocidos conocidos" con los que nos tropezamos con frecuencia y de cuyas vidas no sabemos absolutamente nada, salvo lo que se puede adivinar. Pero El Hombre Que Cruza es todo un personaje... Un fuerte abrazo.
ResponderEliminarEsos personajes que incorporamos a nuestra lista de conocidos aunque no les conozcamos siempre me fascinaron. Por eso me ha encantado este relato. En la última novela de Marías, también una desconocida habitual adquiere su identidad con inquietantes resultados.
ResponderEliminarUn abrazo
David: muchas gracisa, eso de enganchar me encanta por que rara vez se consigue.
ResponderEliminarRoberto: no pretendía ser un relato con suspense pero un poco si que funciona así. Vivimos rodeados de vida que desconocemos.
Uno: nunca he leído nada de Marías, fallo mío. Por otra parte las vidas ajenas nunca deberían serlo tanto como lo son. De ahí mi revindicación del cotilleo.
Un abrazo y gracias por leerme.
Demasiadas veces hacemos, bastante a la ligera, valoraciones de los demás, cuando en realidad lo desconocemos todo.
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